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LA NOCHE DEL VIERNES


En mi opinión, lo más extraordinario de todo lo extraño y maravilloso que ocurrió aquel viernes fue el encadenamiento de los hábitos comunes de nuestro orden social con los primeros comienzos de la serie de acontecimientos que habrían de echar por tierra aquel orden.

Si el viernes por la noche se hubiera tomado un par de compases y trazado un círculo con un radio de cinco millas alrededor de los arenales de Woking, dudo que se hubiera encontrado fuera de ese círculo ningún ser humano —a menos que fuera algún pariente de Stent o de los tres o cuatro ciclistas y londinenses que yacían muertos en el campo comunal— cuyas emociones o costumbres fueran afectadas en lo mínimo por los visitantes del espacio.

Muchas personas habían oído hablar del cilindro y lo comentaban en sus momentos de ocio; pero es seguro que el extraño objeto no produjo la sensación que habría causado un ultimátum dado a Alemania.

El telegrama que mandó Henderson a Londres describiendo la abertura del proyectil fue considerado como una invención, y después de telegrafiar pidiendo que lo ratificara sin obtener respuesta, su diario decidió no imprimir una edición especial.

Dentro del círculo de cinco millas la mayoría de la gente no hizo nada. Yo he descrito la conducta de los hombres y mujeres con quienes hablé. En todo el distrito la gente cenaba tranquilamente; los trabajadores atendían sus jardines después de la labor del día; los niños eran llevados a la cama; los jóvenes paseaban por los senderos haciéndose el amor; los estudiantes leían sus textos.

Quizá hubiera ciertos murmullos en las calles de la villa y un tópico dominante en las tabernas. Aquí y allá aparecía un mensajero o algún testigo ocular, causando gran entusiasmo y muchos corros. Pero en su mayor parte continuó como siempre la rutina de trabajar, comer, beber y dormir... Parecía que el planeta Marte no existiera en el universo. Aun en la estación de Woking y en Horsell y Chobham ocurría esto.

En el empalme Woking, hasta horas muy avanzadas, los trenes paraban y seguían viaje; los pasajeros descendían y subían a los vagones y todo marchaba como de costumbre. Un muchacho de la ciudad vendía diarios con las noticias de la tarde. El ruido seco de los parachoques al chocar y el agudo silbato de las locomotoras se mezclaban con sus gritos de «Hombres de Marte».

Hombres muy nerviosos entraron a las nueve en la estación con noticias increíbles y no causaron más turbación que la que podrían haber provocado algunos ebrios. La gente que viajaba hacia Londres asomábase a las ventanillas y sólo veían algunas chispas que danzaban en el aire en dirección a Horsell, un resplandor rojizo y una nube de humo en lo alto, y pensaban que no ocurría nada más serio que un incendio entre los brezos. Sólo alrededor del campo comunal se notaba algo fuera de lugar. Había media docena de aldeas que ardían en los límites de Woking. Veíanse luces en todas las casas que daban al campo y la gente estuvo despierta hasta el amanecer.

Una multitud de curiosos se hallaba en los puentes de Chobham y de Horsell. Más tarde se supo que dos o tres arrojados individuos partieron en la oscuridad y se acercaron, arrastrándose, hasta el pozo; pero no volvieron más, pues de cuando en cuando un rayo de luz como el de un faro recorría el campo comunal, y tras de él seguía el rayo calórico. Salvo estos dos o tres infortunados, el campo estaba silencioso y desierto, y los cadáveres quemados estuvieron tendidos allí toda la noche y todo el día siguiente. Muchos oyeron el resonar de martillos procedentes del pozo.

Así estaban las cosas el viernes por la noche. En el centro, y clavado en nuestro viejo planeta como un dardo envenenado, se hallaba el cilindro. Mas el veneno no había comenzado a surtir efecto todavía. A su alrededor había una extensión de terreno que ardía en partes y en el que se veían algunos objetos oscuros que yacían en diversas posiciones. Aquí y allá había un seto o un árbol en llamas. Más allá se extendía una línea ocupada por personas dominadas por el terror, y al otro lado de esa línea no se había extendido aún el pánico. En el resto del mundo continuaba fluyendo la vida como lo hiciera durante años sin cuento. La fiebre de la guerra, que poco después habría de endurecer venas y arterias, matar nervios y destruir cerebros, no se había desarrollado aún.

Durante toda la noche estuvieron los marcianos martillando y moviéndose, infatigables en su trabajo, con máquinas que preparaban. A veces levantábase hacia el cielo estrellado una nubécula de humo verdoso.

Alrededor de las once pasó por Horsell una compañía de soldados, que se desplegó por los bordes del campo comunal para formar un cordón. Algo más tarde pasó otra compañía por Chobham para ocupar el límite norte del campo. Más temprano habían llegado allí varios oficiales del cuartel de Inkerman y se lamentaba la desaparición del mayor Edén. El coronel del regimiento llegó hasta el puente de Chobham y estuvo interrogando a la multitud hasta la medianoche. Las autoridades militares comprendían la seriedad de la situación. Según anunciaron los diarios de la mañana siguiente, a eso de las once de la noche partieron de Aldershot un escuadrón de húsares, dos ametralladoras Maxim y unos cuatrocientos hombres del Regimiento de Cardigan.

Pocos segundos después de medianoche, el gentío que se hallaba en el camino de Chertsey vio caer otra estrella, que fue a dar entre los pinos del bosquecillo que hay hacia el noroeste. Cayó con una luz verdosa y produjo un destello similar al de los relámpagos de verano. Era el segundo cilindro.

La guerra de los mundosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora