1. Tal vez

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Cuando entró en el aparcamiento del instituto y aparcó el viejo Jaguard, con su tono rojo tan descolorido que parecía rosado y esa tapicería marrón desgastada, se alegró más de no haber aceptado el nuevo coche que su madre y Taker le habían ofrecido. No le cabía duda de que la falta de ostentación monetaria facilitaba un poco la misión que se había impuesto para su primer día de instituto: que su vida les importara lo menos posible a las personas equivocadas. Pero ¿quiénes eran esas personas? Sin duda toda la gente que en un momento de su vida había pisado un instituto sabía señalar a ese grupo de personas, personas que para el grupo de gente al que ella pertenecía, el de los raritos, eran bastante peligrosas: los populares. En un instituto los populares se clasifican en subgrupos. En el escalafón más alto estaban las estrellas. Las estrellas nunca destacaban en materias como la música o las matemáticas, no, ellos lo hacían en los deportes, y normalmente lo constituían estudiantes del género masculino. A su mismo nivel, pero del sexo opuesto estaban las animadoras, barbies que dedicaban la mitad de su tiempo a retocarse el pelo y el maquillaje y la otra mitad la repartían entre besar el suelo que las estrellas pisaban y reducir el mundo de los que consideraban inferiores a ellas a un absoluto infierno. Otro subgrupo de populares eran los rebeldes. Los rebeldes no solían ser ni por asomo como las estrellas, gente a la que todo estudiante quería parecerse, no, ellos eran un grupo cuanto menos especial. Los rebeldes basaban su existencia en romper las normas, volver locos a los profesores, pasar de todo lo demás, y, excepcionalmente, asustar a los pobres novatos que no habían aprendido aún a no cruzarse en sus caminos. Pero la mayor diferencia entre un rebelde y una estrella era que por mucho que los segundos brillaran más y atormentaran a todo ser viviente que tuviera algo más de cerebro que el de una aceituna, eran los primeros quienes realmente tenían controlados a su gusto los pasillos del instituto. Lo mejor era que normalmente había más probabilidades de encontrar un rebelde agradable que una estrella sin ínfulas de divo.

Esos eran principalmente los tres subgrupos de populares que reinaban en los institutos, pero no eran ni por asomo todos los que te podían dar problemas en un momento dado. Los empollones solían ser una especie bastante pacífica, siempre y cuando no tuvieras que hacer un maldito trabajo con ellos, en ese caso podías darte por perdido. Los empollones además tenían su propio territorio en el que se creían los reyes del mambo, y pobre del desgraciado que osara llevarles la contraria mientras estuviera en ese lugar sagrado porque sus represalias podían ser mucho peores que todo lo que pudieran llegar a hacerte los populares. Ese territorio no era otro que la biblioteca, y dependiendo del instituto conseguían llevar a cabo la conquista de la sala de ciencias. Además estaba el hecho de que si no eras una estrella, no habías entrado en el grupo de animadoras, ni eras un rebelde sin causa y aún encima los empollones te odiaban tus opciones de pertenecer a un grupo en el instituto se reducía a dos opciones: la gente normal, con aspiraciones normales, sueños normales y vidas normales, y que se habían convencido a sí mismos de lo normales que eran, y el grupo de los frikis. Y Audrey tenía más que asumido, y estaba orgullosa de ello, que era miembro honorífico de ese selecto club también conocidos como los raritos. O al menos lo había sido en su anterior instituto.

¿Qué cuáles eran las desventajas de ser un friki? Sin duda se podrían enumerar miles de esas desventajas, pero al final todo quedaba englobado en una: eras el objetivo de toda burla, abuso, ofensa o broma de todos los demás grupos del instituto. Sí, sin duda eso era una enorme putada cuando acudías a un instituto corriente, uno donde no predominaba un último grupo tan exclusivo como la edición limitada del disco recopilatorio de los Rolling Stones firmada a mano por todos los componentes de la gloriosa banda de rock: los pijos. Porque si eras rarito, o friki, y acudías a un instituto de ricachones que desayunan todas las mañanas tortillas de huevos de colibrí, entonces la enorme putada adquiría un nuevo nivel en el ranking de putadas, y tu día a día pasaba de ser un calvario al más horrible de los infiernos.

Caramelo de limónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora