No había tarde del viernes que Amanda no llevara a su hija de nueve años al parque que quedaba apocas cuadras de su casa.
Desde que la pequeña Carolina cumplió los tres años, la mujer la llevaba a la extensa plaza, rodeada de camorucos, mangos y un par de viejos árboles de caucho, del canto de los pájaros y el correr de las ardillas. Allí, un par de subibajas, tres toboganes para distintas edades, una vieja y casi corroída rueda, y cinco columpios que se habían mantenido en buen estado, era todo lo que la niña necesitaba para entretenerse, mientras su madre leía, levantando la mirada, ocasionalmente, del libro para vigilar a su hijita.
Amanda no era la única madre que se acercaba al parque con su pequeña, muchas otras lo hacían, así que Carolina había crecido relacionándose con otros niños de la comunidad, pero también con otros que, esporádicamente, iban al parque.
Una tarde de juegos, mientras Amanda esperaba a que Carlos, su esposo y padre de Carolina, las pasara a recoger en el parque, la mujer vio a su pequeña jugar con un par de niños, hermanos, según pudo detallar. Subiendo la mirada, encontró sentada en la banca de metal a la madre de los pequeños. Ambas mujeres sonrieron, continuando en su labor de vigilar a los pequeños.
El momento de partir se acercaba. Amanda fue testigo de que uno a uno, padres e hijos, se retiraban, incluso la señora —cuyos hijos jugaban con su pequeña— terminaron por marcharse.
—¡Carolina! —llamó a su hija—. ¡Corazón, ven! Ya tu padre debe de estar por llegar.
Obediente, la niña corrió al encuentro de su madre, con la frente perlada de sudor, los ojos brillantes de la emoción y una sonrisa en los labios.
—Mamita, ¿no puedo jugar un poco más con mi nueva amiguita? —suplicó la pequeña—. Es que tiene miedo de quedarse. Sus padres son malos —se quejó Carolina—, todavía no la han venido a buscar.
—¿Y dónde está la niña? —preguntó Amanda, asomándose por encima del hombro de su hija. Intentaba encontrar a la pequeña.
—¡Allá! —Carolina apuntó con el dedo hacia el tobogán que tenía una casita de madera.
Amanda no pudo ver a la niña, pero si consultó su reloj. En quince minutos, Carlos estaría con ellas.
—¡Por favor, mamita! —pidió Carolina—. Ella es más pequeña que yo. ¡Apenas tiene siete años!
Preocupada por la criatura abandonada, Amanda pensó en hablar con su esposo, en cuanto llegara, y esperar una media hora más, ¡no dejarían a una niña sola en el parque, y mucho menos con el sol amenazando con desaparecer!
—Está bien, Carola, pero ¡solo unos minutos más! —notificó.
La niña sonrió emocionada, corriendo a la casita del tobogán.
Amanda abandonó la lectura, y se concentró en vigilar a las pequeñas, así como otear hacia la entrada del parque, esperando la aparición de los padres irresponsables y de su esposo.
Los minutos transcurrieron, y solo Carlos se presentó en el lugar. Saludó a su esposa con un beso, notando la angustia en su rostro.
—¿Pasa algo? —preguntó el hombre.
—No —respondió Amanda, en un intento por minimizar la situación—. Es solo que Carolina está jugando con una pequeña que aún no vienen a buscar.
—¿Y quieres que esperemos? —Carlos preguntó de forma condescendiente—. Si quieres, podemos llevarla a su casa o dejarla en una jefatura, para que las autoridades se encarguen de ubicar a sus padres.
Pareciéndole conveniente la última opción, Amanda llamó a su pequeña.
Carolina no tardó en aparecer. Venía con su cara risueña, feliz de volverse a reunir con su padre. La mujer sonrió ante la muestra de amor filial, pero no pudo evitar echarle un vistazo al solitario parque, en busca de la pequeña.
—¿Y tú amiguita, Caro? —la interrogó Amanda.
—¿Ah? —contestó la niña, alejándose de los brazos de su papá—. ¡Ah, sí! Se ha ido, pero la he invitado a la casa.
Carlos y Carolina marcharon hacia la entrada del parque, mientras Amanda, intrigada, se preguntaba por dónde pudo haberse ido la pequeña.
Sacudió su rostro y fue tras su familia.
Una semana después, a un cuarto para las tres de la mañana, Carolina entró, palidecida, a la habitación matrimonial. Tanto Carlos como Amanda despertaron asustados, pensando que la pequeña se encontraba mal de salud.
Ciertamente, Carolina no hablaba. Tenía el rostro perlado del sudor, su piel estaba fría y se estremecía.
A duras penas, Carlos intentó calmarla, entretanto Amanda se ponía las zapatillas para inspeccionar el cuarto de la niña.
Carlos y Carolina quedaron solos en la habitación.
—¿Qué ha pasado, mi cielo? —preguntó el padre, mostrando genuina preocupación.
Sin embargo, Carolina comenzó a gimotear, señalando con su mano hacia su alcoba infantil. Con una creciente mortificación, Carlos se irguió para ir tras su esposa, pero su hija se lo impidió, echándose a llorar.
Amanda se armó con un atizador de carbón. Sabía que Carlos no dudaría en socorrerla, mas ella podía defenderse.
Con sumo cuidado se acercó a la habitación de Carolina, levantó el atizador y abrió la puerta.
La luz de la bombilla yacía apagada, mas la claridad de la luna llena atravesaba el cristal de la ventana y el visillo, entonces, Amanda la vio.
Cerca de la cama de su hija, el espectro de una niña flotaba. Su negro cabello caía sobre el fantasmal vestido blanco.
El fenómeno la observó, esbozando una dantesca sonrisa. Sus ojos oscuros, cual azabache, desprendieron un maligno destello rojizo.
—Estoy en casa... mamá —susurró el fantasma, sin emitir una sola palabra.
Amanda palideció, el atizador cayó.
Desde ese día, aquella maligna presencia no los dejaría.
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Un cuarto para las doce
ParanormalA un cuarto para las doce (11:45pm) debes irte a dormir, pues la oscuridad se despierta y se apodera de la Tierra.