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DESPUÉS DE QUINCE DÍAS


Durante un tiempo me quedé parado sobre la pila de escombros sin pensar en el peligro. Dentro de la cueva de la que acababa de salir sólo había pensado en nuestra seguridad inmediata. No me hice cargo de lo que sucedía en el mundo, no imaginé el sorprendente espectáculo que me esperaba a la salida. Había esperado ver a Sheen en ruinas... y ahora tenía ante mí el paisaje fantástico de otro planeta.

En ese momento experimenté una emoción que está más allá del alcance de los hombres, pero que las pobres bestias a las que dominamos conocen muy bien. Me sentí como podría sentirse el conejo al volver a su cueva y verse de pronto ante una docena de peones que cavan allí los cimientos para una casa. Tuve el primer atisbo de algo que poco después se tornó bien claro a mi mente, que me oprimió durante muchos días: me sentí destronado, comprendí que no era ya uno de los amos, sino un animal más entre los animales sojuzgados por los marcianos. Nosotros tendríamos que hacer lo mismo que aquéllos: vivir en constante peligro, vigilar, correr y ocultarnos; el imperio del hombre acababa de fenecer.

Pero esta idea extraña se borró de mi mente tan pronto se hubo presentado y no pensé ya en otra cosa que no fuera satisfacer mi hambre de tantos días. A cierta distancia, al otro lado de una pared cubierta de rojo, vi un trozo de terreno al descubierto. Esto me dio una idea y avancé por entre la hierba roja, que en partes me llegaba hasta el cuello. La densidad de las extrañas plantas me brindaba un escondite seguro. La pared tenía un metro ochenta de alto, y cuando la intenté trepar descubrí que mis fuerzas no me lo permitían. Por eso avancé un trecho por su lado, llegué a una esquina y vi allí un montón de escombros, que me permitió subir a ella y bajar a la huerta del otro lado. Allí encontré algunas cebollas, un par de bulbos de gladiolos y una cantidad de zanahorias no del todo maduras. Me apoderé de todo ello y, salvando de nuevo la pared en ruinas, seguí camino por entre los árboles escarlatas en dirección a Kew. Aquello era como marchar por una avenida flanqueada por gigantescas gotas de sangre.

Mi idea principal era obtener más alimentos y alejarme de los alrededores del pozo todo lo que me permitieran mis piernas.

A cierta distancia, en un lugar cubierto de hierba, había un grupo de hongos, que devoré, y después llegué a un lago de poca profundidad sobre lo que antes fuera un campo sembrado. Estos escasos alimentos sólo sirvieron para avivar mi hambre. Al principio me sorprendió ver allí agua a esa altura del año, pero después descubrí que esto se debía a la exuberancia tropical de la hierba roja. Al encontrar agua, esta extraordinaria vegetación se tornaba gigantesca y adquiría una fecundidad notable. Sus semillas llegaron hasta el Wey y el Támesis, y la titánica planta, que crecía con tanta rapidez, ahogó de inmediato a ambos ríos.

En Putney, como lo comprobé después, el puente estaba cubierto por completo por esa hierba, y también en Richmond se vertían las aguas del Támesis en un amplio lago, que cubría las campiñas de Hampton y Twickenham. Al extenderse las aguas, la hierba las seguía, hasta que las villas en ruinas del valle del Támesis estuvieron por un tiempo perdidas en medio de un pantano rojo —cuyas márgenes exploré—, y gran parte de la desolación causada por los marcianos quedó así oculta.

Al fin, sucumbió la hierba roja con tanta rapidez como se extendió. Fue presa de una enfermedad debida a la acción de ciertas bacterias. Ahora bien, por obra de la selección natural, todas las plantas terrestres han adquirido una resistencia especial contra las enfermedades de ese tipo; jamás mueren sin defenderse. Pero la hierba roja se pudrió como algo ya muerto. Perdió el color y fue encogiéndose y tornándose quebradiza. Se rompía al tocarla, y las aguas, que estimularon su crecimiento, se llevaron sus últimos vestigios hacia el mar...

Naturalmente, lo primero que hice al llegar al agua fue satisfacer mi sed. Bebí mucho, y movido por un impulso, me llevé a la boca un puñado de la hierba; pero era muy acuosa y de un desagradable sabor metálico.

Descubrí que el lago tenía poca profundidad y que me era posible caminar por allí, aunque la hierba roja dificultaba bastante el paso; pero como el pantano se tornaba más profundo a medida que me acercaba al río, me volví hacia Mortlake.

Logré seguir el camino fijándome en las ruinas de las villas y en las cercas y columnas de alumbrado, consiguiendo salir, al fin, de ese lugar, subir por una cuesta que iba hacia Rochampton e ir a parar al campo comunal de Putney.

Allí cambiaba la escena. Lo extraño y poco familiar convertíase en la ruina de lo conocido. En algunos lugares parecía haber pasado un ciclón, y al avanzar un centenar de metros encontré espacios en perfectas condiciones; casas con sus persianas y puertas cerradas, como si sus dueños se hubieran ido por un día o estuvieran durmiendo en el interior. La hierba roja era menos abundante; los árboles del camino estaban libres de la enredadera marciana. Busqué alimentos entre los árboles, pero no hallé nada. Entré en un par de casas silenciosas, sólo para descubrir que ya habían estado antes otros saqueadores.

Como estaba demasiado agotado para continuar andando, descansé el resto del día entre los setos.

Durante todo este tiempo no vi seres humanos ni descubrí rastros de los marcianos. Encontré un par de perros hambrientos, pero los dos se alejaron apresuradamente cuando intenté atraerlos. Cerca de Rochampton había visto dos esqueletos humanos, y en el bosquecillo junto al que me hallaba descubrí los huesos aplastados de varios gatos y conejos, como así también el de una oveja. Aunque quise roer estos huesos, no pude saciar mi hambre.

Después de la caída del sol seguí andando por el camino en dirección a Putney, donde creo que por alguna razón usaron los marcianos su rayo calórico. En un jardín del otro lado de la población obtuve una cantidad de patatas apenas maduras, que engullí con gran gusto. Desde esa huerta se podía ver Putney y el río. Reinaba allí la desolación: árboles ennegrecidos, ruinas abandonadas, y al pie de la colina veíase el río teñido de rojo. Y, sobre todo, se cernía el silencio como un pesado manto. Al pensar en la rapidez con que se había operado un cambio tan aterrador, me sentí lleno de desesperación.

Por un tiempo creí que la humanidad había dejado de existir y que era yo el único hombre que quedaba con vida. Cerca de la cima de Putney Hill encontré otro esqueleto humano, con los brazos arrancados. Al seguir avanzando me convencí cada vez más de que ya se había cumplido la exterminación de la raza humana. Pensé que los marcianos habrían seguido su marcha para ir a otra parte en busca de alimento. Tal vez en ese momento estaban destruyendo París o Berlín o quizá se habían ido hacia el norte...

La guerra de los mundosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora