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DESDE LA VENTANA


Ya he aclarado que mis emociones suelen agotarse por sí solas. Al cabo de un tiempo descubrí que estaba mojado y sentía frío, mientras que a mis pies se habían formado charcos de agua. Me levanté casi mecánicamente, entré en el comedor para beber un poco de güisqui y después fui a cambiarme de ropa.

Hecho esto subí a mi estudio, aunque no sé por qué fui allí. Desde la ventana de esa estancia se divisa el campo comunal de Horsell sobre los árboles y el ferrocarril. En el apresuramiento de nuestra partida la habíamos dejado abierta. Al llegar a la puerta me detuve y miré con atención la escena enmarcada en la abertura de la ventana.

Había pasado la tormenta. No existían ya las torres del colegio «Oriental» ni los pinos de su alrededor, y muy lejos, iluminado por un vivido resplandor rojizo, se veía perfectamente el campo que rodeaba los arenales. Sobre el fondo luminoso se veían moverse enormes formas negras extrañas y grotescas.

Parecía, en verdad, como si toda la región de aquel lado estuviera quemándose y las llamas se agitaban con las ráfagas de viento y proyectaban sus luces sobre las nubes. De cuando en cuando pasaba frente a la ventana una columna de humo, que ocultaba a los marcianos. No pude ver lo que hacían ni divisarlos a ellos con claridad, como tampoco me fue posible reconocer los objetos negros con que trabajaban.

Cerré la puerta con suavidad y avancé hacia la ventana. Al hacer esto se amplió mi campo visual hasta que por un lado pude percibir las casas de Woking, y del otro, los bosques ennegrecidos de Byfleet. Había una luz cerca del arco del ferrocarril y varias de las casas del camino de Maybury y de las calles próximas a la estación estaban en ruinas. Al principio me intrigó lo que vi en los rieles, pues era un rectángulo negro y un resplandor muy vívido, así como también una hilera de rectángulos amarillentos. Después noté que era un tren volcado, cuya parte anterior estaba destrozada y era presa de las llamas, mientras que los vagones posteriores continuaban aún sobre las vías.

Entre estos tres centros principales de luz, la casa, el tren y el campo incendiado en dirección a Chobham, se extendían trechos irregulares de lugares oscuros, interrumpidos aquí y allá por los rescoldos de los brezos aún humeantes.

Al principio no puede ver a ningún ser humano, aunque agucé la vista en todo momento. Más tarde vi contra la luz de la estación de Woking un número de figuras negras que corrían una tras otra.

¡Y éste era el pequeño mundo en el que había vivido tranquilamente durante años! ¡Este caos de muerte y fuego! Aún ignoraba lo ocurrido en las últimas siete horas y no conocía, aunque ya comenzaba a sospecharlo, qué relación había entre esos colosos mecánicos y los torpes seres que viera salir del cilindro.

Con una extraña impresión de interés objetivo volví mi sillón hacia la ventana, tomé asiento y me puse a mirar hacia el exterior, fijándome especialmente en los tres gigantes negros que iban de un lado a otro entre el resplandor que iluminaba los arenales.

Parecían estar notablemente ocupados y me pregunté qué serían. ¿Mecanismos inteligentes? Me dije que tal cosa era imposible. ¿O habría un marciano dentro de cada uno, dirigiendo al gigante tal como el cerebro de un hombre dirige el cuerpo? Comencé a comparar los colosos con las máquinas construidas por los hombres, y me pregunté, por primera vez en mi vida, qué parecerían a un animal nuestros acorazados o nuestras locomotoras.

Ya se había aclarado el cielo al descargarse la tormenta y sobre el humo que se elevaba de la tierra ardiente podía verse el punto luminoso de Marte que declinaba hacia occidente. En ese momento entró un soldado en mi jardín. Oí un ruido en la cerca y, saliendo de mi abstracción, miré hacia abajo y le vi trepar sobre las tablas. Al ver a otro ser humano salí de mi letargo y me incliné sobre el alféizar.

La guerra de los mundosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora