1. Resiliencia

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Obra seleccionada para la antología de narrativa boliviana de la Cámara del Libro de La Paz en el marco de la Vigésima Feria Internacional del Libro de La Paz (2015)

Obra seleccionada para la antología de narrativa boliviana de la Cámara del Libro de La Paz en el marco de la Vigésima Feria Internacional del Libro de La Paz (2015)

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Día flojo de trabajo, salí de la oficina con pocos ánimos de existir. Pensaba en Charles Bukowski, el nihilismo, y la facilidad que él tenía para desagradar a la gente; conozco pocas personas que se deleiten con su literatura, menos que la entiendan. Me entremezclo tan fácilmente con gente como él, que pronto entendí que hay demasiados resentidos en el mundo, igual de insoportables e insufribles que yo. A secas, noté que la mayoría de la gente que conozco es bilingüe: hablan Español y Huevadas.

Avenida Arce, ciudad de La Paz, Bolivia. Estaba parado frente al Multicine, centro comercial muy frecuentado por jóvenes, púberes y adolescentes. Me detuve en la puerta del edificio, encendí un cigarrillo y empecé a esperar a la persona que me citó. Su intención era ver una película conmigo, ella eligió: "The Avengers". Yo me rehusaba a ver ese filme, pero terminé convencido por una sonrisa mínima.

Y allí estaba yo, con mi traje de pasante universitario, fuera del trabajo a una hora anormal y esperando a una chica. Miré en derredor, había grupos de muchachos y muchachas haciendo el típico escándalo de quienes se divierten. Todos tenían una cosa en común: eran flacos cuello-largo de raza blanca. En el estacionamiento había autos aguardando a los chicos que me rodeaban, en algunos casos eran los padres, saliendo de su turno del trabajo para recoger a sus hijos o hijas. Mientras miraba a la "bonita" gente pudiente de la burguesía k'ara paceña, un andrajoso vagabundo se me acercó y me pidió dinero; mi presupuesto era corto así que no pude hacer más que sonreírle, ofrecerle un cigarrillo y una flama de fuego de mi mechero. El sujeto agradeció y se fue. Miraba al oscuro vagabundo irse cuando noté las insólitas expresiones de asco de los niños que me rodeaban. No sé si sintieron náuseas del vagabundo, o de mi actitud hacia él; sospecho que solo sintieron antipatía de mi fea cara y mi expresión de psicópata peligroso y amargado por esa insólita obligación de comer, dormir, respirar y cagar. Eso es lo que significa estar "biológicamente vivo", ¿no?; vaya, menudo absurdo intrascendente.

Seguí esperando, ella estaba retrasada. Vi a una joven parejita pararse a mi lado, de toda la puta plaza del centro comercial se tenían que parar justo a mi lado. Niño y niña estaban tomados de la mano. Compartían un helado mientras el chiquillo le decía cosas bastante pusilánimes a quien, por deducción, pensé sería su noviecita. Recordé un libro que publiqué el 2011, el amor de cachorros, y sonreí para mis adentros. El muchacho se alejó un momento para comprar no sé qué y la niña me miró de reojo; desvié la mirada, ella me preguntó la hora, "cinco y media", dije, "no le hablaba a usted", respondió; noté que le hablaba a un sujeto que estaba detrás mío, imaginé que era su padre. El tipo me miró y esbozó una mueca hostil, como si mi cara tuviera el perfil de un pedófilo violador, mientras la chiquilla solo me ojeó como si mi existencia entera fuera menos que algo que se sacó de la nariz. Cuando regresó el muchacho, los tres se fueron muy felices en una vagoneta Durango; sentí asco de las familias acomodadas de raza blanca.

Pasó otro vagabundo, me pidió dinero, le di otro cigarrillo; el sujeto se fue, sonriendo. Seguía esperando, cuando lo noté ya me había quedado dos horas parado allí. En ese tiempo, un policía me obligó a alejarme del cajero automático porque debían cambiarle el dinero; otra mirada de inmundicia, esta vez procedente de un traje verde olivo y una escopeta en las manos. También se topó conmigo un hombre de traje, notoriamente caucásico y yo creo que israelita, ni siquiera se disculpó por haberme atropellado; y de sionismo, ni hablar. Un par de cholitas, de etnia aymara, me pidieron irme más lejos porque tapaba sus puestos de venta. Cerca de donde me aposté fui desalojado por un técnico de raza negra, que quería arreglar las conexiones telefónicas, justo donde estaba parado. Terminé sentado en una banqueta, soportando las ambrosías amorosas que un par de adolescentes salpicaban sobre mi irritada mente. Sentí una especie de ácido reemplazando la linfa de mi cuerpo. La existencia biótica es fastidiosa, la humanidad es fastidiosa; todo este mamotreto de la post-modernidad lo es. El mundo del show, del espectáculo, de las apariencias. Algo dentro de mí lo sabía y no me aliviaba, como tampoco el alcohol alivia una herida que debe ser desinfectada. Quizás por eso soy alcohólico: para desinfectar la basura que se me pega entre las sienes cada vez que debo salir de mi madriguera y comerme la misma porquería de todos los días con incansable resiliencia.

Miré el reloj, ya habían pasado dos horas y media; mi cita no llegaba. Encendí otro cigarrillo y entonces la flama del mechero me hizo notar algo importante: No tenía tal cita porque la chica que me citó no existía, en primer lugar. Eso lo inventé para evitar que mi jefe me diera trabajo extra. Reí por lo patético que me sentí, abandoné el centro comercial y fui a casa para llenar mi vesícula de vodka. Añoré algo de licor anisado, pero esa noche le tocaba su turno al piano.

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