El que cree

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Es una tarde nublada, de esas en las que a pesar de ser temprano luce como si fuera más tarde. Hace rato que el sol se ha ocultado entre las nubes (grises e interminables, quizá lloverá). Pedro suspira. Lleva una hora sentado en el parque, junto a un árbol que, al parecer, es el hogar de una familia de ardillas. Mira su reloj una vez más y echa la cabeza hacia atrás, los ojos cerrados y las manos en el regazo. No vendrá, es un hecho. Enfadado, y definitivamente más desilusionado que enojado, se pone de pie.

Ve a su alrededor, aprecia a las pocas personas que caminan por ahí a esa hora. Agradece que sean precisamente pocas, al menos así nadie es testigo de lo que sucede: lo han dejado plantado. Decide no regresar a casa; Itzel podría reírse de él al verle llegar mucho más temprano de lo esperado y sabría, sin necesidad de que Pedro se lo explicase, que Martín no ha acudido a la cita. (Aunque la verdad es que su hermana no sería capaz de mofarse de él en una situación así, pero Pedro no quiere regresar a casa).


Quiere culpar al tránsito, pues la ciudad, a esa hora de la tarde, es un completo caos vial (lo es la mayor parte del tiempo en realidad), y para alguien que no conoce las calles (como Martín), no es tan sencillo buscar rutas alternativas o atajos. Quiere pensar que surgió algún asunto de último momento y que Martín se quedó sin batería en el celular, por eso no le ha llamado. O que está atrapado en una reunión. Quiere creer todas las posibles excusas que hay para justificar su ausencia, incluso las más irreales (¿se entretuvo en un espectáculo callejero? Quizá pasó a una librería en el camino).

Pero sabe que no hay excusa alguna. Sabe que ni el tránsito ni el celular sin batería ni las actividades de Martín son la razón por la que éste no ha acudido a la cita. No lo culpa, entiende que su relación es poco común, que ni siquiera sabe qué son, aunque comprende lo que no son. No son pareja. Son algo de un rato, compañeros ocasionales. Entiende el porqué de la ausencia de Martín, pero eso no significa que deje de doler.

Mira una vez más a su alrededor, aun albergando la esperanza de ver una cabellera rubia entre tantas cabezas castañas y piel morena. No ve nada. Sonríe con amargura, ¿es que se puede ser tan tonto? Claro que sí, él es la prueba viviente de que el corazón saca el lado más idiota de las personas. El lado idiota y el lado inocente, el que espera sin importar qué, el que cree, el que aun teniendo lo evidente frente a sus ojos se niega a ver lo que en verdad sucede.

Pedro se pone de pie, mete las manos en sus bolsillos y camina, alejándose de la banca en la que estuvo sentado y del árbol que le prestó su sombra; se despide en silencio de la familia de ardillas. Muerde su labio inferior cuando está a punto de murmurar algo en contra de Martín. No es su culpa, se repite, no es su culpa no quererlo tanto como él lo quiere; no es su culpa que Pedro se tome las cosas tan en serio cuando debería tener muy claro que es cosa de un rato y recordar que el acuerdo no fue involucrar sentimientos.

Llega a una avenida, camina hasta una esquina y espera a que el semáforo de peatones le indique que puede cruzar. Vuelve a mirar la hora, preguntándose qué podría hacer un jueves a las cuatro de la tarde. No tiene hambre y no tiene ganas de ir a algún lugar en particular. Tal vez esperará a que comience a llover, buscará un refugio y permanecerá ahí hasta que el cielo aclare una vez más. O hasta que sea necesario regresar a casa. Lo que suceda primero.

El hombrecito del semáforo se pinta de verde y está por dar un paso adelante para cruzar cuando siente que el celular vibra dentro de su bolsillo. Su corazón se detiene. O parece detenerse por unos segundos, los mismos que tarda en hacerse a un lado para dejar pasar a otros peatones, en meter la mano dentro del bolsillo y sacar el artefacto, en cuya pantalla puede leer MARTÍN con letras grandes y brillantes. Traga saliva lentamente, respira profundo y contesta la llamada.

—¿Bueno? —dice y espera que su voz no tiemble tanto como cree que lo ha hecho.

—Pedro... —escucha la voz de Martín y no responde—. Che, ¿estás?

—Sí, aquí ando —se apresura a añadir—. ¿Qué onda?

—Acabo de ver la hora —se excusa Martín—, perdón. Estaba haciendo otras cosas y... ¿qué tal si nos vemos otro día? Aún no termino.

Pedro vuelve a sonreír, es la misma sonrisa amarga. Cierra los ojos con fuerza y al abrirlos murmura su respuesta:

—Claro, por mí no hay problema. ¿Nos ponemos de acuerdo después?

—Sí, sí.

—Vale. Entonces estamos en contacto. No te quito tiempo.

—No me quitas el tiempo, boludo. ¡Yo te llamo! Chau.

—Sí. Adiós.

La llamada se termina. Pedro guarda el celular en su bolsillo y espera a que el semáforo vuelva a darle el paso. Algo en su interior le dice que aquella ha sido, realmente, una excusa, que Martín no quiere verle. Otra parte suya, por el contrario, le exige que crea en él, que Martín es un hombre ocupado y no siempre tiene el tiempo para salir o para hacer algunas otras cosas. Mientras camina, piensa que es menos doloroso si deja que la venda siga sobre sus ojos, que es más sencillo confiar en que Martín le dice la verdad y que aún hay algo de esperanza, que su relación de sólo un rato puede pasar a ser algo real y profundo. Piensa que creer es más sencillo, que es lo mejor. Y Pedro quiere creer.

[Latin Hetalia] Colección ArgenméxDonde viven las historias. Descúbrelo ahora