En lo profundo

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Las clases en la escuela rural habían terminado, lo que llenó de mucha ilusión a Pedro María. Por fin se iría a la sabana con su padre, a arrear el ganado y montar a caballo.

Las faenas llaneras eran largas y fatigosas, pero el café recién colado, la leche fresca y el queso blanco en su punto, derritiéndose dentro de la arepa, bien valían la tarea.

Sin embargo, para un muchacho de doce años, el trabajo no equivalía a diversión, y su padre lo sabía.

Un día, después de tomar el almuerzo, Antonio María se acercó a su muchacho, poniéndole una mano en el hombro.

—Mijo, hoy te daré la tarde libre. Vaya a jugar un rato.

—¿De verdaita, apá?

—¡Ujum! ¿Cuándo su pae le ha mentido, pueh? —afirmó Antonio María—. Solo no juegue más allá del río, juega ahí mesmito, y vuelve a golpe de cinco, antes de que el sol del gana'o se adueñe del cielo.

Pedro María asintió. Dejó sus útiles de trabajo y su caballo, y corrió hacia la ribera del río, a buscar anacondas entre el barro y los pastizales.

Una hora estuvo deleitándose con su búsqueda, hasta que vio a unos niños del otro lado del río, jugando entretenidos con una pelota.

Se detuvo a verlos. Tan absorto estaba en aquel juego que los muchachos dejaron de jugar, convindándolo a cruzar.

Pedro María sabía que no debía ir, su padre no le había dado permiso, pero ¿quién le contaría? Solo tendría que volver antes de que el sol cayera, y cruzar el río antes de que las aguas subieran.

Emocionado, se unió a sus nuevos amigos, y se entregó al juego.

Las horas pasaron, y sin darse cuenta, entre juego y juego, Pedro María se fue internado en lo más profundo de la sabana, alejándose de la orilla del río.

Tampoco supo en qué momento el sol se tiñó de rojo. Había perdido la noción del espacio y del tiempo. Él sabía que la noche caería y que debía volver a casa, así que se detuvo, desorientado y miró hacia dónde creía estaba el río.

—Sigue jugando, compi —dijo uno de los chicos—. Que si nos agarra la noche, puedes dormir en nuestra casa.

—¿Y dónde queda su casa? —preguntó Pedro María con ingenuidad.

—Allí —respondió otro muchacho, señalando un enorme y profundo agujero que se abría entre las raíces y el tronco de un árbol.

Consternado, Pedro María dio un paso atrás, mientras su mirada iba del agujero a los muchachos, cuyos cuerpos comenzaron a desfigurarse, transformándose en fuertes hombrecitos con rostros desdibujados de maldad.

El miedo hizo estremecer a Pedro María, aquellos chicos lo habían engañado. Pero el mismo terror que lo hizo comprender la situación, lo paralizó unos breves segundos, los necesarios para que los duendecillos echaron mano de sus brazos.

El muchacho reaccionó. Intentó zafarse del agarre. Aquellos hombrecillos del demonio lo arrastraban por el lodo, lo llevaban hacia el negro agujero.

Pedro María batalló, y tanto fue su resistencia, que pudo desprenderse de su franela, huyendo de aquellas enanas bestias.

Corrió como alma que lleva al diablo, por la silenciosa y traicionera llanura.

Corrió sin girar su rostro, con la respiración entrecortada, el corazón acelera'o y el sudor frío bañando su cuerpo y su rostro, semi-calzado y con el torso desnudo.

Se arrepentía de no haber sido obediente, ni de escuchar a su padre.

Desorientado, con lágrimas cayendo de sus ojos, sin dejar de correr, rogó al Cielo que lo devolviera con su padre, prometiendo nunca más desobedecer.

Los gritos de los llaneros, vociferaban su nombre

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Los gritos de los llaneros, vociferaban su nombre. A caballos y a pie, con antorchas y lámparas, buscaban entre el lodo algún animal que se lo hubiese tragado.

—¡Mi muchacho! ¡Mi muchacho! —lloraba su padre—. ¿Qué le voy a decir a su mae?

—Lo siento mucho, Antonio María, pero ese muchacho tuyo si no se lo cenó una culebra, se lo llevaron los duendes —le aseguró uno de los campesinos—. Ya han pasado tres días, y no da señales de vida.

Comprendiendo la situación, Antonio María cayó de rodillas, solo para escuchar el desgarrador y angustiante grito de Pedro María.

El padre y los llaneros volvieron su mirada hacia el otro lado del río.

Encontraron al débil muchacho, llorando como un chiquillo, por lo que corrieron a ayudarlo.

Pedro María se reunió con su padre, quien entre abrazos y regaños, se enteró de lo acontecido.

El muchacho jamás volvió a desobedecer, ni a jugar con niños desconocidos.

Muchacho pa'inventandor —concluyó uno de los campesinos.

Un cuarto para las doceDonde viven las historias. Descúbrelo ahora