9. Si paso una vez, ¿por qué no otra?

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Pues el doctor sí que tenía razón, porque pocos días después, Horacio sentía que tenía la lívido por los cielos.


Incluso Gustabo en un par de ocasiones le dijo que controlara su aroma porque le estaba dando alergia. Por lo general le ignoraba, ya que se negaba a aceptar que le costara trabajo controlarse, argumentando que seguramente era su propio aroma corporal por no ducharse.


Realmente sabía que era mentira y que era inevitable, sobre todo cuando le tocaba estar aburrido apoyado en el mostrador de la recepción en comisaría, sin nada que hacer, más que comerse con los ojos a cualquiera que pasara.


Ahora le tocaba al alto comisario ruso que fue su flechazo, a pesar de que ya casi había superado el rechazo, seguía teniendo ojos que le permitían admirar sus largas piernas e ir subiendo la mirada hasta ese apetecible...


—¿Te gusta lo que ves, capullo?


Horacio se asustó al sentir la voz del superintendente a su lado.


Lo había pillado, estaba claro que no de muy buen humor. Conway le miraba de brazos cruzados con una ceja enarcada y el entrecejo fruncido.


—Dios me dio ojos para mirar —se defendió después de aclararse la voz.


—Aja.


Su escueta respuesta le pareció curiosa, pero no pudo cuestionarle nada, ya que Conway se dio la vuelta, yendo a los vestuarios. ¿Estaba molesto?


La mirada de Horacio se desvió inconscientemente por la fuerte espalda del superintendente y más hacia el sur, sobre esas torneadas piernas que se unían de forma perfecta formando ese cuerpo tan apetecible. Recuerdos de sus manos tocando esa caliente piel, sus fuertes brazos sujetándolo contra su cuerpo y su propia voz rogando por más, embargaron su mente.


Apartó la mirada al sentirse acalorado.


Al cabo de un par de minutos, se le ocurrió una idea que le hizo seguirlo a los vestuarios.


—Conway —le llamó al entrar, agradeciendo que estuvieran a solas.


—¿Qué? —respondió de mala gana, volteando a mirarle mientras se acomodaba el chaleco.


—Necesito que me ayude.


Él enarcó una ceja en una muda pregunta. Tanto silencio no era normal en su caso.


Horacio tragó saliva, nervioso.


—Estoy cachondo —soltó.


Un silencio absurdo lleno la habitación. Conway parecía estar tratando de procesar sus palabras.


—¿Cómo? —replicó finalmente con una voz aguda—. ¡Y a mí que me cuentas, jodido anormal! —dijo airadamente después de recuperar la compostura con su tono habitual.

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