Prólogo

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Hoy había tenido suerte, demasiada. 

Su madre no había podido recogerlo. Una reunión a última hora fue su aviso en un rápido WhatsApp. No le importaba, estaba acostumbrado. Incluso le gustaba, aunque no lo fuera admitir en voz alta. Estaba contento por eso, y por haber llegado a conseguir una de las famosas cañas de chocolate recién hechas de la panadería de al lado del colegio.

Muerde y migajas de chocolate en sus mofletes acompañan el movimiento al siguiente mordisco. Se había entretenido de más en el camino. Había cogido el camino más largo, aquel que casi nunca cogía. Quería seguir disfrutando del dulce lo más tranquilo que podía sin que su madre le estuviera regañando por lo que comía. Era un tanto estricta con la dieta, bueno, con eso y con todo.

Directo a cruzar el paso de peatones se para. El semáforo en rojo. Una chica en bici pasa veloz a su lado con un caja en la cesta, casi se le cae en medio de la carretera. Le pega el penúltimo mordisco, mira a su alrededor. 

El atardecer acechaba la ciudad y empezaba a florear los primeros atisbos de gamas naranjas en el horizonte. La gente que va por la calle va perdiendo el ritmo desenfrenado que llevaban a primera hora de la mañana.

Tranquila y apacible tarde de finales de febrero.

Pero hacía frío, mucho de hecho. El abrigo gordo y pesado que llevaba le molestaba. Tampoco ayuda la abultada mochila. Se intenta ajustar la mochila al cuerpo, en uno de los movimientos cae el resto de caña que le quedaba. Musita una maldición mientras se agacha a recogerlo. De fondo escucha como el semáforo se pone en verde, pero no es aquello donde pone su atención.

Levanta un poco la mirada y frunce los ojos porque no sabe si está viendo bien. Pero sí, parece que ha acertado. Junto a un montón de jirones de ropa del estrecho callejón y algunas cajas de cartón vacías, se encuentra un minino negro como el carbón o como su futuro en el examen de naturales, sonríe. El gato con paso vacilante avanza y llega hasta lo que queda de hojaldre y chocolate, lo huele, vuelve a maullar y lo rodea. Se para frente a él, ambos se miran curiosos. Piensa en lo pequeño que es, lo limpio que está y que la caña de dos euros no parece ser suficiente para sus papilas. No debe de llevar mucho tiempo aquí, piensa. No lleva ni collar. Lo coge y lo levanta hasta llevarlo a la altura de sus ojos.

Sergio nunca había visto unos ojos tan bonitos en un gato. Las negras pupilas verticales acentuaban el gris tan claro que las rodeaban, que se perdió en ellos durante el tiempo suficiente como para que el semáforo se pusiera otra vez en rojo.

Lo deja otra vez en suelo, no podía llevárselo, su madre no quería mascotas. El bajo ningún concepto que solía utilizar, resonaba en su cabeza. El pequeño felino posó su pequeña pata en el zapato de él. El chico reprimió un suspiro. Maldijo de nuevo mientras le daba la espalda.

Le gustaría tanto llevárselo a su casa, que le hiciera compañía mientras su madre volvía del trabajo, se haría cargo de todo él solito, se informaría de todo, de lo que come y de lo que no, de los cuidados que necesitaba... Pero sabía lo que le esperaba si lo llevaba a su casa. Suspira de nuevo.

La ciudad se inunda de los últimos rayos solares, tintado el ambiente con una calidad ocre inaudita para el mes donde se encontraban. El paso de los viandantes se ralentiza, el semáforo vuelve a sonar. Verde.

Decide avanzar.

Cruza con apremio el paso de peatón rezando para que no crucé con él. Llega a la acera de enfrente. Se muerde el labio inferior, cansado. Era un simple gato, como muchos otros. Llega a la esquina, pero no puede evitarlo. Vuelve la mirada y lo ve allí, justo donde lo había dejado, sentado recto y derecho sobre sus patas traseras.

-1º 51' 31"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora