CAPÍTULO I

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Reunidos en la capilla del prestigioso colegio Welton, una institución docente privada sumida en el corazón de las co­linas de Vermont, unos trescientos muchachos uniformados esperaban educadamente, sentados a uno y otro lado del pa­sillo, rodeados de familiares cuyos semblantes resplande­cían de orgullo. De repente, se oyó elevarse bajo las bóve­das el amplio y sinuoso sonido de una gaita; con un solo mo­vimiento las cabezas se volvieron hacia la entrada de la ca­pilla y a contraluz se vio la silueta de un hombre encorvado por la edad, al que una amplia toga hacía que pareciese aún más pequeño. Después de prender un cirio que llevaba en un candelabro de plata, encabezó con dignidad una procesión compuesta por estudiantes que llevaban estandartes, una pléyade de antiguos alumnos y profesores ataviados con la toga doctoral. La procesión se sumió en la augusta capi­lla deslizándose sobre las losas de la nave central.
Los cuatro chicos que portaban los estandartes en los que se podían leer, bordadas en letra gótica, las palabras «Honor», «Tradición», «Disciplina» y «Excelencia», avanza­ron con paso solemne hasta el estrado, seguidos a unos pa­sos por el pelotón de profesores. El portador del candela­bro, cuya atención se dedicaba por entero a proteger la lla­ma de las corrientes de aire, cerraba en ese momento la marcha.
El decano del colegio, el señor Gale Nolan, un hombre de unos sesenta años con ojos de búho y pico de águila, se asomaba en el estrado con expresión bondadosa, el busto erguido y con las palmas de las manos en las esquinas de su pupitre.
—Señoras y señores... Queridos muchachos —declamó, haciendo un gesto teatral hacia el candelabro—. La llama del conocimiento.
Con los circunspectos aplausos de la asistencia, el an­ciano presentó entonces el cirio alargando los brazos, con toda la lenta ceremonia que exigían sus funciones. Se im­puso un respetuoso silencio, y el soplador de la gaita fue a sentarse en el extremo izquierdo del estrado, mientras los cuatro muchachos bajaban sus estandartes e iban a reunir­se con sus compañeros.
El detentador del saber se adelantó entonces hacia las primeras filas, donde esperaban los alumnos más jóvenes, con una vela apagada en la mano. Lentamente, se inclinó para recibir la llama que le ofrecía el alumno del final de la fila.
—Los mayores pasarán la llama del saber a los menores —cantó el decano, mientras uno tras otro, los chicos pren­dían sus velas con la del vecino—. Señoras y señores, alum­nos y antiguos alumnos... En este año de 1959 celebramos el centenario de la fundación de nuestro colegio. Hace cien años, en 1859, cuarenta y un muchachos, sentados en esta misma capilla, se enfrentaron con la misma pregunta que ahora me dispongo a plantearles y que se os planteará en cada principio de curso.
El señor Nolan hizo una pausa deliberada, haciendo que su mirada discurriese sobre los jóvenes rostros ansiosos.
—Señores, ¿cuáles son las cuatro columnas?
Las cabezas se alzaron, y por un momento no se oyó más que el ruido de los zapatos sobre el pavimento de losas. Todd Anderson, uno de los pocos estudiantes que no llevaban la chaqueta de la escuela, pareció dudar. Con un codazo, su madre le exigió que hiciese como sus compañeros. El ros­tro del muchacho era adusto, había una negra tristeza en los ojos. Se levantó y, sin abrir la boca, miró alrededor a sus compañeros, que empezaron a clamar como un solo hombre:
—¡Honor! ¡Tradición! ¡Disciplina! ¡Excelencia!
El señor Nolan inclinó la cabeza con un gesto de satisfacción, y los muchachos volvieron a sentarse. Cuando el úl­timo crujido se perdió bajo la bóveda, un silencio expectante cayó sobre la capilla.
—En su primer año de existencia —tronó el decano, inclinándose ante el micrófono—, el colegio Welton tuvo cinco premios de honor. El año pasado tuvimos cincuenta y uno. En su mayoría, los premiados han visto abrirse ante ellos las puertas de las Universidades de más prestigio.
Los entusiastas padres saludaron con una salva de aplau­sos los buenos resultados conseguidos gracias a los deno­dados esfuerzos del señor Nolan. Dos de los portaestandar­tes, Knox Overstreet y su amigo Charlie Dalton, se unieron a la ovación, conscientes de pertenecer a una elite. Sentados junto a sus padres, ambos llevaban el uniforme del co­legio Welton, del que parecían los más perfectos represen­tantes, cada uno a su medida: Knox, con el cabello corto, era un adolescente de aspecto deportivo y de sonrisa fran­ca y directa. En cuanto a Charlie, con su mechón de pelo caído y su actitud de arrogancia, evocaba a la vez al hijo de buena familia y al arquetipo del estudiante de preparatoria.
—Este éxito ejemplar —prosiguió el señor Nolan, mien­tras Knox y Charlie intercambiaban miradas cómplices con sus compañeros de las filas próximas— es el resultado de nuestra ferviente adhesión a los valores que se inculcan en este lugar. Por esta razón, vosotros, los padres, nos confiáis a vuestros hijos; y por este mismo motivo somos hoy uno de los mejores colegios preparatorios de los Estados Uni­dos. Pasar por Welton es para vuestros hijos el primer paso para los altos cargos que les esperan.
Nolan hizo otra pausa para saborear mejor una nueva salva de aplausos, que aparentó querer cortar con una lige­ra elevación de las manos.
—En cuanto a vosotros, nuevos reclutas —siguió diciendo Nolan, dirigiendo su mirada a los más jóvenes—, tenéis que saber que la clave de vuestro éxito descansa en estos cua­tro pilares. Y esto afecta asimismo a los estudiantes de úl­timo año y a los que acaban de ser trasladados aquí.
Con estas palabras, Todd Anderson se removió en su asiento, sintiéndose afectado personalmente por ellas.
—Los cuatro pilares son la divisa de nuestra institución y se convertirán en la piedra de toque de vuestras vidas.
—Premio de honor Richard Cameron —llamó Nolan.
Inmediatamente, uno de los portaestandartes saltó en pie.
—¡Presente! —gritó Cameron.
Junto a él, su padre enrojecía de gozo.
—Cameron, ¿qué es la tradición?
—La tradición, señor Nolan, es el amor al colegio, la pa­tria y la familia. Y la tradición en Welton es ¡ser los mejores!
—Bien, señor Cameron.
El chico volvió a sentarse, con la espalda rígida, inmer­so en la mirada clueca de su padre.
—Premio de honor George Hopkins. ¿Qué es el honor?
—El honor es la dignidad moral por el cumplimiento del deber —respondió sin dudarlo el muchacho al que se le ha­bía hecho la pregunta.
—Bien, señor Hopkins. Premio de honor Knox Overstreet.
Knox se levantó.
—Presente.
—¿Qué es la disciplina?
—La disciplina es el respeto debido a los padres, a los profesores y al decano del colegio. La disciplina debe ser espontánea.
—Gracias, señor Overstreet. Premio de honor Neil Perry.
Knox volvió a sentarse, sonriendo. Sus padres, sentados uno a cada lado de él, le palmearon el hombro a modo de felicitación.
Neil Perry se puso en pie a su vez. Era un adolescente de rasgos delicados, casi femeninos, pero que gozaba de un cierto ascendiente entre sus compañeros —ascendiente que debía a sus resultados escolares y también a una especie de generosidad intelectual—. Llevaba el pecho cubierto de me­dallas al mérito. Le presentó al decano una expresión abso­lutamente cerrada.
—¿Y la excelencia, señor Perry?
—La excelencia es el fruto de un trabajo encarnizado —repuso Perry en voz alta pero monótona—. La excelencia es la clave del éxito, tanto en los estudios como en la vida.
Volvió a sentarse sin apartar la vista del estrado. A su lado, su padre permaneció inmóvil, sin dedicarle el menor gesto de satisfacción.
—Señores —siguió diciendo Nolan—, no cabe duda de que trabajarán en Welton más de lo que han trabajado en toda su vida, y su recompensa será ese éxito que esperamos de ustedes.
»El señor Portius, nuestro querido y eminente profesor de Literatura, que nos ha dejado para disfrutar de un reti­ro ampliamente merecido, les da a ustedes la oportunidad de conocer a quien va a hacerse cargo del estandarte, el señor John Keating, también él diplomado en este colegio, con las felicitaciones del jurado examinador, y que ha enseña­do durante muchos años en la famosísima escuela Chester de Londres.
El señor Keating, sentado con los demás miembros del cuerpo docente, se levantó e inclinó ligeramente el busto para saludar a los asistentes. De unos treinta años, con el cabello castaño y los ojos marrones, el nuevo profesor de Literatura, de estatura y corpulencia mediana, se distinguía de sus colegas por su juventud y por un cierto resplandor que animaba su mirada. Daba la sensación general de ser un hombre respetable y erudito, pero el padre de Neil Perry, molesto por el cambio, no dejó de considerarle con cierta sospecha.
—Para concluir esta ceremonia de bienvenida —dijo el decano—, me gustaría llamar a este estrado al titulado más antiguo de Welton aún vivo, el señor Alexander Carmichael, de la promoción de 1886.
Los asistentes se levantaron para aplaudir a un augusto octogenario, quien, rechazando con irritación las manos que se le ofrecían para ayudarle, se dirigió con una penosa len­titud hacia el estrado. Murmuró unas palabras casi ininte­ligibles y así acabó la ceremonia. Abandonando el recinto de la capilla, la multitud de alumnos y padres se desparra­mó al pie de las dependencias del colegio.
Los muros ennegrecidos por los años parecían unirse a una tradición ya centenaria para aislar Welton del resto del mundo. En el escalón más alto del atrio, como un clérigo que contemplase a sus ovejas a la salida del servicio domi­nical, el decano Nolan asistía a las despedidas que intercam­biaban las familias.
La madre de Charlie Dalton apartó el mechón que caía sobre los ojos de su hijo y le estrechó contra su corazón. Des­pués de un corto abrazo, Knox Overstreet y su padre die­ron unos pasos juntos, mirando hacia el parque que se ex­tendía ante ellos. El padre de Neil Perry, sin abandonar su actitud marcial, ponía orden en las insignias prendidas en el pecho de su hijo. En cuanto a Todd Anderson, un poco aparte, entretenía su desesperanza desenterrando una pie­dra con la punta del zapato. Sus padres conversaban a cier­ta distancia con otro matrimonio, sin preocuparse lo más mínimo de su hijo. Con los ojos fijos en el suelo, Todd se sobresaltó al ver de repente al señor Nolan inclinarse para leer el nombre inscrito en el borde de su bolsillo.
—¡Ah, señor Anderson! No se encuentra usted ante una sucesión fácil, jovencito. Su hermano era sin lugar a dudas uno de nuestros elementos más brillantes.
—Gracias, señor —murmuró Todd.
Con las manos cruzadas en la espalda, el decano se alejó sin rumbo definido y se unió a la muchedumbre de padres y alumnos, saludando y sonriendo aquí y allá con una mez­cla de bonhomía y suficiencia. Se detuvo ante el señor Perry y su hijo, apoyando una mano afectuosa en el brazo del mu­chacho.
—Tenemos muchas esperanzas depositadas en usted, se­ñor Perry —dijo.
—Gracias, señor decano.
—No les decepcionará —aseguró el padre del chico—. ¿No es cierto, Neil?
—Haré todo lo que pueda, padre —repuso el muchacho mirando al suelo.
Nolan le gratificó con una paternal palmada en el hom­bro antes de seguir con su ronda de propietario. Muchos de los alumnos más jóvenes estaban emocionados hasta las lá­grimas y sus barbillas temblaban mientras besaban a sus padres, de los que algunos de ellos nunca se habían separado.
—Ya verás cómo esto va a gustarte —dijo un padre agi­tando la mano por última vez antes de alejarse con paso rápido.
—No seas crío —regañaba otro, dándole un meneo a su hijo que sollozaba.
Poco a poco, los padres iban volviendo a sus automóvi­les; el aire tibio y suave del verano ahogaba el ruido pesado de las portezuelas, y desaparecieron lentamente, con un úl­timo resplandor cromado, bajo los grandes olmos de la ave­nida principal.
Los muchachos quedaban librados a sí mismos. O, más exactamente, habían encontrado en Welton un nuevo hogar, perdido en los bosques de Vermont.
—Quiero volver a mi casa —lloriqueó un chico rezaga­do en el patio.
Un condiscípulo mayor le rodeó los hombros con un bra­zo reconfortante y le llevó amablemente hacia la entrada del dormitorio.

La sociedad de los poetas muertos.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora