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APLASTADOS


En el primer libro me he apartado un tanto de mis aventuras para relatar las experiencias de mi hermano, y durante el transcurso de los acontecimientos narrados en los dos últimos capítulos, el cura y yo hemos estado ocultos en la casa abandonada de Halliford, donde huimos para escapar del humo negro.

Allí reanudo mi narración.

Estuvimos en esa casa el domingo por la noche y todo el día siguiente —que fue el del pánico—, en una islita de luz separada del resto del mundo por el humo negro. No podíamos hacer otra cosa que esperar en la mayor inactividad durante esas cuarenta y ocho horas.

Yo estaba terriblemente ansioso por mi esposa. Me la figuré en Leatherhead, aterrorizada, en peligro, llorándome ya por muerto. Me paseé por las habitaciones y lancé exclamaciones al pensar en cómo me hallaba apartado de ella y en todo lo que podría ocurrirle durante nuestra separación. Sabía que mi primo era hombre capaz de hacer frente a cualquier emergencia; pero no era la clase de individuo que se diera cuenta del peligro con prontitud y que obrara sin pérdida de tiempo. Lo que se necesitaba en esos momentos no era bravura, sino circunspección.

Me consolaba, no obstante, la creencia de que los marcianos iban hacia Londres, alejándose de ella. Esos vagos temores me tornaron demasiado sensitivo. Pronto me sentí irritado ante las constantes exclamaciones del cura. Me harté de ver su egoísta desesperación. Después de reñirle inútilmente me aparté de él, quedándome en un cuarto en que había globos, juegos y cuadernos, y cuando él me siguió hasta allí, me fui al desván y me encerré, al fin me siguió hasta allí, me fui al altillo y me encerré, a fin de estar a solas con mis preocupaciones.

Todo ese día y la mañana del siguiente estuvimos completamente cercados por el humo negro. El domingo por la noche vimos señales de que había gente en la casa vecina; una cara en una ventana y algunas luces que se movían, así como también el ruido de una puerta al cerrarse. Mas no sé quiénes eran ni qué fue de ellos. Al día siguiente no los vimos más. El humo negro se deslizó lentamente hacia el río durante toda la mañana del lunes, acercándose cada vez más a nosotros y pasando, al fin, por el camino próximo a la casa que nos servía de escondite.

Alrededor del mediodía se presentó un marciano para dispersar el humo con un chorro de vapor, que silbó al tocar las paredes, destrozó todas las ventanas y quemó la mano del cura cuando éste huyó de la sala.

Cuando nos adelantamos, al fin, por las habitaciones empapadas y volvimos a mirar hacia afuera, el terreno exterior parecía haber sido cubierto por una abundante nieve negra. Al mirar hacia el río nos asombró ver algo rojo que se mezclaba con la negrura de la campiña quemada.

Por un tiempo no comprendí en qué sentido afectaba esto nuestra situación, salvo que nos veíamos libres, al fin, del terrible humo negro. Pero después caí en la cuenta de que ya no estábamos prisioneros, de que podíamos escapar. Tan pronto como me di cuenta de esto volví a formular mis planes de acción. Pero el cura se mostró poco razonable y nada dispuesto a seguirme.

—Aquí estamos a salvo —expresó varias veces.

Decidí dejarlo. ¡Ojalá lo hubiera hecho! Mejor preparado ahora por las enseñanzas del artillero, busqué alimento y bebida. Había hallado aceite y algunos trapos para tratar mis quemaduras y tomé también un sombrero y una camisa de franela que estaban en uno de los dormitorios.

Cuando mi compañero se dio cuenta de que me iría solo se decidió, al fin, a acompañarme. Y como reinó la calma durante toda la tarde partimos a eso de las cinco por el camino ennegrecido que se extendía hacia Sunbury.

La guerra de los mundosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora