57: Vuelve

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Era luz pura, signo de buen presagio, prosperidad y fuerza, estandarte del bien.

Su misión en esas tierras fue clara desde que dio luz a la oscuridad que lo invadía. Crear un reino, donde todos sus hijos fueran delicadamente cuidados y adorados, llevados a la cima de la gloria y allí deslumbrar junto a ellos. Su misión, era ser un padre y una madre, para todas aquellas criaturas bajo su luz, arroparlas de los peligros, caminar junto a ellos y aportar lo que necesitasen, se lo merecieran o no.

Después de todo, ¿no es eso la labor de unos padres? Había nacido de la fe de unos destinados, un deseo más grande que ellos mismos, de sacrificarse por un futuro, de entregarse, de realizarse. Mawu fue un dios nacido de un gran amor y un honorable deseo.

Cubrió toda la tierra que alcanzó con su manto de bien y la protegió, acogiendo a criaturas, sin hacer distinciones, buenas o malas, eran sus hijos, pero pronto descubrió que no todos los hijos son iguales. Algunos, saben aprovecharse.

Ese fue el caso de las criaturas más fascinantes que abrazó, capaces de las más hermosas cosas, y de las más crueles, y Mawu los quiso por igual, hasta que su entrega por aquellos que nunca se lo merecieron, le enseñó que incluso Mawu mismo, tenía dos caras. Una que colmó de caprichos, que dio todo de sí, que intentó satisfacer a quienes no se cansarían de pedir, que intentó saciar a quienes jamás cambiarían, olvidando a aquellos que amaban a Mawu, no por sus regalos, si no por sus dones.

Mawu, exhausto del egoísmo y la maldad que crecía en aquellos que había consentido, cerró los ojos, y cubrió sus oídos. El tiempo haría que el dios durmiente tuviera el silencio deseado, y sin ruegos de hijos egoístas, sin oraciones de buenos seres, simplemente siguió durmiendo.

Durante el sueño su luz continuó bañando sus hermosas tierras, aún que ya no tan mimadas, hasta el día que un suave cosquilleo en su oído le hizo entreabrir los somnolientos ojos. Alguien rezaba, pero Mawu, estaba cansado de ruegos.

Pronto el cosquilleo se hizo murmullo, y más tarde un incesante compás, cientos de voces unidas, día y noche, en un único ruego. Mawu no pudo resistir, sus hijos, por fin se unían, sus hijos, necesitaban de Mawu. Abrió los ojos, despertó del sueño, y escuchó. Entonces su corazón se rompió. Había abandonado tanto a sus hijos que ahora rogaban por ser salvados, se sintió como unos padres descuidados. Las lágrimas de los hombres fueron las suyas, también las pesadillas de los niños. Por eso, cuando le rogaron salvación, Mawu se la dio, a pesar de tener que sacrificarse, pero es que eso, es lo que deberían hacer todos los buenos padres.

Aún así sonrió, sabiendo que no sería un sacrificio permanente, que sus buenos hijos retribuirían su generosidad devolviéndolo a la vida, pues su única petición fue clara. Si, él desaparecería, pero dejaría tras de sí, algo que los obligaría a recordarlo y venerarlo, renacería de su propia luz, más fuerte, más deslumbrante. El dios que acabó con el dragón, el gran dios que les dio la paz.

Pero falló.

Aquellos en quienes confió lo abandonaron, huyeron lejos, olvidando que él una vez existió, olvidando quién fue su salvador. Robaron aquello que debía ser usado para su adoración, escondiéndolo del mundo, dos criaturas, que jamás sabrían de él, junto a héroes que jamás lo recordaron.

Y allí, reducido a la escoria del carbón quemado, se agazapó al incesante rojo vivo del odio y la rabia en el que se convirtió, y esta vez fue él, quien empezó a susurrar a aquellos que quisieron ser hijos egoístas e insaciables.

Y eso era todo lo que quedaba de Mawu, de vuelta en una tierra que ya no le pertenecía robada por otros dioses, ante los hijos mimados de esos dioses, ante los ojos violetas abrasados en odio que aquel día se esforzó en destruir.

Olor a manzanaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora