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COMIENZA LA LUCHA


El sábado ha quedado grabado en mi memoria como un día de incertidumbre. Fue también una jornada calurosa y pesada y el termómetro fluctuó constantemente.

Yo había dormido poco, aunque mi esposa logró descansar bien. Por la mañana me levanté muy temprano. Salí al jardín antes de desayunar y me quedé escuchando, pero del lado del campo comunal no se oía nada más que el canto de una alondra.

El lechero llegó como de costumbre. Oí el estrépito de su carro y fui hacia la puerta lateral para pedirle las últimas noticias. Me informó que durante la noche los marcianos habían sido rodeados por las tropas y que se esperaban cañones.

En ese momento oí algo que me tranquilizó. Era el tren que iba hacia Woking.

—No los van a matar si pueden evitarlo —dijo el lechero.

Vi a mi vecino que estaba trabajando en su jardín y charlé con él durante un rato. Después fui a desayunar. Aquella mañana no ocurrió nada excepcional. Mi vecino opinaba que las tropas podrían capturar o destruir a los marcianos durante el transcurso del día.

—Es una pena que no quieran tratos con nosotros —observó—. Sería interesante saber cómo viven en otro planeta. Quizá aprenderíamos algunas cosas.

Acercóse a la cerca y me dio un puñado de fresas. Al mismo tiempo me contó que se había incendiado el bosque de pinos próximo al campo de golf de Byfleet.

—Dicen que ha caído allí otro de los condenados proyectiles. Es el número dos. Pero con uno basta y sobra. Esto le costará mucho dinero a las compañías de seguros.

Rio jovialmente al decir esto y agregó que el bosque estaba todavía en llamas.

—El terreno estará muy caliente durante varios días debido a las agujas de pino —agregó. Se puso serio, y luego dijo—: ¡Pobre Ogilvy!

Después del desayuno decidí ir hasta el campo comunal. Bajo el puente ferroviario encontré a un grupo de soldados del Cuerpo de Zapadores, que lucían gorros pequeños, sucias chaquetillas rojas, camisas azules, pantalones oscuros y botas de media caña.

Me dijeron que no se permitía pasar al otro lado del canal, y al mirar hacia el puente vi a uno de los soldados del Regimiento de Cardigan que montaba allí la guardia. Durante un rato estuve conversando con estos hombres y les conté que la noche anterior había visto a los marcianos. Ellos tenían ideas muy vagas acerca de los visitantes, de modo que me interrogaron con vivo interés. Dijeron que ignoraban quién había autorizado la movilización de las tropas; opinaban que se había producido una disputa al respecto en los Guardias Montados. El zapador ordinario es mucho más culto que el soldado común y comentaron las posibilidades de la lucha en perspectiva con bastante justeza. Les describí el rayo calórico y comenzaron a discutir entre ellos.

—Lo mejor sería arrastrarnos hasta encontrar refugio y tirotearlos —expresó uno.

—¡Bah! —dijo otro—. ¿Cómo se puede encontrar refugio contra ese calor? ¡Si te cocinan! Lo que hay que hacer es llegar lo más cerca posible y cavar una trinchera.

—¡Tú y tus trincheras! Siempre las quieres. Ni que fueras un conejo.

—¿Es verdad que no tienen cuello? —dijo de pronto un tercero.

Repetí la descripción que hiciera un momento antes.

—Octopus —dijo él—. Así que esta vez tendremos que pelear con peces.

—No es un crimen matar bestias así —manifestó el que hablara primero.

—¿Por qué no los cañonean de una vez y terminan con ellos? —preguntó otro—. No se sabe lo que son capaces de hacer.

La guerra de los mundosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora