Cavilaciones de un macho norteño

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[Continuación de Incomprensible]

Desde que Martín lo besó, Pedro no deja de pensar en él. Recuerda cómo el rubio lo tomó por los hombros y se acercó a él para posar sus labios, suaves y rosados, sobre los suyos. Casi jura que percibió el sabor de la cerveza que bebieron antes del desafortunado incidente, como decidió llamarlo mentalmente. Permanece recostado, con los brazos cruzados detrás de la cabeza y la mirada fija en el techo de su habitación de hotel. Han pasado tres días y le ha dado mil vueltas al asunto, intentando comprender el porqué de lo que hizo Martín. No ha obtenido buenos resultados.

Bufa con enfado. Ni siquiera ha regresado a casa, aun cuando Itzel le ha llamado varias veces, preguntando la razón de su estancia en Buenos Aires. Pedro no ha podido decirle ―y quizá no lo haga hasta después de mucho tiempo― que sigue en aquella ciudad pues no quiere irse hasta aclarar las cosas con Martín. Maldito orgullo. Gira sobre sí mismo, incómodo, cambiando de posición. Queda boca abajo, con la cara directamente contra la almohada; pasados unos segundos se ve obligado a ladear el rostro por la falta de oxígeno. Inhala profundo, todo el aire que puede entrar en sus pulmones ―algo un poco complicado si considera la posición en la que está, con todo su cuerpo aplastando, literalmente, su interior―. Suspira. Cierra los ojos y vuelve a girar, ahora dándole la espalda al armario de la habitación.

No se explica por qué el asunto da tantas vueltas en su cabeza, no es como si fuera tan importante. Fue sólo un beso, después de todo. Su pretexto más grande es que ambos son hombres y que él no tiene esa clase de tendencias, pero no es más que eso: un pretexto. Porque lo cierto es que desde hace un tiempo él ha cambiado su forma de ver las cosas, y lo que antes considerara antinatural y enfermo, ahora le parece normal. ¿No fue su capital la primera ciudad en aceptar el matrimonio entre personas del mismo sexo en toda Latinoamérica? No, esos prejuicios hace mucho los ha dejado atrás. Un poco. Bien, aún le cuesta un poco de trabajo aceptarlo, pero se esfuerza por cambiar su forma de pensar.

Lo que sucede era simple: está asustado. Y no porque le horrorizara lo sucedido, claro que no ―"un beso es sólo eso, un beso, no es una propuesta de matrimonio", piensa―, lo que le preocupa es que, pese a haberle tomado por sorpresa, por un momento estuvo a punto de responder a ese beso. De hecho, se confiesa mentalmente, realmente desea haber respondido a ese beso y ahora se recrimina por no haberlo hecho. Gime, frustrado. Se lleva una mano al rostro, preguntándose por qué demonios tiene esa clase de pensamientos.

Incapaz de permanecer recostado por más tiempo, se pone de pie, camina por la habitación cual león enjaulado, mordiéndose el labio inferior y revolviendo su cabello en un gesto inconsciente que hace cuando está nervioso o no sabe qué hacer. O ambas. Cansado de tanto pensar, deja caer sus brazos pesadamente a ambos costados de su cuerpo. ¿Hay razón en seguir pensando tanto en ello? Sonríe, irónico, y justo en ese momento vuelve a escuchar las palabras de Martín en su mente, tan claras como si las estuviera diciendo otra vez:

―Quería darte un beso.

Siente que sus mejillas se enrojecen y nuevamente, ahora en un acto reflejo, cubre su rostro, pese a saber que nadie puede mirarlo en ese momento. ¿Por qué quiso besarlo? ¿Por qué lo había hecho? ¿Por qué Martín podía mantener la calma en un momento como ese mientras que él...? Está confundido y esa sensación le pone de mal humor. Se sienta en la orilla de la cama, mirando al piso, prestándole más atención de lo que podría considerarse normal al curioso diseño del tapete bajo sus pies. Piensa en Martín, en su rostro, en sus ojos, en su sonrisa que mezcla tranquilidad con seducción. ¿Cuándo se verían?

―Cuando vos me llames.

Levanta su mirada y la posa en su teléfono móvil, el cual yace a pocos pasos de él, sobre el tocador vacío. Se rasca la nuca una vez más, indeciso. ¿Debería llamarle? De hacerlo, ¿qué debía decir? ¿Martín se reiría de él o simplemente le diría, con esa voz de barítono que conocía bastante bien, que no tenía por qué exagerar y que debía tomarse las cosas con calma? Nuevamente: frustración. Sin embargo, se pone de pie, camina hasta donde está su celular y lo toma. Busca el número de Martín, y cuando lo encuentra ―Martín-Arg., dice en la pantalla del artefacto ―, busca la opción "Enviar SMS".

Segundos después se deja caer en la cama con los brazos extendidos. Lo ha hecho. Le ha pedido que se vuelvan a ver, esa misma noche. Permanece en silencio, escuchando sólo su respiración, esperando por una respuesta. Y cuando en su teléfono comienza a sonar una canción de la cual en ese momento no recuerda el nombre, se sobresalta. Siente que su corazón se acelera y que sus manos comienzan a sudar por la expectativa. Toma el móvil entre sus manos ridículamente temblorosas, y al leer el mensaje, una sonrisa se forma en su rostro.

Al percatarse de su sonrisa borra el gesto de su rostro y se siente tonto por emocionarse sin razón aparente. Porque no, no debe emocionarse al leer la respuesta de Martín, claro que no. Sin embargo, por alguna razón que no comprende, lo hace. Suspira, derrotado, consciente de que la situación está yendo más allá de donde debería. Está confundido, quiere auto convencerse, porque ey, se trata de la República Argentina, y debe admitir que tiene su encanto, aunque jamás se lo hará saber a Martín.

En la noche, cuando se encuentra con Martín, no saca a relucir el tema del beso, sin embargo intenta mantenerse sereno, inescrutable. Martín le lleva a cenar y ambos disfrutan de una deliciosa comida, quizá la más rica que Pedro ha probado en todas sus visitas a ese país. Y entonces, tras un momento de silencio que sorpresivamente no se siente incómodo ni forzado, Martín dice:

―Pensé que no me llamarías.

Pedro se encoge de hombros, como si quisiera restarle importancia a todo el asunto. Ante este gesto, Martín sonríe un poco, socarrón, pues sabe que el país frente a él tiende a tomarse las cosas muy a pecho, por lo que el beso que le robó días antes significó para él más de lo que quiere aparentar. Llama a un mesero y pide la cuenta. México del Norte le mira, frunce el ceño y parece morderse la lengua.

―¿Qué? ―pregunta Martín, divertido al verlo así―. Decime lo que quieras, che ―le alienta cuando ve que el otro permanece un poco renuente a hablar.

―Y-Yo pago.

―¿Y eso?

―Oh, sólo déjame pagar, ¿sí? Quiero hacerlo ―responde Pedro, malhumorado―. Hoy invito yo.

―¿Cómo en una cita?

Pedro se atraganta con lo que queda en su copa de vino, quizá demasiado sorprendido por el comentario. Martín comienza a reír, pues le divierte más de lo que debería provocar esa clase de reacciones en el macho del norte, como ha escuchado que México se llama a sí mismo cuando tiene algunas copas encima.

―Pues sí, digamos que es una cita ―dice Pedro de pronto y entonces es el turno de Martín para sonrojarse, aunque sea sólo un poco.

[Latin Hetalia] Colección ArgenméxDonde viven las historias. Descúbrelo ahora