LA CIUDAD MUERTA
Después que me hube separado del artillero, descendí la colina y tomé por la calle High cruzando el puente hasta Fulham. La hierba roja crecía profusamente en aquel entonces y cubría casi todo el puente, pero sus hojas presentábanse ya descoloridas en muchas partes, víctimas, sin duda, de la enfermedad que poco después las habría exterminado.
En la esquina del camino que dobla hacia la estación de Putney Bridge encontré a un hombre tendido en el suelo. Le cubría por completo el polvo negro y estaba vivo, pero se encontraba completamente borracho. No pude sacarle más que maldiciones, y cuando me aproximé quiso atacarme. Creo que me habría quedado con él de no haber sido por el aspecto brutal de sus facciones.
Había polvo negro en todo el camino desde el puente en adelante, y en Fulham abundaba aún más. En las calles reinaba un silencio impresionante. Conseguí algo de comer en una panadería del barrio. Ya en dirección a Walham Green, las calles estaban libres del polvo, y pasé frente a un grupo de casas que ardían; el ruido del incendio me resultó agradable en medio de tanto silencio. Al seguir hacia Brompton volvió a deprimirme la quietud reinante.
Allí encontré, una vez más, el polvo negro en las calles y sobre los cadáveres, de los cuales vi una docena en toda la extensión del Fulham Road. Hacía días que estaban muertos, razón por la cual me apresuré a alejarme. El polvo negro los cubría a todos, suavizando sus contornos. Los perros habían atacado a varios.
Donde no se veía polvo negro la ciudad presentaba el aspecto normal de los domingos, con sus tiendas cerradas, las casas desocupadas y el silencio general. En algunos sitios habían andado los saqueadores, pero sólo en los comercios de comestibles y licores. Vi el cristal destrozado del escaparate de una joyería, pero alguien debía haber interrumpido al ladrón, pues había numerosas cadenas de oro y algunos relojes diseminados por la acera. No me molesté en tocarlos. Más adelante encontré una mujer hecha un ovillo en un portal; la mano que apoyaba sobre una rodilla tenía una herida, que había sangrado sobre su vestido, y junto a ella vi los restos de una botella de champaña. Parecía dormida, pero estaba muerta.
Cuanto más me adentraba en Londres, tanto más profundo se hacía el silencio. Pero no era tanto el silencio de la muerte, sino más bien el del suspenso y la expectativa. En cualquier momento podía llegar allí la mano destructora que hiciera su obra nefasta en los límites de la metrópoli, aniquilando Ealing y Kilburn.
En South Kensington no había cadáveres ni polvo negro. Fue allí donde oí por primera vez los aullidos. Eran éstos como un largo sollozo compuesto de dos notas que se repetían alternativamente. «Ula, ula, ula», era el sonido escalofriante que llegó a mis oídos. Cuando pasaba por las calles que corrían de norte a sur se acrecentaba su volumen, perdiéndose luego por entre las casas. Se tornó extraordinariamente voluminoso en el Exhibition Road. Allí me detuve, mirando hacia Kensington Gardens, asombrado ante el extraño gemido, que parecía llegar desde muy lejos. Era como si el tremendo desierto de edificios hubiera hallado una voz que expresara su terror y soledad.
«Ula, ula, ula», se repetía la nota sobrehumana en grandes ondas sonoras que barrían la ancha calle.
Me volví hacia el norte, mirando los portales de hierro de Hyde Park. Estuve tentado de entrar en el Museo de Historia Natural y subir a las torres, a fin de ver el otro lado del parque. Pero decidí seguir por las calles, donde era posible ocultarse con más rapidez en caso de peligro, y por ello continué avanzando por el Exhibition Road.
Todas las mansiones de ambos lados de la avenida estaban desiertas y silenciosas y mis pasos despertaban los ecos dormidos de la arteria. En el otro extremo, cerca de la entrada del parque, vi un extraño espectáculo: un ómnibus volcado y el esqueleto completamente limpio de un caballo. Durante un tiempo me quedé mirando esto con gran asombro y después continué hacia el puente que salva el Serpentine. La voz se tornó más sonora, aunque no veía yo nada sobre los techos de las casas del lado norte del parque.
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La guerra de los mundos
Science FictionLas fábulas ideadas por H.G. Wells (1866-1946), uno de los padres, acaso el más notable, de la ciencia ficción, han demostrado a lo largo del tiempo mantener un vigor y tocar unos resortes del inconsciente humano que a menudo las han elevado a icono...