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El ejército del banderín se había marchado poco después de una tediosa media hora. Matie había permanecido intacto. No se movió ni mucho menos y cuando lo hizo, se le doblaron las piernas del terror. Caminó sin voltear; no vio el cuerpo sin vida de Ethan. No quiso ni moverlo. Él no supo cómo había logrado suficiente coraje para aguantar y tampoco cómo logró pasar inadvertido. Sólo fue consciente de que empezó a caminar en línea recta, siguiendo el caminito de piedras que había dejado.  El sonido de la pistola siendo disparada todavía le quemaba los oídos...

De vuelta con Valdán él se tallaba las manos en un intento por calmarlas, pero seguía con la tensión al cuello. Sus ojos parecían lagrimear.

Cuando llegó hasta su descanso, Valdán se había levantado y los cuatro faunos ponían las cosas en orden. No le pidieron explicaciones de dónde había ido. Sólo permaneció quieto, sin hablar. Matie se preguntaba muchas cosas mientras guardaba su maleta, como el por qué los hijos de Ethan (Elliot y Alexander) dejaron abandonado a su padre, o por qué Stephen y Jesse tampoco lo rescataran. No era un tipo de afecto, sino que era algo rarísimo en toda su extensión: que los dos hijos huyeran sin el cuerpo de su padre la noche en que Valdán los atacó.

Matie guardó sus pertenencias y se dispusieron a seguir por el terreno agreste, a paso lento, ocultos bajo la espesura de los árboles. Según algunos cálculos faltaban cerca de sesenta kilómetros antes de poder continuar. Pronto varios de ellos se dieron cuenta de que Matie era lento, así que se montó sobre Valdán y los cuatro faunos siguieron su paso, bajo un sol radiante.

Habían pasado dos horas caminando sin dirección, hasta que las dolencias de Macsé (que eran persistentes) fueron más y tenían que parar para esperarlo. Resultaba que sus rodillas siempre sangraban, mojando sus vellos marrones en una herida que no cicatrizaba. Matie sentía lástima por él, y trató de ayudarlo, pero el orgullo de Macsé fue tan grande que aseguró que podía continuar sin ayuda de nadie.

Pero sus hermanos lo animaban y se turnaron para cargarlo, aunque de mal talante. Sólo pedía un tiempo de descanso, que terminaba siendo eterno, antes de emprender la marcha. Llegó el momento en que Matie se recostó en Valdán y le murmuró por lo bajo que se había topado con un ejército, que al igual que Stephen y Jesse, lo buscaban. Y que Ethan había muerto.

Él actuó indiferente, apenas asintiendo cuando terminó de relatar, pero sabía que estaba pensando en algo, pues evitó a toda costa los senderos empedrados y ya su grupo se iban con mayor cautela. Eran más cuidadosos, pero eso les costaba tiempo. Descansaban bajo fresnos que daban más comodidad y protección entre su follaje. Matie casi no hablaba y cuando lo hacía era para pedir opiniones sobre cómo continuar. Los altibajos se hacían presentes puesto que los cuatro faunos temblaban continuamente en lugares donde no había frío. Aseguraron que estaban bien, pero Valdán no se lo tragó. Les dijo que podían abandonarlos a él y a Matie cuando quisieran porque nadie los forzaba a acompañarlos. Ellos, indignados, replicaban que lo que más deseaban era ir con el centauro líder.

El ambiente nunca empeoró ni mejoró; se mantuvo como debía estar todos los días: caliente, cayendo con sus rayos a plomo hasta que ellos quedaban medio locos de lo hirvientes que estaban sus cabezas. Unas veces se sentían llenos de una impaciente energía que les impedía concentrarse en algo, y otras veces les dominaba un letargo absoluto.

Casi no volvieron a toparse con más carromatos.

Sólo fue una vez, donde estaban en un estanque de aguas limpias. Ahí habían llenado los cántaros y se habían bañado porque se encontraban sudorosos y pestilentes. Ellos se turnaron. Cuando llego el turno de Matie, Valdán había salido de la vista y los faunos murmuraban cosas entre sí, alejados.

De pronto una voz había dicho:

—Esperen, he visto algo.

