20. En el jardín de las bestias II

4 0 0
                                    

-No me esperes...

Dijo esas palabras mientras la arrastraban fuera de la celda. Aun tenía las mejillas rojas por los golpes, la ropa desgarrada y sucia desde el día que nos atraparon, pero, aun así, manchada de sangre y barro, resplandecía como siempre lo hacía, como si las tinieblas que ansiaban devorarla realmente fueran incapaces de tocarla. Pese al miedo que estrangulaba su voz, había en ella esa inquebrantable voluntad que demostraba todo el tiempo.

-Sophie... -la llamé, pero no me escuchó. Tampoco hablé tan fuerte, no podría haber hecho algo más con los seis supresores que comprimían cualquier intento de oponer resistencia. Me dolía el pecho por el simple esfuerzo de respirar. Sin embargo, en ese momento, no era la falta de presión lo que me comprimía por dentro.

Giró, dándome la espalda, sin oponer resistencia ante sus captores. Se movió ingrávida, tan lento que podía percibir cada uno de los movimientos de su cabello, de sus manos, sus pies entumecidos por el frío, el último destello de sus ojos caleidoscópicos que se resistían a llorar porque ella siempre había sido fuerte, porque no se hubiera permitido a sí misma que la vieran caer.

Quizás porque había aceptado que no saldría con vida de esto.

Con los ojos cerrados, traté de convencerme que estaba bien todo. No le harían daño. Quizás la flagelarían, les encantaba hacer eso y era su castigo usual para cosas como estas. No, no lo era. Escapar no merecía unas cuantas docenas de latigazos. Pero no quería pensar en lo peor.

Mierda, esto era absurdo.

Yo sabía que era lo peor. Sabía que era lo que probablemente le esperaba, y aun así no quería aceptarlo.

Había visto a otros marchar a su juicio, sabiendo que no volvería a verlos jamás. Yo mismo había aceptado, mucho tiempo atrás, que la única forma de salir de aquí era en pedazos, si es que lo lograba, porque realmente no esperaba salir de aquí. Los pocos compañeros que logré hacer, a todos ellos los vi marchar a su final con los ojos fríos, casi a punto de explotar por la impotencia.

Vi morir a mis hermanos. Lo vi morir a él. La vi morir a ella. En ese entonces, si bien había aun en mi ese espíritu de lucha, de algún modo, me sentía resignado a la muerte. Creo que, desde ese entonces, algo en mí murió con ellos.

Yo había perdido más de lo que nadie podría soportar, y creí que las perdidas jamás me afectarían de nuevo, pero si era así, ¿entonces por qué me sentía tan miserable al pensar que iban a matarla?

¿Por qué sentía que a ella simplemente no podría dejarla ir?

El repiqueteo de las cadenas me recordaba que no servía de nada que agitase los brazos. No habría forma de que hubiera podido caminar, pero en ese momento ni siquiera lo pensé.

Pero no podía dejar de pensar en su juicio...

No podía dejar de pensar en ella, rodeada de Inquisidores, mientras dictaban su sentencia.

De repente, la puerta volvió a abrirse, esta vez, del lado de mi celda. Miré, girando completamente el rostro, ya que la persona había entrado del lado cubierto de mi rostro.

La castaña mujer, una Inquisidora alta y delgada, revestida en su maldito traje negro de asesina, sostenía un manojo de tarjetas que usaban como llaves para abrir las puertas y las esposas. Detrás de ella, seis de sus guardias, vestidos de la misma forma, cargaban esposas, cadenas y ese condenado bozal que colocaban en mi boca como si fuera un animal.

-Giselle –dije, reconociendo su rostro alargado y su cabello corto y ondulado. Giselle tenía la apareciencia de una mujer recién salida del manicomio; los ojos muy grandes, que se veía más grandes por sus pestañas erizadas, la nariz pequeña y puntiaguda, la boca amplia, siempre pintada de rojo. Podría haberla considerado linda, de no tener siempre esa expresión de haber inhalado mercurio en polvo. Y de no ser una maldita psicópata.

Donde sueñan los relojesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora