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LOS DÍAS DE ENCIERRO


La llegada de la segunda máquina guerrera nos alejó de nuestro mirador obligándonos a ocultarnos en el lavadero, pues temíamos que desde su elevación el marciano pudiera vernos por encima de nuestra barrera. Más adelante comenzamos a no temer tanto el peligro de que nos vieran, ya que ellos se hallaban a plena luz del sol, y por fuerza nuestro refugio debería parecerles completamente oscuro. Pero al principio, la menor sugestión de proximidad de su parte nos hacía correr al lavadero con el corazón en la boca.

Sin embargo, a pesar del riesgo terrible que corríamos, la atracción de la ranura era irresistible para ambos. Y ahora recuerdo con no poca admiración que a pesar del peligro infinito en que nos hallábamos entre la muerte por hambre y la muerte más terrible en manos del enemigo luchábamos, no obstante, por el horrible privilegio de espiar a los marcianos. Corríamos por la cocina con paso grotesco, en el que se notaba el apuro y el sigilo, y nos golpeábamos con los puños y los pies a escasos centímetros de la ranura.

El caso es que éramos incompatibles, tanto en carácter como en manera de pensar y obrar, y nuestro peligro y aislamiento sólo servían para acentuar aquella incompatibilidad. En Halliford ya había notado su costumbre de lanzar exclamaciones y su estúpida rigidez mental. Sus interminables monólogos, proferidos entre dientes, impedían todos los esfuerzos que hacía yo por hallar un plan de acción y, a veces, me llevaba hasta el borde de la locura. En lo concerniente a la falta de control, se parecía a una mujer tonta. Solía llorar horas enteras y creo que hasta el fin pensó ese niño mimado de la vida que sus débiles lágrimas tenían cierta eficacia. Y yo me quedaba sentado en la oscuridad, incapaz de no pensar en él, debido a lo importuno que era. Comía más que yo y en vano fue que le señalara que nuestra única posibilidad de salvación residía en permanecer en la casa hasta que los marcianos hubieran terminado en el pozo, que durante esa larga espera llegaría el momento en que nos harían falta los alimentos. Comía y bebía impulsivamente, atiborrándose a cada minuto. Dormía muy poco.

A medida que pasaban los días, su completa falta de cuidado y de consideraciones para conmigo acrecentó tanto nuestro malestar y peligro que, a pesar de no agradarme el método, tuve que apelar a las amenazas y, al fin, a los golpes. Esto le hizo recobrar la cordura por un tiempo. Pero era una de esas personas débiles y llenas de astucia furtiva, que no hacen frente ni a Dios ni al hombre y ni siquiera a sí mismos, carentes de orgullo, timoratas y con almas anémicas y odiosas.

Me resulta desagradable recordar y escribir estas cosas; pero las menciono a fin de que no falte nada a mi relato. Los que han escapado a los momentos malos de la vida no vacilarán en condenar mi brutalidad y mi estallido de cólera de nuestra tragedia final, pues conocen tan bien como yo la diferencia entre el bien y el mal, mas no saben hasta qué límites puede llegar una persona torturada. Pero aquellos que han sufrido y han llegado hasta las cosas elementales serán más comprensivos conmigo.

Y mientras que adentro librábamos nuestras luchas en silencio, nos arrebatábamos la comida y la bebida y cambiábamos golpes, en el exterior se sucedía la maravilla extraordinaria, la rutina desconocida para nosotros de los marcianos del pozo. Pero volvamos a aquellas primeras impresiones mías.

Después de largo rato volví a la ranura para descubrir que los recién llegados habían recibido el refuerzo de los ocupantes de tres máquinas guerreras. Estos últimos habían llevado consigo nuevos aparatos, que se hallaban alineados en orden alrededor del cilindro. La segunda máquina de trabajo estaba ya completa y se ocupaba en servir a uno de los nuevos aparatos. Era éste un cuerpo parecido a un recipiente de leche en sus formas generales, y sobre el mismo oscilaba un receptáculo en forma de pera, del cual fluía una corriente de polvo blanco que iba a caer a un hoyo circular de más abajo.

La guerra de los mundosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora