19. En el jardín de las bestias I

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Miedo...

Al comienzo, tenía miedo todo el tiempo...

Miedo de dormir, cerrar los ojos y no poder defenderme si llegaban por mí. Miedo que, aun estando alerta, vinieran por mí, y no fuera lo suficientemente fuerte para defenderme. Miedo de que, aun defendiéndome con todas mis ansias, no tuviera la capacidad de detenerlos, de ponerle un alto a esa locura...

Miedo de abrir los ojos cada mañana, y verme de nuevo, un día más, encerrado en ese infierno sin final...

Cada día, cada mañana, era una lucha constante contra ellos.

Luchar conmigo mismo para ponerme de pie, para seguir arrastrándome otras veinticuatro horas fuera de la celda, sabiendo que el único motivo de esa existencia que llevaba era ningún otro más que sufrir. Ser pateado, humillado, torturado, pesado, medido y observado mientras me llenaban el cuerpo de venenos solo para ver como reaccionaba mi presión, como me moría poco a poco solo para traerme de vuelta en el último momento, antes de que la dulce muerte me tomase por completo en sus brazos y me aplastase por siempre...

Me arrancarían ese único consuelo, trayéndome de vuelta a la realidad verde y ponzoñosa, a la constante tortura donde era su rata de laboratorio, desde el amanecer, hasta entrada la madrugada, cuando me regresaban, cansado, herido y sofocado por los efectos secundarios de sus químicos haciéndome vomitar lo poco que tenía en el estómago, lo poco que podían hacerme tragar por un tubo solo para no dejarme morir de hambre. Y luego, toda la noche, pasaría las horas negándome a dormir, a cerrar los ojos, diciéndome a mí mismo que esta vez, este día, finalmente lo lograría, este día moriría luchando o escaparía para dejar atrás todo esto.

Lo peor, era cuando, exhausto, me dormía, y solamente tenía pesadillas donde seguía siendo el sujeto de experimentos, donde se repetía una y otra vez todo lo que me habían hecho.

Me extirpaban órganos, sin ningún tipo de anestesia, disminuyendo mi presión al grado que el dolor el insoportable, y llevaban un cronometraje de cuánto tiempo tardaba en crecer de vuelta. Amarrado contra una plancha de metal, presionaban mi cuerpo contra otra pared de acero, midiendo la fuerza necesaria para reventarme por dentro, para fracturarme el cráneo o todos mis huesos. Inyectaban veneno en mi corazón, me observaban retorcerme y sangrar por todos los orificios del cuerpo hasta que consideraban que había llegado a mi límite.

Me dispararon, quemaron, mutilaron y sometieron a torturas inimaginables. A veces, solo por aburrimiento, atado de manos y pies, me encerraban en la dama de hierro, turnándose para insertar los clavos conmigo dentro, o amarrado al potro, estiraban mis extremidades hasta que se me desconyugaban todos los huesos.

Encerrado en una caja de metal, me sumergían bajo el agua, dejándome ahogarme una y otra y otra y otra vez...

A veces durante toda la noche. A veces todo el día.

Algunas veces, simplemente perdía la cuenta de las horas...

Pero lo peor, era que, dada mi condición, no perdía el conocimiento. Y mi presión, que en los inmortales nos ayuda a llegar a un mayor umbral de dolor, la reducían al grado que todos los suplicios me acuchillaban con el dolor que sentirían los mortales. Desarrollaron un químico que lograba que mi presión disminuyese hasta casi desaparecer, dejándome tan vulnerable y expuesto al dolor como un humano cualquiera, pero no permitía que cayera inconsciente, y mucho menos que la presión vital en mi cuerpo se apagara.

En otras palabras, podrían abrirme en canal y romperme cada hueso, y yo simplemente no caería inconsciente o muerto. No hasta que ellos quisieran.

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