Georgina
Me deja sin palabras... pero me interesa lo que dice.
El ponemultas está buenísimo... no me importaría inaugurar mi vuelta a la soltería con él.
Pero no se lo voy a poner fácil. Me gusta jugar.
Así que llamo al camarero, y le pido la cuenta.
—¿Ya te vas? —me pregunta. Toda la seguridad varonil que tenía hace un segundo se acaba de esfumar.
—Sí. —Me levanto, dejo dinero sobre la mesa y aunque él se niega, insisto—. Venga, que ahora no te de apuro que me deje 5 euros en cerveza cuando antes ya me has sacado 150.
Me observa atentamente mientras me pongo el abrigo.
—Adiós, ponemultas —digo.
—¿En serio te vas? Disculpa si te he asustado al ser tan directo, no pensaba que ibas a ser tan mojigata.
Me está buscando la boca... me está chinchando. A Martín también le gusta jugar.
Así que no digo nada, pongo la mejor cara de perra que sé, y me voy. Martín sale detrás de mí. Ya en la calle, me dice:
—¿Y ya está? ¿Así se va a quedar la cosa? —insiste.
—No tiene por qué, ya nos volveremos a ver. Eres experto en encontrarme.
Me encojo de hombros y me dirijo a mi coche. Martín sigue esperando en la puerta del bar, pero yo solo le guiño un ojo y me incorporo al tráfico de Madrid.
Llego a mi casa un rato después. Miro el móvil, y veo que mis amigos han quedado a las diez. No me da tiempo, pero puedo llegar un poco más tarde. Así que saludo a mi familia, los que hay en casa.
Somos cuatro hermanos. Sí... mis padres están todo el día enganchados como conejos, y parece que no conocen la existencia de los condones. Marina, la más pequeña de los hermanos, está tirada en el sofá, creo que está agonizando por el catarro que tiene.
Aroma es la mayor de los cuatro, aunque no está en casa. Supongo que está trabajando en el bar, donde su jefe la explota. Trabaja allí desde que cumplió los dieciocho años, ahora tiene casi veintinueve. Con veintidós tuvo a Jacobo, que también vive con nosotros. Su padre, Ismael, no se quiso hacer cargo, así que los abandonó. Tampoco es que echemos de menos su figura paternal, entre todos hicimos piña y supimos llevar la situación bastante bien, con mucho amor y apoyo incondicional.
Y luego está Miguel, aunque le llamamos Miguelito. Odia que le llamemos así. Nació cinco años después que yo. Solo le gusta estar pegado al ordenador jugando. Sabemos que sigue en su habitación cuando le escuchamos gritar porque ha perdido.
Entro a mi habitación. No puedo quitarme al ponemultas de la cabeza. Me gusta mucho. En mi mente lo imagino con su uniforme... y no deja de repetirme que él puede enseñarme cosas nuevas. Espero que nos volvamos a ver. Me pongo un poco cachonda, y decido estrenar a su salud algún juguetito de los que me he comprado.
Escojo el llamado Conejito del azúcar. Tiene unas grandes orejas en las que coloco mi clítoris, y comienza a masajearme... le subo la potencia un nivel, siento corrientes eléctricas recorrer todo mi cuerpo, me gusta... pero mi cuerpo pide más. Subo otro nivel, es fuerte y vigoroso, me hace que me tiemble todo el cuerpo. Ese, ese me gusta. Vibra todo mi cuerpo, me recorre el placer y la energía desde la punta de los dedos de los pies hasta el pelo. Estoy desnuda y mojada, y con la mano que tengo libre me toco las tetas...
No puedo dejar de pensar en Martín... el conejito sigue y sigue, le voy a llamar ponemultas de azúcar. Se me engarrotan los dedos de los pies, los pelos se me ponen de punta y el conejito se escurre cada vez más entre mis dedos debido a mi humedad...
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A tu merced +18
RomansaMartín, un policía de Madrid a punto de ascender, disfrutaba de su vida sexual de una forma poco convencional... hasta que aquello ocurrió. Desde entonces, no es el mismo. Hace ocho meses todo cambió. Ver a sus amigos teniendo sexo no le excita, h...