4

53 5 0
                                    

El invierno, época donde las lunas parecían párpados caídos y el sol una coronilla de rayos, había llegado presurosamente a la casa de Matie Cartsaint.

Los días pasaron de ser cálidos, agradables y largos a fríos y gélidos. Los acongojados animales no osaban salir por nada del mundo de sus refugios y los árboles se cubrían con un mantón de nieve crujiente y espesa. Los setos de agracejo perdieron todas sus hojas y el portón de la casa tuvo un aspecto crudo, al igual que el resto del hogar de Matie. Se interrumpió el correo que Stephen recibía de las caravanas; ni el mismo sol se aventuraba a asomarse mucho rato. También por esos dichosos días Stephen y Jesse se pusieron en marcha: no paraban de ir y venir del cuarto encantado, fabricando una poción particularmente difícil.

-Sigo sin encontrar la forma de contrarrestar el efecto de su sangre en mí, Jessie - le había dicho Stephen y ella, indecisa, lo consolaba con la mirada. Nunca había aprendido cómo funcionaba la mente de su compañero, así que decidió arriesgarse con un comentario un tanto oportuno:

-Chablet lo había expuesto de tal forma. Es cuestión de practicar y encontrar la mezcla que le tome la contraria... -Stephen se disgustó y se paseó su dedo en el brazo, donde, en años anteriores, le habían inyectado.

Había días en los que ambos se ponían sudaderas discretas, con guantes de piel y una capucha sobre su ropa para salir y traer sus ingredientes desde lejos.

Matie, que permanecía muriéndose en cama, con la temperatura hasta los cielos y con un ataque de asma cada semana, pensaba que había hecho tantos delitos en su vida pasada que los dioses lo hacían pagar en ésta reencarnación.

¿Cuánto debía esperar antes de que parara su tormento? ¿Cómo hacer que parara su suplicio que cada día lo iba matando?

Los días fríos habían acabado por disipar su instintiva tendencia de rehuir a sus tíos. Ellos se convirtieron de "gente que creía ser sus héroes" a "personas especialmente arrogantes" apenas cumplió los trece años. Ya no eran los mismos. Jesse sólo se dirigía a él en clases educativas como si nada pasara, y, fuera, lo ignoraba.

Jesse nunca más había vuelto a entrar a su cuarto para leerle un cuento, de los que él añoraba. Lo cierto era que por primera vez sus tutores lo desatendieron. Matie ya no recibía de comer, porque Stephen y Jesse estaban muy ocupados, por lo que, en consecuencia, lo dejaba a él como encargado de preparar el desayuno, el almuerzo y la cena. Cuando Matie se levantaba, cada hueso le pesaba diez veces más y a duras penas conseguía llegar hasta el frigorífico, donde sólo quedaban huevos, panqueques y mermelada de melocotón.

Pero Stephen no ponía mayor atención: durante esos días tenía una nueva preocupación, porque envejecía. De su cráneo surgían varios ramilletes conjuntos de canas y su piel se arrugaba un poco. Cuando sonreía amargamente, el rabillo de sus ojos se plegaba como extensiones y sus manos temblaban cuando cogía algo del escaparate de la cocina. Había veces en las que se levantaba, corría hasta el baño de la casa, y vomitaba un líquido rojo en el lavamanos: sangre.

Jesse era la segunda en entrar a donde Stephen, sosteniendo pañuelos y un poco de alcohol etílico. Se colocaba al lado de él, limpiándole los asquerosos escupitajos que no lanzaba, y le cantaba canciones, porque era la forma en la que podía tranquilizarlo.

-¿Por qué lo haces? -le había preguntado Stephen, colocando su muñeca en el pecho de Jesse para alejarla-. No necesito a nadie; sé que me muero...

-No, no lo haces -le replicaba Jesse, desesperada y trayendo nuevos pañuelos-. Estás agotado. Sólo expulsa lo que te falta y duerme...

-Sigues sin responderme -le había replicado Stephen, jadeando y apoyando sus brazos en las braceras del lavabo-. Sólo contesta. ¿Por qué?

-Yo...

-¿Caridad, quizás? ¿Es clemencia por lo que me ayudas?

-No -Jesse, en un intento de callarlo, se había puesto colorada-. Lo hago por solidaridad y cariño. Además, no es como si estuvieras muriéndote de verdad.

-Pero lo haré -Stephen, ahora respirando como si le faltara el aire, se sujetaba a la camisa de Jesse para susurrarle unas contadas palabras-. ¿Mi razón? Ya no soy inmortal, ya no lo soy... -y pasó repitiéndolo un rato más, algo trastornado por su pérdida.

A Matie le daba la impresión de que Stephen estaba en sus últimos días, de que ya debería haberse puesto a escribir su epitafio, pero parecía resistir.

Por si fuera poco, Matie sabía que Jesse tenía la misma edad que Stephen, pero ella no se veía más vieja. Se mantenía inflexible, dispuesta a seguir dándole clases por algunos específicos días.

Jesse era excelente como institutriz. Hacía un esfuerzo sobrehumano para indicarle a Matie que la vida merecía la pena si la comprendías desde dos puntos: el científico y el emocional; y que a partir de eso se regía el complicado balance, la verdadera respuesta para ser feliz y sabio.

Ocupaban la sala de estar como lugar de reunión. Jesse dirigía todas sus charlas con sumo cuidado. Matie aprovechaba su buena disposición y pronto acabo sabiendo mucho más de lo que debería.

Había unas veces donde Jesse se sentaba en frente de Matie y le veía la brillante piel. Sólo contenía el aliento puesto que era así cómo ella enfrentaba un temor más grande que el de los valientes, e iniciaba sus explicaciones para la agudeza mental.

Pasadas unas horas, después de que su sobrino demostrara lo inteligente que era, Jesse se preguntaba si, de no haber podido tener hijos, le habría gustado adoptar legalmente a su sobrino.

Días de infierno y decadencia.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora