Domingo 24 de julio 12:36 a.m.

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Para: minah@gmail.com
Asunto: El último día 

Hoy me pasó la cosa más extraña de mi vida. Un suceso escalofriante que, cuando te lo cuente, no lo vas a creer.

En la mañana expuso la delegación rusa. Como se trataba del último trabajo a presentar, el moderador no fue tan estricto con la cuestión del tiempo. Fue una exposición larga pero para nada tediosa. Los presentes se levantaron y aplaudieron hasta el cansancio. Los rusos saludaban con las manos y cuando bajaron del estrado aún resonaban los aplausos en el recinto.

Después, nos obsequiaron un CD con cada una de las exposiciones, veinte en total. Abrí la caja y examiné el disco, azulado. Tenía en letras blancas V Evento Internacional de Software.

El programa de actividades fue tan ajustado que llegué a pensar que me iría sin conocer Santiago. Aún faltaban las conclusiones del Evento, planificadas para esta misma noche, seguidas por una mesa sueca y un brindis de despedida. Tenía siete horas libres y pensé en aprovecharlas al máximo.

Después de almuerzo decidí dar un paseo por la ciudad. Me tropecé con Lis en el lobby. Ella sí había estado en otras ocasiones en Santiago de Cuba, así que la usé como guía.

Visitamos el Museo Bacardí, el Balcón de Velásquez y la Maqueta de la Ciudad. Fuimos hasta la Catedral, entramos en la Casa-Museo de Diego Velásquez y terminamos parados, casi sin aliento, frente a la escalinata de Padre Pico. Lis dijo estar tan cansada que prefirió darle la vuelta a la manzana, mientras yo, con toda la lentitud del mundo, tuve el placer de ascender uno a uno los históricos escalones. A pie llegamos hasta el antiguo cuartel Moncada y, unas cuadras más allá, en la calle Garzón, entramos en uno de los cinco dieciocho plantas que coronan la ciudad. En el último piso vive una familia que Lis conoce de toda la vida. Desde el balcón del apartamento hice un recorrido panorámico de la urbe; el puerto y las montañas al fondo encandilan la vista con su majestuosidad.

A las cinco de la tarde entramos a un bar que queda cerca del hotel. Pedimos cerveza y hablamos cosas de trabajo. En ese ambiente pasamos cerca de hora y media. Por fin, decidimos regresar al hotel. Antes de marcharnos, fui al baño. Y fue ahí, hermanita, donde me pasó lo que quiero contarte.

Oriné, creo, las dos primeras cervezas. Estaba concentrado en acertar el chorro cuando las luces del techo parpadearon, provocando un zumbido eléctrico que me paralizó. Fue sólo un instante, suficiente para creer que con aquel bajón de voltaje la luz se iría y que me quedaría hundido en la oscuridad. Pero nada pasó. Abroché el pantalón y al voltearme, casi me tropiezo con el rumano.

Su rostro estaba a apenas diez centímetros de distancia del mío. Pude sentir su aliento y, en menos de un suspiro, me quedé congelado, enterrado en la negritud de sus pupilas. No recuerdo haber tenido ningún pensamiento coherente en ese momento, salvo que aquella criatura tenía un enorme parecido con una rata. Una rata pálida, descarnada y famélica. Tuve la impresión de estar teniendo una pesadilla. Lo más escalofriante era la certeza de saber que estaba despierto, que aquel demente me miraba como si quisiese adivinar mis pensamientos.

Déjame entrar, dijo en rumano, pero te juro, lo juro por Dios y por la memoria de nuestros padres, que lo entendí perfectamente bien.

¿Qué?, atiné a decir del modo más estúpido que puedas imaginar.

Déjame entrar, repitió él, no sé ahora si en rumano o en español.
Entra, le dije pero sin decirlo, porque en verdad no era yo quien hablaba, y sí una fuerza desconocida dentro de mí, puedes entrar.

Entonces pasó lo inverosímil. Las luces volvieron a parpadear, como si se tratara de un cortocircuito, y me entretuve un segundo. Lo juro, un segundo, suficiente para que descubriese que ya el rumano no estaba ahí. (O acaso nunca había estado). Lo cierto es que fuese real o alucinado, desapareció, se esfumó, se volatilizó en un pestañazo.

Esto fue para mí el colmo. Le conté a Lis y se mostró escéptica. No quise insistir.  Lo dejé así con la esperanza de que durante el brindis o la mesa sueca el tipo estuviese ahí, para poder enseñárselo a Lis.

Regresamos al hotel, pero el rumano nunca apareció, ni al brindis ni a la mesa sueca. Desesperado, lo busqué en todos los pisos, en el patio, habitación por habitación, y la mayoría de las personas me miraban como si estuviese loco, se encogían de hombros y negaban con la cabeza. Cuando pregunté por él en la recepción, me informaron que la delegación rumana tenía pasajes para un vuelo esa misma noche y ya habían partido rumbo al aeropuerto.

Es indescriptible el sentimiento de frustración que sentí, hermanita. A pesar de mi insistencia, nadie recuerda haber visto a un hombre con la descripción que les di. No es posible que hayan olvidado a una persona con la que hemos convivido tres días seguidos. Llegué a creer que mi mente había estado jugando conmigo.
¿Será?

Dejé a Lis bebiendo y haciendo cuentos con unos mexicanos. Subí a la habitación. Encontré la puerta entreabierta. Pensé que alguien habría entrado para robarnos, pero no faltaba nada, ni de las cosas mías ni de las de Lis. Recogí, pues, mi ropa. Iba a cerrar el maletín cuando recordé que no había guardado el CD que me obsequiaron. Lo tenía en la mesita de noche. Abrí la caja, pero el disco no estaba. Había sido sustituido por otro y, en su etiqueta, completamente blanca, alguien se tomó la molestia de escribir con un marcador negro: Instálame. Pensé que en algún momento confundí mi disco con uno de Lis, pero cuando ésta subió y le pregunté, me dijo que no, que nunca antes había visto el CD que yo tenía en las manos. Recordé entonces la puerta entreabierta. ¿Alguien había entrado para dejarme aquel CD?

Esto es todo por hoy, hermanita. Espero no haberte aburrido con lo que de seguro llamarás mi paranoia. Ya puse el reloj para las tres y media de la mañana, pues el ómnibus sale para La Habana a las cinco. Te escribiré cuando llegue.

Un beso enorme,
J.

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