Sin esperar instrucciones, Matie se había sumergido en el estanque, cerrando los ojos y tratando de no respirar. No se había dado cuenta que un sendero se encontraba a un lado, donde una caravana acababa de detenerse. La sensación de permanecer hundido era asfixiante pues él no sabía nadar del todo bien; la agitación se hizo más grande cuando el hombre de la caravana no se movía afuera y se quedaba esperando algo que justificara lo que había visto.

—Por aquí, os digo, he visto algo. No sé lo que sea.

Se quedó observando mientras Matie se ponía morado y luchaba por quedarse en el fondo. En su interior suplicaba porque ninguna burbuja de oxígeno saliera de su nariz y lo dejara al descubierto. Afortunadamente no sucedió, por lo que el hombre se retiró, decepcionado.

Sin embargo Matie todavía contó hasta diez antes de salir e irse arrastrando a la orilla. Pidió a Valdán que se retiraran de ahí de inmediato.

Cuando volvieron a caminar, Matie se fue a pie, apoyando a Macsé. Él le pasaba una mano por el hombro y Matie se la aceptaba, cargándolo de un lado y del otro Tondrés hacía lo mismo. Al final de la jornada, por las cinco de la tarde, ambos estaban medio jorobados, con la lengua de fuera, sosteniéndose por unas piernas que flaqueaban cada cinco minutos. El sol no se movía mucho; estaba sobrepuesto encima, iluminando tenuemente.

A mitad del día entraron en una parte del bosque donde algunas partes del suelo estaban alzadas, como montículos. Parecía que un gigante estuviese encerrado debajo del suelo y que para intentar salir, saltaba, golpeando con su cabeza la rugosa tierra, dejando colinas miniaturas exhibiéndose.

Ahí sólo se permitieron dos descansos de cinco minutos en los cuales Macsé disimulaba bien su dolor y trató de andar rápido. Así, antes de que cayera la noche, vieron que habían cubierto cerca de seis kilómetros. Esa madrugada ellos estuvieron escuchando el ulular de los búhos y uno que otro aullido ocasional de un lobo.

Esa noche, en la que Valdán junto con Gialdra cumplían el puesto de vigilantes, Matie dormía, soñando ésa vez que recorría el bosque, alegre, y que Stephen aparecía de la nada para asesinarlo. Precedido de la pesadilla había vuelto a ver a la princesa con sus ojos cristalinos y resplandecientes que lo miraban con tanta intensidad que lo dejaban sin habla.

Durante toda la noche de pesadillas —que iban aumentando un poco—, Matie meditó lo que sabía acerca de Alkair, el extraño personaje que aparecía en los recuerdos y quién había ordenado a sus tíos que lo secuestraran para llevarme ante él. Debía ser alguien especialmente maligno y que le helaba la sangre a cualquiera. También era quién había regalado la casa a sus tíos en medio del bosque. Y era un rey; el rey de la ciudad de Rowen.

Por último, sabía que lo buscaba con ansias.

Pero, ¿por qué? ¿Qué tan importante podía ser?

Lo más significativo de Matie era la sangre azul que corría por sus venas, heredada de sus padres reyes, Dicken y Marilyn, pero sujetos como Alkair no lo buscarían por eso. Tendría que haber una razón más...

Miles de preguntas se asomaban a Matie, bombardeándole y haciéndole menospreciarse. Parecía que nunca iba a dejar de tener misterios en su vida. De manera que al final de su estancia nocturna, decidió no enrollarse en eso. Las respuestas solían aparecer sin buscarlas y dejó su suerte al azar, pensando que así podría dar con las soluciones de sus enigmas.

Al siguiente día, todos amanecieron sorprendidos. Había sido una mala noche donde no habían podido dormir mucho y la brisa del aire le daba de lleno a Matie en la cara. Se había despertado antes que los demás, tanteando ramas secas ante él. Las estaba observando científicamente hasta que a su lado Macsé, el fauno, se removió arañando un tronco. No despertó a nadie, pero Matie pudo escuchar su desesperación en moverse y saltar. Pasaron algunos momentos en los que Macsé siguió rascando, rayándose sus uñas hasta que no pudo más. El fauno se levantó, corriendo y se alejó unos pocos metros antes de gritar, infiltrando su voz en Matie como un cuchillo de gran filo.

Días de infierno y decadencia.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora