Pandemia

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Marzo 2020

Pandemia. Una palabra que muchos de nosotros subestimábamos y relacionábamos con el invierno y un poco de alcohol en gel al bajarse del colectivo. Los barbijos eran algo que se usaban en los países asiáticos, ninguno de nosotros imaginó pensar "llaves, plata, celular, barbijo" cuando repasáramos mentalmente si teníamos todo para salir de la casa. Y ciertamente ninguno de nosotros creyó que alguna vez nos daría miedo salir de casa con la boca descubierta, saludar de beso o abrazarnos.

Ninguno de nosotros creyó todo lo que nos iba a pasar.

A lo largo de la carrera, uno se va dando cuenta donde está su lugar, en qué sector de la medicina encaja. El mío era un hospital, en el área de internación, precisamente en terapia intensiva (oh, las ironías). Pero no cualquier hospital ni cualquier terapia intensiva, estaba enamorada de uno en particular y rogaba tener la suerte de hacer mis prácticas hospitalarias en él.

Una semana antes de que el planeta se detuviera en seco me encontraba en un bar festejando (hoy hasta se me hace extraño recordarlo, ¿Hubo alguna época en la que nos aglomerábamos frente a una barra por una cerveza?), me había tocado el hospital de mis sueños, había tenido muchísima suerte y eso, junto a mi cumpleaños a la vuelta de la esquina me hacía sentir feliz. Tan feliz que había organizado un cumpleaños con todas las pompas, con toda la gente que amo, un día entero para estar juntos y celebrar que mi vida iba encaminada en la dirección que quería, que me sentía plena y feliz, que por fin estaba empezando a ver un poco de luz al final del túnel. Quizá canté victoria muy rápido.

El día de mi cumpleaños declararon la cuarentena, ninguna sorpresa, la veíamos venir. Lo que sí fue una sorpresa para mí fue la tristeza que sentí estando sola en mi cumpleaños, poniendo en contenedores la comida que había preparado para recibir a mis amigos y rotulándola para acomodarla en el congelador. Suspirando y lamentándome por mi suerte, en una semana había perdido festejos, hospital de mis sueños y la certeza de qué iba a ser de mi futuro. Yo y todos los demás.

La ciudad se quedó quieta, el mundo se quedó quieto. Ya no había vuelos, colectivos, o forma de pasar de una ciudad a otra. Mi familia quedó dividida en tres ciudades, y fue sólo entonces cuando notamos lo lejos que podían llegar a ser diez kilómetros, algo que antes no nos preocupaba. También aprendimos lo importantes que eran esos domingos en la casa de mamá, molestándonos entre nosotros y hablando de nuestra semana.

Recuerdo haberme despertado el diecinueve de marzo y no oír nada, ni un auto cruzando la calle de camino al trabajo, ninguno de mis vecinos se preparaba para salir, las puertas de los departamentos seguían cerradas, pero escuchaba perfectamente los pajaritos que antes quedaban sofocados por el ruido del tránsito. La ciudad se había detenido, pero la naturaleza no sabía de pandemias. Envidié a esos pajaritos que podían ir a donde quisieran mientras nosotros teníamos un asesino invisible acechándonos afuera, o eso creíamos al menos. Teníamos miedo de salir a la calle, miedo de tocar la mercadería del supermercado, miedo de estar utilizando mal el alcohol y dejar entrar el virus a nuestras casas.

Tuve la fortuna de todavía no tener matrícula cuando todo empezó y poder quedarme en casa extrañando mi antigua vida y mi familia, pero tengo amigos que no tuvieron esa suerte y estaban en las trincheras abandonados por un estado que decía protegerlos. Los médicos aprendemos a trabajar con lo que hay, y a inventar cuando no hay, pero esto era distinto. Se trataba de una enfermedad que no conocíamos, o mejor dicho, no conocíamos de aquella forma. El coronavirus no era más que un resfrío, ni siquiera lo estudiábamos con el detalle con el que estudiamos otros virus, porque nadie moría por un coronavirus. Nuestro peor enemigo era la gripe, de la que sabíamos pelos y señales porque esa sí que mataba.

Los médicos tuvieron que aprender sobre la marcha, sostener un sistema de salud roto e intentar sentirse agradecidos con  el aplauso a las 21 hs de la gente que sentía que estaba haciendo su aporte sólo con salir al balcón y aplaudir al aire con mirada solemne, solamente para seguir haciendo su vida como si nada, cómo si todo fueran vacaciones. Los médicos tuvieron que olvidarse del cansancio, de todo lo que hace que nuestra vidas sean un poco más llevaderas, y rezar para no ser los responsables de enfermar a sus propias familias o a ellos mismos. Con miedo de caer enfermos y ser despedidos entre un coreo de sirenas, aplaudidos por los colegas que agradecen no ser ellos quienes dejaron su vida en un hospital siendo los mártires modernos por la desidia de quienes dicen protegernos. 

No se confundan, un médico que muere en pos de su deber no es un héroe, es un mártir. Y ningún médico quiere ser un mártir.

No hay gloria y honor en la medicina, como a muchos les gusta creer, no hay vocación tan grande que nos haga ser felices al anteponer la salud de un extraño a la de nuestras familias. Eso no es vocación, es deber, uno hace lo que quiere por vocación, y lo que debe por obligación. Y todos los médicos están obligados, porque fueron de los pocos que no tuvieron que preocuparse por quedarse sin empleo, al contrario, trabajaron el doble por el mismo sueldo, y en un país que se empobreció una vez más, un sueldo es mejor que nada. Una vez más explotaron a los que, por deber, no se defienden... pero también les hicieron videos motivacionales y los aplaudieron religiosamente a las 21 hs por un mes entero, digámoslo todo.

Estoy a poco de unirme a la lista de mártires y agradezco tener una familia que me apoya y me permite elegir en que momento empezar a caminar sola, quizá porque tienen miedo de lo que se viene, de no verme hasta que todo esto pase, o quizá porque no quieren ser la familia caminando despacio detrás de la ambulancia a la que todos están aplaudiendo, o tal vez no hizo falta que dijera nada para ver el miedo que me da no abrazarlos todas las semanas, ni siquiera quiero preguntar. Sólo sé que agradezco poder elegir.

Y agradezco no tener ninguna anécdota desgarradora para contar, agradezco no tener hijos que lloren del otro lado de la puerta porque quieren que su mamá les de un abrazo, agradezco no tener padres a los que no pueda abrazar, agradezco poder quedarme en casa y dedicarme a cocinar charlando con mi mamá por videollamada, agradezco tener videos de mi sobrino creciendo y sorprenderme de lo alto que está, agradezco que mis amigos estén bien, que mi familia esté bien, que yo esté bien.

Pero sobre todo agradezco no ser yo la que está poniendo el cuerpo en esta pandemia, porque aunque suene egoísta, sé que todos los que están trabajando en una guardia en estos momentos desearían poder agradecer lo mismo.

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