27. Donde sueñan las bestias

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Todo era oscuro, todo era desesperación...

Me hundía como plomo hacia lo más oscuro de la negrura, allí donde convergían las tinieblas...

Tenía miedo...

¿Estaba despertando? ¿Estaba consciente...?

No, quería seguir soñando... quería seguir viendo esos dulces recuerdos...

Cayendo, pude ver la tienda donde me refugié en la Larga Noche, el dosel de mosquitero que rodeaba el diván donde debería haber dormido, y el bosque negro rodeando el claro como una manada de lobos hambrientos. Había ojos en el bosque, ojos lilas que se clavaban en mi, ojos que me atravesaban como dagas, ojos que levantaron sus huesudas manos y avanzaron como lanzas a través de mi estómago. Las sentí, heladas, apuñalándome con tal fuerza que escuchaba el roce del metal con el hueso de mi columna. El dolor era punzante, violento, pero solo podía ver aquello, no era capaz de emitir ningún sonido, ni un solo sollozo, aun cuando la visión me horrorizaba al grado de querer morirme allí mismo. Las lanzas se volvieron manos, en esa muerte en vida en la cual me hallaba sumergida, y las manos se abrieron paso por mis entrañas, desagarrando la carne de mis intestinos, y quería gritar, quería levantarme y salir corriendo, pero mi cuerpo no respondía.

Era como si estuviera muerta...

Las manos dejaron de buscar, y se elevaron, negras y sanguinolentas sobre mí, sosteniendo algo brillante entre sus dedos, algo que despedía una intensa luz azul, cuyo brillo me absorbió como un tornado a las nubes. Las nubes se volvieron fuego, el tornado dejó de girar y se volvió una lluvia de espadas sobre mi cabeza. Una me cortó los brazos, las piernas y finalmente el cuello, mi cabeza rodaba por una escalera que descendía interminablemente hacia un vasto océano negro, un agujero de sangre y podredumbre. La negrura me hacía sentir enferma, la oscuridad me sofocaba, entre esas aguas negras, lo único que veía eran vagas siluetas monstruosas cerniéndose sobre mí, yendo por mí, peleándose por quién de ellos sería el indicado para partirme en mil pedazos...

Y entonces hubo luz, una luz blanca e intensa, un resplandor que encegueció a las bestias que rondaban sobre mí, arrancándoles chillidos y forzándolas a huir, porque esa luz era pura, era cálida, a su alrededor, la sangre podrida se volvía agua clara y dulce, mientras la luz revelaba una silueta como nacida de la misma luminosidad, de blancas ropas, de blanco cabello, de claros ojos amarillos que me recordaban el resplandor del sol tras las nubes, tan pálido que era casi incoloro.

Aquella inmaculada aparición me tendió la mano, fluyendo como el agua que la rodeaba, toda su ropa seguía un ritmo hipnotizante que solo podía ser celestial. Extendí los dedos, pero algo me sujetaba por la cintura, algo tiraba de mí al fondo de ese pozo profundo. Intenté ver sobre mi hombro, descubriendo una aparición huesuda, cuya piel agrietada despedía un brillo rojo entre los canaletes formados por las arrugas carbonizadas de su cuerpo. Me retorcí para soltarme, luchando contra la figura negra, retorciéndome, pero era la misma agua la cual se volvía demasiado densa para moverme con facilidad. Mi gritó sonaba ahogado, la silueta blanca luchaba por alcanzarme, luchaba por sujetarme, nadando hacia el fondo con la desesperación de un buzo que mira hundirse un tesoro.

La silueta blanca dio un impulso, a su alrededor, el agua parecía volverse mercurio, tan brillantes y plateada que me parecía celestial. Hubo un impulso más, y sus manos finalmente alcanzaron las mías. Su agarre era firme, aunque suave, cálido, pero filoso al mismo tiempo. Extendió una mano hacia el ennegrecido ser, que pareció querer gritar algo, con su boca deformada como la de una bestia que comprende que ha perdido a su presa, hundiéndose lentamente en las profundidades, lanzando un rugido lastimero que parecía querer romperte el corazón.

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