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La casa de los Cartsaint siempre estaba solitaria, en silencio. Ni una palabra dicha dentro de ella había sido escuchada desde fuera. La niebla dificultaba en los pocos viajeros la vista y el oído, haciendo que pensaran que no había ninguna posada cerca.

Pero si cualquiera de ellos se hubiera osado a seguir recto, entre el grupo de árboles, pronto habría cruzado una barrera invisible y habría sentido como si se acabara de bañar: fresco. Luego verían los setos y el gran portón, y podrían escuchar a una mujer cantar con algo de ímpetu:

La gente se pregunta

cuánto anhela un hombre.

No puede ser mucho;

aquí se sabe

que entre más deseos se tienen

menos de ellos se obtienen.

 

Las palabras claras y escurridizas se oirían repetidas, pues Jesse Cartsaint había olvidado el resto. Ella había escuchado la entonación por las calles de Rowen, cuando antes paseaba por ahí. Sólo le había bastado oírla tres veces para que se le quedara grabada una estrofa que le gustaba.

Cuando Jesse terminaba la canción, volvía a ser la misma de siempre: una mujer con una vida cumplida. Una mujer que a veces escuchaba a los muertos. Una, que entre su vida y las que cuidaba ahí, se ponía depresiva.

Al final Jesse emitió un ruidito y se dejó caer  al sofá. Entre su vista cansada distinguió la espada que colgaba en el centro de la sala de estar. Le sacaba brillo unas tres veces al mes para que reluciera. Sólo que ahora estaba tan vieja que pequeñas manchas de oxidación discurrían en su longitud.

Ella supo lo que tenía que hacer para que la noche se le pasara con absoluta rapidez. Tenía la capacidad de contar buenas historias en presencia de su sobrino. Tomó aire, preguntándose si Matie quería oírla.

Jesse corrió por las escaleras, tocó dos veces en la recámara de Matie hasta que él dijo en voz débil: Pasa, tía, y entró.

Dentro olía a fármacos, a brebajes. La luz de la luna era nítida y Jesse vio reflejado en sus ojos a un Matie acostado, libre de preocupaciones. Antes se había dicho a si misma que él moriría, que no podría ser capaz de aguantar tanto tiempo encerrado, pero había sucedido justo lo contrario, gracias a su ayuda.

El hogar que había recibido junto a Stephen, de no haber sido por Matie, habría sido un cuerpo sin alma, una fruta sin hueso. Un lugar que no tiene un cimiento firme. Un lugar que no podría amortiguar muchos sonidos.

—¿Pasa algo? —preguntó él a su tía, al ver que se quedaba parada, muy quieta.

—No, nada.

—Bueno, tía, pasa, porque entra polvo.

Así lo hizo Jesse. En algunas ocasiones era diferente, era ella quién guiaba las pláticas pero esa vez era una excepción. Se sentía disgustada, como si estuviera en cautiverio, fuera de su lugar.

—Me preguntaba si te gustaría mi compañía esta noche —le dijo Jesse a Matie, de modo tímido.

—Sí, claro. —Matie se hizo a un lado en su cama para que ella se sentara. Había aprendido que Jesse, para estar tranquila, sólo le tocaba el cabello y lo enrizaba. Nunca se acostaba para descansar.

—Está noche es muy larga —Jesse dio un suspiro de insatisfacción—. Hay veces en las que es más corta y el sol sale muy brillante, pero ahora...

Días de infierno y decadencia.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora