La costurera

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Matilda no debería acostarse tan tarde.

Cosía y cosía, sin detenerse. No le basta el día, así que continuaba laborando en la penumbra nocturna.

Noche, tras noche, sin falta, cosía a la luz de las velas, sentada frente a la ventana.

De vez en cuando, elevaba la mirada. La calle siempre estaba sola, sumergida en las tinieblas.

Matilde solo sonreía.

«Esto es paz», se decía.

Una noche de esas, mientras se encontraba concentraba en su costura, una mujer golpeó el vidrio frente a ella

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Una noche de esas, mientras se encontraba concentraba en su costura, una mujer golpeó el vidrio frente a ella.

Matilda levantó la vista del quehacer, preguntándose quién era aquella alma que tocaba su ventana a la una de la madrugada.

—Dígame, ¿qué desea, señora? —Atendió Matilda, abriendo la ventana.

—Vengo de la faena, mijita, y estoy muy agotada —se quejó la mujer.

—¿Quiere un poco de agua? —preguntó Matilda.

—No, mija, solo téngame esta cajita —pidió la campesina—. Guárdela por esta noche, que yo mañana vengo a buscarla.

Amablemente, Matilda tomó la cajita, dejándola en el interior de la casa, solo para darse cuenta que la mujer se había ido, tan misteriosamente, como había aparecido.

Uno, dos, tres noches pasaron

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Uno, dos, tres noches pasaron. Matilda esperaba el retorno de la campesina, mientras concluía un bordado.

Le echó un vistazo a la pequeña cajita, sintiendo curiosidad por su contenido.

La tomó, zarandeándola con algo de fuerza. Dentro se escuchaba el chocar de unos objetos y el correr de una cosa que creyó era arena.

Curiosa, destapó la cajita, descubriendo pequeños huesos en su interior.

Se iluminó con la luz de la vela, acercando su rostro a la caja abierta, cuando la cara de la mujer la sorprendió.

Un grito salió de sus labios, pues había visto un espanto.

La caja cayó de sus manos, y los huesos se regaron, desapareciendo en el acto.

Nunca más Matilda volvió a coser hasta el anochecer.

Un cuarto para las doceDonde viven las historias. Descúbrelo ahora