7

177 15 5
                                    

Propaganda. Factura de la empresa local de la luz que todavía no se ha adaptado al estilo e-mail. Anuncios de una autoescuela. Menú de un kebab del barrio de enfrente. Propaganda. Cierro el buzón con el puñado de papeles en mano mientras voy leyendo una de los folletos cuando una voz estridente me hace saltar en el sitio:

- Buenas tardes, señorita Calavia. – La perfecta melena caoba se mueve al son del saludo de la Señora Gutiérrez. Llama al ascensor con el dedo índice mostrando su, también, perfecta manicura francesa. – Me he enterado de que has vuelto. –modula la voz intentando tantear el terreno, seguro que con la intención de sonar empática. Sim embargo, me causa todo lo contrario.

- ¿Qué tal, Candela? – la tuteo cambiando el tono de la conversación – Veo que las noticias siguern corriendo por aquí. Hay cosas que no cambian con el tiempo.

Una sonrisa de dentadura perfecta asoma imperturbable en su rostro.

- Sí, supongo que no todo el mundo cambia a mejor. - El examen visual de arriba abajo que me encontré a través de sus ojos pardos, me da arcadas. – Por cierto, recuerda a tus padres que se acerca la próxima reunión de la comunidad. De todas formas, mandaré una circular. – Las puertas del ascensor se abrieron y con un hábil giro de cadera se adentra en él. – Hasta luego, Ana Julieta.

Respira, Anaju.

Inspira.

Expira.

No, para nada había echado de menos a la ególatra que tenían por presidenta de la comunidadbarravecina. Era tan sumamente estúpida que le evocaba el sentirse tan expuesta con ella. Le hacía florecer recuerdos donde el veneno que soltaba era acompañado de la infravaloración a quienes rodeaba. Pero había aprendido que no merecía ni una pizca de tiempo y odio.

Aun así, me permití mentar a parte del árbol genealógico el tiempo suficiente como para oír abrir la cancela, la que daba acceso al pequeño espacio comunitario adornado por buzones colgado a las paredes y un claro con un puñado de bancos.

Descubrir a la descendencia de la criatura del averno, con quien antes había compartido una agradable conversación, le hizo volver a sentir la empatía que aparecía cada vez que lo veía.

Y también, lo de pensar que no todos los hijos se merecen a sus padres.

- Hola, Ana. – Sergio llevaba la mochila, entre sus brazos, con dificultad. En dos pasos me situé a su lado para ayudarle.

- ¿Qué llevas, un muerto a trocitos? – el niño le miro extrañado.

- Más o menos. Llevo la comida para Bu. – acorto el nombre del gato que le había puesto Sergio haciendo referencia a unos de los personajes de Toy Story, Buzz Lightyear.

Todo este asunto se había vuelto, prácticamente, el tema principal de la conversación cada vez que estaban juntos. Sin mencionar al tercero en discordia, quien también se veía involucrado en dicho asunto.

- Pues llevas para alimentarlo todo un mes. ¿Todo esto lo has comprado tú solo? – Sergio la miro haciendo una mueca. Para que hago la pregunta si ya sabía la respuesta, pienso. – Vale, vale. Pero que sepas que, hace unos diez minutos que tu madre ha subido a tu casa.

Sergio se limita a suspirar pesadamente, dejar la mochila apoyada en una de las patas de banco y dejarse caer en el mismo. Se froto la cara, cansado.

- Sergio, ¿cuánto llevas así? – el niño siguió con un brazo apoyado en su frente, con los ojos cerrados, escuchándole.

- Algo más de una semana.

Había llegado el momento. La charla, no esa, esa que se la diera su madre. Pero siendo consiente que era una de las pocas personas que conocía la existencia de un nuevo inquilino en la casa de los Gutiérrez, pensó que había que hablarlo y mejor que ella que lo conocía desde que tenía uso de razón.

-1º 51' 31"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora