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EL HOMBRE DE PUTNEY HILL


Aquella noche la pasé en la hostería que se halla en lo alto de Putney Hill y por primera vez desde mi huida a Leatherhead dormí en una cama. No relataré el trabajo inútil que me costó forzar la entrada en la hostería —después descubrí que la puerta principal estaba sin llave— ni cómo registré todas las habitaciones en busca de alimento hasta que, ya a punto de renunciar, encontré, al fin, un pan roído por las ratas y dos latas de ananás en conserva. La casa ya había sido saqueada. Después descubrí en el bar algunos bizcochos y sandwiches, que habían pasado por alto los que estuvieron allí antes que yo. Los sandwiches no pude comerlos, pero los bizcochos estaban buenos e hice una abundante provisión de ellos.

No encendí lámparas por temor de que algún marciano se aproximara a aquella parte de Londres durante la noche. Antes de acostarme sufrí un intervalo de inquietud y anduve de ventana en ventana espiando hacia el exterior por si veía a los monstruos. Dormí poco. Mientras me hallaba en la cama pude pensar como no lo hiciera desde mi última riña con el cura. Desde entonces hasta ese momento mi condición mental había sido una rápida sucesión de vagos estados emocionales o una especie de estúpida negación de la inteligencia. Pero aquella noche, fortificado ya por los alimentos ingeridos, pude reflexionar con claridad.

Tres detalles se esforzaban por lograr el predominio absoluto en mi cerebro: la muerte del cura, el paradero de los marcianos y el posible destino corrido por mi esposa. Lo primero no me causaba horror ni remordimiento; lo consideraba simplemente como algo terminado y como un recuerdo desagradable, pero nada más. Me veía entonces como me veo ahora, llevado paso a paso hacia aquel acto de violencia, víctima de una sucesión de accidentes que me condujo a la tragedia final. No sentía remordimientos; sin embargo, me molestaba el recuerdo. En el silencio de la noche, presa de esa sensación de la proximidad de Dios que solemos experimentar mientras reinan el silencio y la oscuridad, me formé el único juicio por aquel momento de ira y temor.

Revisé mentalmente cada aspecto de nuestras relaciones desde el momento en que le hallé junto a mí, sin prestar atención a mi sed y señalando hacia el humo y las llamas que se alzaban de las ruinas de Weybridge. En ningún momento nos comprendimos. De haber previsto lo que iba a ocurrir le hubiera dejado en Halliford. Mas no preví nada, y el crimen es prever y obrar. Dejo constancia de esto tal como fue. No hubo testigos: bien podría haber ocultado estas cosas. Pero lo incluyo en mi relato, como he incluido todo, y que el lector se forme el juicio que le dicte su criterio.

Y cuando hube dejado de lado el recuerdo de su cuerpo inerte hice frente al problema de los marcianos y al posible destino de mi esposa. Con respecto a lo primero no tenía informe alguno; podía imaginar mil cosas, lo mismo que con lo segundo. Y de pronto, la noche me pareció terrible. Me senté en el lecho, con la vista clavada en la oscuridad. Pedí al cielo que el rayo calórico la hubiera matado súbitamente y sin causarle sufrimientos. Desde la noche de mi regreso de Leatherhead no había orado. Había murmurado plegarias falsas, había orado como los paganos profieren encantamientos en casos de apuro; pero ahora oré en realidad, con cordura y fe, cara a cara con las tinieblas de Dios. ¡Extraña noche! Y más extraña aún en esto: tan pronto como llegó el alba, yo, que había hablado con Dios, salí de la casa furtivamente, como la rata abandona su cueva. Era entonces un animal inferior, tan perseguido como el roedor al que he mencionado. Es seguro que si esta guerra no nos enseñó otra cosa, nos hizo, por lo menos, ser comprensivos con las bestias a las que dominamos.

Era un día magnífico y el cielo se teñía de rosa en el oriente. En el camino que se extiende desde Putney Hill hasta Wimbledon había una serie de dolorosos vestigios del aterrorizado torrente, que debe haber llegado a Londres el domingo por la noche, después que se iniciaron las hostilidades.

La guerra de los mundosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora