Descubriendo Nueva York, Flavio

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Se despertó con más sueño que antes, se le solían pegar las sábanas. Pese a ello, y contrario a lo que ocurría normalmente, salió rápido de la cama y se vistió con unos vaqueros cortos y una camiseta verde, ansioso por aprovechar a tope todos y cada uno de los días en esa ciudad. Le había costado mucho obtener la beca y, pese a que cubría la matrícula y parte del alojamiento, la parte restante y los gastos corrientes suponían un esfuerzo económico para su familia y no quería que cayesen en saco roto. Además, desde que le surgió la oportunidad, había estado dando clases de piano para poder pagarse unas clases de canto, algo que deseaba hacer desde hacía dos años. Entre unas cosas y otras, en septiembre estaría ocupado y, aunque allí la jornada lectiva empezaba antes y era más corta que en España, creía que no iba a tener tiempo para hacer cola en los principales monumentos por ejemplo y, suponía, haría algunos amigos con los que surgirían planes más allá del turismo.
El tema conocer gente le preocupaba. Su timidez era notable y aunque nunca había tenido problema en relacionarse con los demás, lo del inglés le tiraba para atrás. Se le daba bien, pero si ya de primeras le costaba expresarse sin confianza en español, esto iba a suponer un reto. Esos eran sus pensamientos mientras bajaba en el ascensor, sin darse cuenta de la cabeza rubia que miraba en su dirección.
Salió del hotel dirigiéndose a un diner en la calle 43 que había buscado por internet y ofrecía comida durante todo el día. Las luces de Times Square le saludaron nuevamente y, esta vez sí, pudo apreciar su magnitud sin impedimentos. El trajín de turistas y oficinistas era constante y si lo pensaba con tranquilidad, la foto era un tanto agobiante pero él se sentía extrañamente en calma. Esa ciudad tenía algo.
Llegó al restaurante hambriento y pidió uno de los desayunos (a las cuatro de la tarde, sí). Su elección fue un batido y unos huevos con bacon y hash brown, una especie de albóndiga de patatas picadas y fritas, algo muy típico que no conocía y que, pese a ser una bomba calórica, le encantó.
Mientras comía/desayunaba/cenaba, observaba el mapa y los apuntes que había tomado pensando cuál debería ser su primera parada. Trazó un itinerario bastante preciso, le gustaba tener las cosas bajo control. Cuando se quiso dar cuenta eran las cinco de la tarde, siempre era muy lento comiendo. Pagó rápido y se puso en marcha.
Había decidido hacer una parada en la biblioteca pública de Nueva York, no solo para ver el magnífico edificio, sino para informarse sobre una posible membresía, le parecía un sitio perfecto para estudiar las pocas asignaturas teóricas que tenía. Era impresionante: un espacio muy amplio y altísimo lleno de estanterías alrededor y mesas en el centro. ¡Parecía Hogwarts! Nunca le habían gustado las asignaturas de estudiar, pero la perspectiva de hacerlo ahí le ponía contento.
Salió y puso rumbo a la estación Grand Central Terminal. Allí, se quedó otra vez observando las idas y venidas de los pasajeros. Era hora punta y el lugar estaba lleno de gente trajeada y sudorosa corriendo para no perder el tren o el metro. Se dirigió a la Galería de los Susurros, un lugar que había estudiado en el conservatorio. Es una bóveda de doble parábola que permite que el sonido pueda viajar sin obstáculos desde una de sus columnas a su opuesta, es decir, que si tú hablas de cara a una columna, alguien situado en la columna que se encuentra en tu diagonal te escuchará perfectamente sin que la gente que hay entre vosotros se entere de una sola palabra. Se dio cuenta en ese momento de que no tenía con quien probarlo y volvió a sentir un nudo en el estómago por el tema de conocer gente y encajar, pero quiso hacer caso omiso de esas voces pesimistas. No tardando volvería a ese lugar y podría probarlo, fijo.
Tras esto, miró la hora y se alegró de ver que aún eran las 6. Le daba tiempo a pasear hasta el Flatiron Building.
Los 28 grados no le afectaban demasiado, al final en Murcia hacía más calor y más seco hasta dentro de casa. Le gustaba aquella ciudad. Estaba llena de vida. Miraba hacia los transeúntes e intentaba imaginar su historia: ese señor trajeado era un estafador que a modo Robin Hood se hacía pasar por empresario, la chica que corría maleta en mano llegaba tarde al bus con el que se iba de vacaciones a la casa de su tía de Florida, el anciano que leía un libro en ese banco era en realidad un magnate que había optado por vivir en la sencillez... Así, poco a poco, llegó a su destino, el edificio más peculiar que había visto nunca.
Aunque salía en mil películas, en persona era aún más estrecho y anguloso. Situado entre Broadway y la 5ª Avenida, daba la sensación de ser una flecha hacia el cielo. Se preguntaba cómo serían las vistas desde alguna de las ventanas localizadas justo en la esquina.
Su intención era subir al Empire State poco antes del atardecer, había leído que era la mejor opción porque veías el día, la noche y el ocaso, así que mató el tiempo paseando hasta el Madison Square Garden. Inesperadamente, pudo colarse hasta las gradas porque estaba en obras. Siempre le había gustado el baloncesto y aunque los Knicks no fuesen sus favoritos, le gustaría ir a verles allí cuando empezase la temporada.
Sobre las siete y media estaba haciendo cola para subir al rascacielos más famoso del mundo y en el instante en que llegó al punto más elevado, sufrió un flechazo definitivo. Manhattan se extendía bajo sus pies y parecía bastante pequeña desde allí arriba. Podía ver los demás barrios que conformaban la ciudad de Nueva York, mucho mas bajos que la isla, y los dos ríos rodeándola. La estampa era emocionante. Estaba en la capital del mundo.
Las luces se empezaron a encender y el sol empezó a esconderse reflejándose en el río y haciendo que ardiese, entonces Flavio, inspirado, sacó el móvil y escribió un par de líneas: '¿en qué ciudad?, ¿dónde me has dejado? Entre esas aguas que ninguna llama apagan.' A veces le venían frases de las que luego sacaba canciones que acababa olvidando en la libreta.
Cuando la noche fue total, las luces eran tantas que si mirabas hacia abajo parecía de día. Sacó un par de fotos más y bajó para cenar en el primer restaurante abierto que encontró. Era un tailandés bastante bueno que, con el hambre que tenía, le pareció perfecto.
Al llegar al hotel, iba en busca de una máquina expendedora para coger algo de agua y, sin embargo, encontró algo aún mejor: un precioso piano de cola. Preguntó en recepción si podía tocarlo y le dijeron que sí, haciéndole la persona más feliz. Tocaba el piano casi diariamente y, después de un día tan increíble como aquel, le venía genial. Además, seguía con la frase que había pensado en el Empire State en la mente.
Le resultaba bastante fácil crear una canción tirando de una frase. Surgía en su mente pero no se atrevía a cantarla en alto en el hall del hotel. Con una estrofa hecha, le vino de golpe el agotamiento y se puso a tocar un par de canciones de música clásica que le relajaban mucho. No fue consciente de que había alguien observando su pequeño recital. Sin más, cerró la tapa del piano y subió a la habitación rápidamente para intentar descansar.




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Cornelia StreetDonde viven las historias. Descúbrelo ahora