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EL SILENCIO


Lo primero que hice antes de ir a la despensa fue asegurar la puerta de comunicación entre la cocina y el lavadero. Pero la despensa estaba vacía; no quedaba en ella nada de alimento. Al parecer, se lo había llevado todo el marciano. Ante este descubrimiento me desesperé realmente por primera vez. Ni el undécimo ni el duodécimo día tomé alimentos ni agua.

Al principio sentí la garganta seca y se agotaron mis fuerzas con rapidez. Estuve sentado en la oscuridad del lavadero, en un estado de completa postración. No hacía más que pensar en comer. Pensé que estaba sordo, pues habían cesado por completo los ruidos que acostumbraba a oír procedentes del pozo. No tenía fuerzas suficientes para arrastrarme en silencio hasta la ranura, pues de haberlas tenido hubiese ido a mirar.

El duodécimo día me dolía tanto la garganta, que corrí el riesgo de llamar la atención de los marcianos y ataqué la bomba de agua de lluvia que había junto al fregadero, obteniendo así buena cantidad de agua ennegrecida y de mal gusto. Me mortificó esto y me animó mucho el hecho de que el ruido no hubiera atraído a ningún tentáculo investigador.

Durante ese tiempo pensé mucho en el cura y en la forma como murió.

El decimotercer día bebí más agua, dormité a ratos, pensé en comer y formulé planes de fuga imposibles. Cuando me dormía soñaba con horribles fantasmas, con la muerte de mi compañero o con deliciosas comidas; pero dormido o despierto sentía un agudo dolor, que me obligaba a beber agua una y otra vez.

La luz que entraba en el lavadero no era ya gris, sino roja. Para mi mente desordenada, éste era el color de la sangre.

El decimocuarto día salí a la cocina y me sorprendí al ver que la hierba roja había cubierto toda la ranura de la pared, filtrando así la luz exterior y tornándola rojiza.

Fue en la mañana del decimoquinto día cuando oí una serie de sonidos familiares en la cocina. Al escuchar los identifiqué como los resoplidos y el rascar de las patas de un perro. Salí entonces y vi la nariz del can, que asomaba por entre la roja vegetación. Esto me sorprendió en extremo. Al sentir mi olor, el perro lanzó un ladrido.

Pensé que si podía inducirle a entrar sin hacer mucho ruido quizá me sería posible matarlo y comerlo; de todos modos, me pareció aconsejable matarlo para que sus movimientos no llamaran la atención de los marcianos.

Avancé entonces llamándolo en voz baja, pero el animal retiró de pronto la cabeza y desapareció.

Agucé el oído —no estaba sordo—, pero era evidente que reinaba el silencio en el pozo. Oí algo así como el aletear de pájaros y unos chillidos roncos, pero eso fue todo.

Durante largo rato estuve cerca del agujero, mas no me atreví a apartar las plantas que lo tapaban. Una o dos veces oí los pasos del perro, que iba de un lado a otro por el exterior, y se repitieron los aleteos. Al fin, animado por el silencio, me decidí a asomarme.

Salvo en el rincón, donde una multitud de cuervos se peleaban sobre los esqueletos de los muertos que sirvieran de alimento a los marcianos, no había otro ser viviente en el pozo.

Miré hacia todos lados casi sin creer en el testimonio de mis sentidos. Toda la maquinaria había desaparecido. Excepción hecha de un montón de polvo azulino en un rincón, algunas barras de aluminio en otro, los cuervos y los esqueletos, el lugar no era otra cosa que un pozo desierto.

Lentamente salí por entre la hierba roja y me paré sobre una pila de escombros. Podía ver en todas direcciones, menos hacia el norte, y no había por allí marcianos. Había llegado mi oportunidad de escapar. Al hacerme cargo de esto comencé a temblar.

Vacilé un rato y luego, en un impulso desesperado y con el corazón latiéndome violentamente, subí a lo alto de las ruinas bajo las cuales me encontrara sepultado tanto tiempo.

De nuevo miré a mi alrededor. Tampoco hacia el norte se veía ningún marciano.

La última vez que viera a Sheen a la luz del día, la población había sido una bien cuidada calle flanqueada de casas blancas de tejados rojos y numerosos árboles de sombra. Ahora me encontré con un montón de escombros, sobre el cual se extendía una multitud de plantas rojas que parecían cactos y llegaban hasta la altura de la rodilla. La vegetación terrestre no le disputaba la posesión del terreno. Los árboles próximos estaban muertos; en los más lejanos vi que una serie de tallos rojos cubrían los troncos y ramas.

Las casas vecinas habíanse desplomado todas, pero ninguna de ellas estaba quemada; algunas de las paredes manteníanse en pie hasta la altura del primer piso, con sus ventanas rotas y puertas destrozadas. La hierba roja crecía exuberante en sus habitaciones sin techo. Debajo de mí se hallaba el enorme pozo donde los cuervos se disputaban los restos. A lo lejos vi a un gato flaco que se deslizaba a lo largo de una pared, pero no descubrí señal alguna de seres humanos.

En contraste con mi reciente encierro, el día me parecía extraordinariamente brillante, el cielo de un azul intenso. Una suave brisa mecía constantemente a la hierba roja, que cubría todo el terreno libre. Y, ¡ah!, la dulzura del aire libre.

La guerra de los mundosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora