11. Crónica de un alcohólico

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Dio un trago a la botella de vodka a tiempo que apartaba las cortinas de la ventana para ver la lluvia caer. Siempre le había gustado la época de lluvias. Oh La Paz, mágica ciudad de avatares y trasgos refinados. Toda la urbe estaba gris y lluviosa, era una cueva de cuervos nocturnos cacareando al sol de medianoche. Él siempre había disfrutado de aquella cueva con el suelo en comba. Le encantaba la lluvia desde que tuvo uso de razón, toda su niñez. Pero ya no era un niño pequeño como para quedarse a observar la lluvia, totalmente maravillado, desde la ventana del salón. Se apartó de allí y siguió bebiendo mientras sus pensamientos viajaban por los recuerdos del pasado.

En aquel entonces Pablo solo tenía diez años y observaba, fascinado, la fuerza de la lluvia al caer sobre la ventana del salón, sin prestar demasiada atención a lo que fuera que estuviese haciendo su hermano pequeño. El ruido de la porcelana al romper en mil pedazos sacó a Pablo de su ensimismamiento. Miguel había tirado al suelo un jarrón de porcelana, carísimo al parecer, al que su madre le tenía un grandísimo aprecio. Ambos, aunque pequeños, conocían perfectamente las consecuencias de aquel terrible hecho. Miguel se puso a temblar, su expresión denotaba terror. Auténtico terror.

—¿Qué pasará ahora? —susurró.

La puerta del salón se abrió y ambos sabían que ésa era la señal de perdición para Miguel. Entró la madre. Observó su preciado jarrón hecho añicos y su ira pareció desatarse al instante. Gritó llamando a su marido. Y gritó maldiciendo a sus hijos. En cosa de segundos, el padre de los chicos observaba lo ocurrido.

—¿Quién ha sido? —bramó.

Miguel se apartó un poco, atemorizado, intentando pasar desapercibido. Su padre, que había notado la acción del menor de sus hijos, se acercó a él y le arreó una bofetada. Miguel empezó a llorar.

—¡¡Tú!! Estúpido e indecente pendejo de mi culo. ¡Las pagarás, mocoso!

Cogió a Miguel por una oreja y tiró de él. Después le dio una patada en la pierna derecha, haciendo que éste cayese de rodillas al suelo, llorando.

—¡No! —el grito de Pablo, hasta ahora ignorado por sus padres, atrajo su atención—. No fue él —tragó saliva—. Fui yo.

Miguel lo miró asustado, consciente de lo que iba a pasar a continuación. Pablo era, a ojos de su hermano, un auténtico héroe; pues era él quien siempre se oponía a que lo castigaran, llevándose incluso castigos peores por ello. Cuando Pablo estaba cerca, Miguel sentía que nada malo podría pasarle nunca. El padre de los chicos soltó a Miguel, le gritó que subiera a su cuarto y se dirigió al mayor de los hermanos.

Lo próximo que sintió el pequeño fueron patadas y puñetazos por todo su cuerpo. Gritó. Gritó de dolor, pero siguió con una sonrisa en la boca sabiendo que, al menos, había conseguido librar a su hermano de su castigo.

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