3. Caballero Negro

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Otoño del año 1450 de Nuestro Señor; Formigny, Francia. Guerra de los Cien Años.

Francia e Inglaterra estaban al borde del final de un conflicto que les había consumido varias generaciones y, como todo gran conflicto, éste también iba a terminar de forma apoteósica. Los ingleses habían retrocedido desde su derrota en Orleans y estaban a punto de ser expulsados de Francia por las valientes tropas francesas. El último feudo bajo control inglés era Normandía y su retoma significaría el definitivo desalojo de los ingleses para siempre.

Sir Thomas Kyriell, comandante de las tropas inglesas, había rechazado la primera carga de las tropas del Conde de Clermont y finalmente se había hecho de los cañones franceses durante la contracarga. Diezmados y con la moral baja, los franceses habían hecho retroceder sus líneas y los ingleses habían empezado la caza de sus enemigos con el río Aure a sus espaldas.

—Mi señor, los franceses huyen —reportó Sir Gough al comandante Kyriell que veía con satisfacción la victoria de sus tropas.

—Excelente, que los Caballeros del Tigre Blanco avancen por los flancos para cerrar el paso a esos cerdos franceses —ordenó Kyriell.

La victoria no podía estar muy lejos, Kyriell y sus hombres casi podían saborearla. Pero entonces, una sensación helada y oscura se apoderó de los ingleses. Desde el puesto de campaña, el comandante Kyriell pudo ver a lo lejos una sombra asesinando a sus hombres. Las cabezas volaban, los brazos y piernas eran cercenados, los cuerpos eran partidos a la mitad mientras los alaridos de horror empezaban a regar el campo con sus súplicas de clemencia.

—¡Qué está ocurriendo! —bramó Kyriell embargado por un miedo que lo había dejado congelado.

—Pa... parece que él está aquí, Sir Kyriell —contestó uno de sus hombres a tiempo que los ojos del comandante se abrían desmesuradamente y su rostro palidecía.

—El Señor de los Lobos —farfulló uno de sus hombres y alguien agregó:

—¡Es Rudolph Michelle!

Su armadura negra se fundía con la bruma de guerra y las sombras de la muerte. Su yelmo, que tenía forma de una cabeza de lobo y que estaba rematado por una pluma azul, era el emblema de una de las escuderías más temidas de Francia; los Señores Michelle de Normandía habían soltado al caballero negro, conocido como el Señor de los Lobos por su fama de domador de canes salvajes.

—¡Arqueros, rodeen a ese hombre por los flancos y disparen! —ordenó Kyriell.

La carga de Rudolph había hecho retroceder las líneas enemigas, desbaratada por completo la vanguardia se batía en retirada. Los rostros de los ingleses, llenos de espanto, eran rápidamente alcanzados por la espada del caudillo francés que avanzaba presa de su sed de muerte. Su armadura estaba totalmente bañada de sangre, pero era imposible definir si era suya o de los hombres que había matado. Tenía un par de flechas clavadas en un brazo y una pierna, pero aquellas heridas no le frenaban. Sus estocadas eran mortalmente veloces y su espada, de casi dos metros, mutilaba a varios hombres de un solo mandoble.

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