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MI ENCUENTRO CON EL CURA


Después de esta súbita lección sobre el poder de las armas terrestres, los marcianos se retiraron a su posición original del campo comunal de Horsell, y en su apresuramiento, y cargados como iban con los restos de su compañero, dejaron de ver a muchos hombres que se encontraban en la misma situación que yo.

Si hubieran dejado al gigante destruido y continuado su marcha hacia adelante, no habrían encontrado entonces nada que les impidiera llegar hasta Londres y es seguro que hubiesen llegado a la capital mucho antes que se enteraran de su proximidad. Su ataque habría sido tan súbito y destructivo como lo fue el terremoto que asoló Lisboa hace ya un siglo.

Mas no tenían prisa. Un cilindro seguía a otro en su viaje interplanetario; cada veinticuatro horas recibían refuerzos. Y mientras tanto, las autoridades militares y navales, conocedoras ya del terrible poder de sus enemigos, trabajaban con furiosa energía. Cada minuto se instalaba un nuevo cañón, hasta que antes del anochecer había uno detrás de cada seto, de cada fila de casas, de cada loma entre Kingston y Richmond. Y en toda la extensión de la desolada área de veinte millas cuadradas que rodeaba el campamento marciano de Horsell se arrastraban los exploradores con los heliógrafos, que habrían de advertir a los artilleros la llegada del enemigo.

Pero los marcianos comprendían ahora que teníamos un arma potente y que era peligroso acercarse a los humanos, y ni un solo hombre se aventuró a menos de una milla de los cilindros sin pagar su osadía con la vida.

Parece que los gigantes pasaron la primera parte de la tarde yendo y viniendo de un lado a otro para trasladar toda la carga del segundo y el tercer cilindro —que estaban en Addlestone y en Pyrford— a su pozo original de Horsell. Allí, sobre los brezos ennegrecidos y los edificios en ruinas, se hallaba un centinela de guardia, mientras que los demás abandonaron sus enormes máquinas guerreras para descender al pozo. Allí estuvieron trabajando hasta muy entrada la noche, y la densa columna de humo verde que se levantaba del lugar pudo ser vista desde las colinas de Merrow y aun desde Banstead y Epson Downs.

Y mientras los marcianos, a mi espalda, se preparaban así para su próximo ataque, y frente a mí se aprestaba la humanidad para la defensa, fui avanzando con gran trabajo en dirección a Londres.

Vi un botecillo abandonado que iba sin rumbo corriente abajo. Me quité casi todas mis ropas, alcancé la embarcación y logré alejarme de esa manera. No tenía remos, pero logré hacer avanzar el bote con las manos, poniendo rumbo a Halliford y Walton. Este trabajo me resultaba muy tedioso y constantemente miraba hacia atrás. Seguí río abajo porque consideré que el agua me brindaría la única oportunidad de salvarme si volvían los gigantes.

El agua caliente corrió conmigo río abajo, de modo que por espacio de una milla apenas si pude ver la costa. A pesar de todo, una vez alcancé a divisar una fila de figuras negras que cruzaban corriendo la campiña desde Weybridge.

Al parecer, Halliford estaba desierto y varias de las casas que daban al río eran presa de las llamas. Poco más adelante, los cañaverales de la costa humeaban y ardían y una línea de fuego avanzaba por un campo de heno.

Durante largo tiempo me dejé llevar por la corriente, pues no me fue posible hacer esfuerzo alguno a causa del agotamiento que me dominaba. Luego me embargó de nuevo el temor y renové la tarea de impulsar el bote con las manos. El sol me quemaba la espalda desnuda. Al fin, cuando avisté el puente de Walton al otro lado de la curva, quedé completamente exhausto y desembarqué en la orilla de Middlesex, tendiéndome entre las altas hierbas. Creo que serían las cuatro o las cinco de la tarde. Me levanté al fin, y caminé por espacio de media milla sin encontrar a nadie, y me tendí de nuevo a la sombra de un seto.

La guerra de los mundosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora