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Jesse, sentada en la sala de estar, con el libro de "Las más preciadas ambiciones de un hombre cauto" abierto a la mitad sobre su regazo, se dormitaba. Las palabras fueron simples manchas y tachaduras. Cerró de golpe el libro y paseó su dedo índice, acariciando el suave cuero de la cubierta.

Afuera volvía a llover; no como siempre lo hacía, a cántaros, sino leve y repetitivo. El peso de haber pasado casi toda la vida encerrada en una casa le era para Jesse no más que unas eternas vacaciones que no la tranquilizaban. No le convenía salir a pasear, porque los senderos se plagaban de seres malignos y el hogar donde Stephen le decía que estaban seguros, no era más que un mobiliario oculto.

-La gente duerme -le había dicho Stephen, años atrás-. Descansa. Vive.

-Lo hace en sus casas, sí -le había seguido Jesse, muy seria-, y nosotros en el bosque. Cualquier podría haber dado con nosotros. No es cuestión de buscar un sitio donde nadie nos encuentre, sino encontrar un lugar donde nadie se atreva a ir a buscarnos.

-Pero no nos hace falta -Stephen la había tomado de los hombros-, porque podemos ser invisibles. Podemos rodearnos de un manto que nos proteja, ¿lo ves?

Jesse no le había creído; la idea de que Stephen solicitara ayuda a alguien para crear un manto invisible y rodear un sitio enorme para evitar visitas indeseadas la mareaba. Dudó en serio sobre la cordura de su esposo.

Había veces en las que los disparatados planes de Stephen la aterraban, pero continuaba ayudándolo. Sabía que él podía morir. Tenía grabada en la frente la palabra "mortal..."

-¿Buen día? -las dos palabras que Matie pronunció hicieron que Jesse saliera anonadada de sus ideas; se sobresaltó y el libro cayó, doblando varias de sus hojas.

-Ah, Matie -ella suspiró, tratando de que no se le notara el temblor de su voz-, me has dado un buen susto, ¿dónde estabas?

-En mi cuarto.

Matie entró y la iluminación de la habitación hizo que sus pómulos se marcaran como unos huesos picudos. Jesse se fijó que estaba muy flaco, pero no era porque moría de hambre, sino por Stephen. Subió la vista hasta los ojos grises de él, que parecían que contenían alambres retorcidos dentro.

-¿Has comido ya? -ella intentó no parecer nerviosa, puesto que a veces eso la delataba cuando se encontraba sentimental-. Estás mucho mejor que ayer, ¿no?

Él palideció, recordando la noche anterior donde había subido a su cuarto a escondidas. Tragó saliva. Si Matie mostraba señas de querer desaparecer de ahí, Jesse no las notó porque había recogido su libro.

-Sí -le contestó él-, aunque no duermo muy bien.

-Exactamente -dijo Jesse con rostro inexpresivo-. Te oigo a través de las paredes. Sé que no dejas de dar vueltas. Que tienes pesadillas.

-No son pesadillas -repuso Matie, en calma-. Sólo sueños raros.

-¿Y qué hay en esos sueños? -Jesse se inclinó adelante, pensando que podía ser una buena información que le serviría a Stephen-. ¿Lo recuerdas?

-Están mis padres. Siempre están ellos.

El silencio se apoderó de su plática y Jesse respiraba dificultosamente; ahora corría el riesgo de llorar, pero no lo hacía. Sólo se inclinó y suspiró para dar a entender a Matie que debían proseguir.

-Es obvio que has recibido mi mensaje, ¿no? -instó Jesse, indicando a Matie que tomara el asiento para quedar frente a frente-. ¿Por qué habías faltado a las anteriores clases?

-No me encontraba de buen humor ni con buena salud -dijo él sin pensar mucho.

-Podrías haberme llamado -le susurró Jesse-. Puedo ir a tu habitación y darte clases ahí. No tendrías por qué moverte, por supuesto.

Días de infierno y decadencia.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora