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Si incluso Matie hubiera tenido algo de seguridad para voltear y ver qué era todo aquel alboroto que se producía (las ramas partiéndose, objetos metálicos traqueteando, bolsas de lona desinflándose y miles de pasos acercándose), no lo hubiera hecho porque estaba entumido de miedo. Una sensación de precaución lo inundó al instante. Si llegaba a resbalarse, o si las personas que estaban allá percibían un movimiento, sería su fin. Matie había tratado de buscar inútilmente el escalpelo que trajo consigo, pero no lo encontró en sus bolsillos y desesperado, notó que no tenía a nadie esa vez. Ni a Valdán, ni a Tondrés, Macsé, Gialdra o Vialry. Su corazón palpitaba con esfuerzo.

Los ruidos de las vertiginosas pisadas se intensificaron conforme pasaron algunos segundos. Eran miles de pasos en orden y también se escucharon resoplidos, muestras de cansancio y exclamaciones alternativas de sueño y hambre. Matie permaneció así, con la cabeza gacha, cabizbajo, de manera que evitaba ver eso que pasaba. Sus brazos rodeaban las rodillas de él en lo que se recomponía del susto.

De pronto, una voz alta se hizo escuchar encima de las demás.

-¡Alto! -gritó tan fuerte que Matie se estrechó aún más; quería que su cuerpo cupiera completamente en el árbol-. ¡Aquí descansamos! ¡Bajen armas!

Hubo un suspiro de desconcierto y luego de satisfacción, en la que las personas se sentaban y Matie, sabiendo que no podía permanecer oculto por mucho tiempo, se arriesgó, asomando su cabeza sobre el pino unos milímetros.

Casi se resbala de la impresión.

Primero comprobó que aquello era malísimo. Era un asentamiento humano: por lo menos mil personas estaban sentadas. Ellos cargaban con espadas, arcos, dagas, ballestas, picos y lansquenetes que iban colocando en el suelo. Era un ejército. Estaban reposando en el sendero que daba al norte, haciendo un tapón enorme. Los de hasta enfrente cargaban banderines rojos y azules, con una copa dorada. Era una bandera que se le quedaría grabada hasta el final de su vida. Los banderines se bajaron y varios soldados empezaron a pasearse botellas de agua y panecillos de trigo entre ellos, dando grandes mordiscos.

Si esa fue una impresión muy desagradable, lo siguiente le produjo demasiadas náuseas.

Un hombre calvo y barrigón, con la frente arrugada jaló a otro más joven. El joven se volteó y siguió al hombre calvo y barrigón, con una mano ocupada cargando a lo que era Ethan, con el rostro deformado. Matie se volvió a ocultar, y escuchó a medias lo que decían, porque se aproximaban a él con pasos lentos. Matie se aferró con fuerza a unas astillas mientras ellos se acercaban y quedaban peligrosamente cerca de él, a unos pasos del árbol donde estaba oculto.

Ahora sí no se permitía respirar y mucho menos moverse. Sólo se quedó con la vista al frente y afinando sus oídos por hacer algo, ya que al fin y al cabo no podía salir corriendo; además de que esos personajes debían tener una charla muy animada, puesto que cargaban con Ethan.

Así que, pese a que pensó que sería muy difícil escucharlos, los oyó con una claridad asombrosa.

-¿De qué quiere hablar en privado, Fug? -preguntó una voz que arrastraba las palabras; de seguro el más joven. Ya habían llegado a unos pocos metros y su cansada voz prevalecía entre el aburrimiento y el desinterés.

-Anoche, en la segunda vigilia, encontramos una caravana de Alkair completamente destrozada -le informó el viejo que sostenía a Ethan-. Alguien la asaltó en el sendero Oeste. Posiblemente forasteros. Dejaron escapar a los animales que traían consigo. Dejaron el carromato en el Séptimo Descansadero...

-¿Ah, sí? ¿Y qué pasó?

-La cerradura estaba forzada. Sólo encontramos el cuerpo de éste -Matie imaginó que el viejo barrigón se refería exclusivamente a Ethan-. Ya no había nadie más, aunque arriesgaría mi mano derecha a que no estaba trabajando solo...

Días de infierno y decadencia.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora