-¿Qué quieres de mí?
-Quiero que tus malditos labios se posen sobre mis malditos labios, y que nuestras malditas bocas encajen como un maldito rompecabezas.
-¿Qué se supone qué...?
-Bésame. ¿O es que acaso un nerd como tú o entiende el vocabulario d...
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«Un maldito rompecabezas.» —Daniel
Un mes ha pasado.
Un mes desde que volví a conocer a JiHyo según ese trato que hicimos.
Un mes desde que vimos juntos la película Agua para elefantes.
Un mes desde que pasamos juntos cada hora de clases, hablando, riendo, pero sin hacer mención de ningún sentimiento ni del beso que compartimos en medio de la cafetería.
Beso que, gracias a Dahyun y sus contactos en el periódico, evitamos que apareciera en primera plana. O en los rumores. Incluso en la fastidiosa sección de «¡último momento!».
Y vaya que la presidenta del periódico había recibido información jugosa y detallada de ello; fotografías, relatos exagerados de lo que sucedió y cómo ocurrió, inclusive tiempo exacto que duró el beso del nerd y la perra.
Agradecía a Hyun cada día por haber evitado ese tipo de notas.
Así que debido a ella, nunca volvimos a mencionar aquel hecho, ni tuve la oportunidad de repetirlo, es decir, Dahyun siempre estaba en medio de Ji y yo. Ella era el muro que nos separaba, quizá no con ese propósito, pero lo hacía. Nos hicimos muy buenos amigos... ¡con decir que hacíamos todo juntos! Almorzar, hablar en los corredores, reírnos de los mismos chistes.
Más aún con Ji. Todos los días, sin excepción alguna, la llevaba a su casa.
Pero sentía que iba a explotar en cualquier instante si no le decía que estaba enamorado de ella.
Era muy loco, porque había conocido a sus abuelos, a su padre ―una vez que la acompañé al cementerio―, y también a su gato.
Y podía asegurar que cada uno de ellos sabía de mis sentimientos, incluso su padre desde el cielo.
―¿Cuándo se lo dirás?
―Mañana.
Ese había sido el diálogo entre Hyun y yo durante el último mes, cuando Ji no estaba cerca.
Dahyun me presionaba para que yo le confesara mis sentimientos, sin embargo, cuando estaba con Ji me era imposible. Me había acostumbrado tanto a ella, a su aroma, a ver sus lunares de cerca, a respirar de su aliento cada vez que cuchicheamos, que me daba pavor perderla.
Porque sabía que si abría mi corazón y ella no me correspondía, entonces perdería todo... incluida esa sonrisa siniestra y juguetona que esbozaba cuando me llamaba «estúpido» y yo le fruncía el ceño.
Guardé las cosas en mi casillero, después de haber devuelto unos libros en la biblioteca, y me apresuré en llegar al viejo Impala de Seulgi.
¿Por qué me apresuraba? Porque como todos los días, Ji me estaba esperando allí a la salida de clases.