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LA DESTRUCCIÓN DE WEYBRIDGE Y SHEPPERTOR


Al acrecentarse la luz del día nos alejamos de la ventana, desde la que habíamos observado a los marcianos, y descendimos a la planta baja.

El artillero concordó conmigo que no era conveniente permanecer en la casa. Tenía pensado seguir viaje hacia Londres y unirse de nuevo a su batería, que era la número doce de la Artillería Montada. Por mi parte, yo me proponía regresar de inmediato a Leatherhead, y tanto me había impresionado el poder destructivo de los marcianos, que decidí llevar a mi esposa a Newhaven y salir con ella del país. Ya me daba cuenta de que la región cercana a Londres debía ser por fuerza el escenario de una guerra desastrosa antes que se pudiera terminar con los monstruos.

Pero entre nosotros y Leatherhead se hallaba el tercer cilindro con los gigantes que lo guardaban. De haber estado solo creo que hubiera corrido el riesgo de cruzar por allí. Pero el artillero me disuadió.

—No estaría bien que dejara viuda a su esposa —me dijo.

Al fin accedí a ir con él por entre los bosques hasta Street Chobham, donde nos separaríamos. Desde allí trataría yo de dar un rodeo por Epsom hasta llegar a Leatherhead.

Debí haber partido enseguida; pero mi compañero era hombre ducho en esas cosas y me hizo buscar un frasco, que llenó de güisqui. Después nos llenamos los bolsillos con bizcochos y trozos de carne.

Salimos al fin de la casa y corrimos lo más rápidamente posible por el camino por el que viniera yo durante la noche. Las casas parecían abandonadas. En el camino vimos un grupo de tres cadáveres carbonizados por el rayo calórico y aquí y allá encontramos cosas que había dejado caer la gente en su huida: un reloj, una chinela, una cuchara de plata y otros objetos por el estilo. En la esquina del correo había un carrito con una rueda rota y cargado de cajas y muebles. Entre los restos descubrimos una caja para guardar dinero que había sido forzada.

Excepción hecha del orfanato, que todavía estaba quemándose, ninguna de las casas había sufrido mucho en esa parte. El rayo calórico había tocado la parte superior de las chimeneas y pasado de largo. Pero, salvo nosotros, no parecía haber un alma viviente en Maybury Hill. La mayoría de los habitantes habían huido o estaban ocultos.

Descendimos por el sendero, pasando junto al cuerpo del hombre vestido de negro y empapado ahora a causa de la lluvia de la noche. Al fin entramos en el bosque al pie de la cuesta. Por allí avanzamos hasta el ferrocarril sin encontrar a nadie. El bosque del otro lado de los rieles estaba en ruinas: la mayoría de los árboles habían caído, aunque aún quedaban algunos que elevaban hacia el cielo sus troncos desnudos y ennegrecidos.

Por nuestro lado, el fuego no había hecho más que chamuscar los árboles más próximos sin extenderse mucho. En un sitio vimos que los leñadores habían estado trabajando el sábado; en un claro había troncos aserrados formando pilas, así como también una sierra con su máquina de vapor. No muy lejos se veía una choza improvisada.

No soplaba viento aquella mañana y reinaba un silencio extraordinario. Hasta los pájaros callaban, y nosotros, al avanzar, hablábamos en voz muy baja, mirando a cada momento sobre nuestros hombros. Una o dos veces nos detuvimos para escuchar.

Al cabo de un tiempo nos acercamos al camino y oímos ruido de cascos. Vimos entonces por entre los árboles a tres soldados de caballería que cabalgaban lentamente hacia Woking. Los llamamos y se detuvieron para esperarnos. Eran un teniente y dos reclutas del octavo de húsares, que llevaban un heliógrafo.

—Son ustedes los primeros hombres que vemos por aquí esta mañana —expresó el teniente—. ¿Qué pasa?

Su voz y su expresión denotaban entusiasmo. Los dos soldados miraban con curiosidad. El artillero saltó al camino y se cuadró militarmente.

La guerra de los mundosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora