CAPÍTULO VI

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McAllister tomó una silla y se sentó junto a Keating en la gran mesa de los profesores.
—¿Me permite? —dijo, sentándose.
—Por favor —le respondió Keating.
La sala resonaba con tintineo de los cubiertos y los va­sos. En un nivel un poco más bajo, los alumnos comían al­rededor de una veintena de grandes mesas de madera de roble.
—Muy interesante su clase de esta mañana —empezó McAllister con un deje de sarcasmo.
—Lo siento si le ha ofendido.
—Oh, no se disculpe. En realidad era apasionante, incluso aunque esté usted equivocado.
Keating enarcó las cejas.
—¿Equivocado?
McAllister meneó la cabeza con aire doctoral.
—Indiscutiblemente. Corre usted un gran riesgo animándoles a convertirse en artistas. Cuando comprendan que no son ni Rembrandt, ni Shakespeare, ni Mozart, entonces le odiarán.
—Se equivoca usted, Georges; no se trata de hacer de ellos artistas. Yo quiero forjar espíritus libres.
McAllister hizo como que se echaba a reír.
—¡Filósofos a los diecisiete años!
—Es curioso, nunca hubiese imaginado que era usted un cínico —dijo Keating antes de tomar un sorbo de té.
—Cínico no, amigo mío —replicó el profesor de Latín—. Realista. Muéstreme usted un corazón liberado del peso vano de los sueños y yo le mostraré a un hombre feliz.
—El hombre nunca ha sido tan libre como cuando sueña —replicó Keating—. Ésa fue, es y seguirá siendo la verdad.
McAllister frunció el ceño por efecto de un intenso es­fuerzo de la memoria.
—¿Es eso Tennyson?
—No... Es Keating.
McAllister correspondió a la sonrisa maliciosa de Kea­ting y los dos se pusieron a comer con apetito.
En ese mismo momento entró Neil Perry en el comedor y se dirigió a largos pasos hacia la mesa donde estaban sen­tados sus compañeros de clase.
—¡Mirad lo que he descubierto! —les susurró con entu­siasmo—. Es el anuario de su último año en Welton.
Con un gesto de la cabeza, Neil señaló hacia su nuevo profesor de Literatura, que estaba conversando con McAllis­ter. Abrió el anuario y leyó:
—Capitán del equipo de fútbol, redactor jefe del anua­rio, va a Cambridge, mujeriego, Club de los Poetas Muertos.
Los demás trataron de hacerse con el libro, pero Neil fue más rápido.
—¿Mujeriego? —repitió Charlie riendo—. El señor Kea­ting era una buena pieza. Un punto para él.
—¿Qué es eso del Club de los Poetas Muertos? —pregun­tó Knox.
—¿Hay una foto del grupo en el libraco ese?
—No, ninguna —respondió Neil—. Ese Club de los Poe­tas no se menciona en ninguna otra parte.
Charlie le dio un golpe con el pie.
—Nolan —susurró.
Al acercarse el decano, Neil le pasó el anuario por deba­jo de la mesa a Cameron, y éste se apresuró a pasárselo a Todd, que le miró un momento sin comprender antes de es­conder el libro.
—Bien, señor Perry, ¿todo bien en clase? —inquirió el señor Nolan deteniéndose junto a su mesa.
—Sí, señor.
—¿Y el señor Keating? ¿Es interesante?
—Sí, señor. Precisamente estábamos hablando de él.
—Muy bien, muy bien. Estamos verdaderamente encan­tados de tenerle con nosotros. Es un hombre muy brillante, como saben.
Los chicos asintieron cortésmente con la cabeza. Cuan­do el señor Nolan se hubo alejado, Todd abrió el anuario sobre sus rodillas y lo estuvo hojeando hasta el final de la comida.
—He de devolverlo a la biblioteca —dijo Neil levantán­dose de la mesa.
—¿Qué vas a hacer ahora?
—Investigaré un poco sobre esos Poetas Muertos.
Después de la última clase del día, el grupo volvía tran­quilamente hacia el dormitorio cuando vieron al señor Kea­ting que cruzaba el campus a buen paso, con un abrigo os­curo y una bufanda, y con un montón de libros bajo el brazo.
—¡Señor Keating! —llamó Neil—. ¡Profesor! ¡Oh, Capi­tán! ¡Mi Capitán!
Con esta última interpelación, Keating se detuvo en seco y se volvió; los chicos apretaron el paso para reunirse con él.
—¿Qué era el Club de los Poetas Muertos? —preguntó Neil.
Keating pareció sorprendido.
—Estábamos mirando un antiguo anuario, y...
—No hay que avergonzarse por tener un espíritu curioso.
Los chicos esperaron una explicación, pero el profesor no dijo nada más.
—¿Qué era? —insistió Neil.
Keating miró a su alrededor como para asegurarse de que unos oídos indiscretos no pudiesen oírle.
—Una organización secreta —susurró—. Y, si quieren co­nocer mi opinión, dudo mucho que la actual administración vea la cosa con buenos ojos.
Sus ojos escrutaron el campus. Los chicos contuvieron la respiración.
—¿Juran guardar el secreto?
Se apresuraron a decir que sí con la cabeza.
—El Club de los Poetas Muertos era una sociedad cuyos miembros tenían como objetivo sacarle todo el jugo a la vida. Abríamos las sesiones con esta expresión de Thoreau. Éra­mos un grupito de gente; nos reuníamos en la vieja cueva india y, por turno, leíamos a Shelley, a Thoreau, a Whitman, o nuestros propios versos; y, con el encanto del momento, esos poetas ejercían su magia sobre nosotros.
Los ojos de Keating se animaron con este recuerdo.
—¿Quiere usted decir que sólo era un grupo de gente que leía poemas? —se sorprendió Knox.
Keating sonrió.
—Estaban invitados los dos sexos, señor Overstreet. Y, créame, no se trataba sólo de leer... Las palabras eran como néctar que hacíamos fluir en nuestras bocas con delectación. Las mujeres se desmayaban, los espíritus se elevaban... Los dioses nacían con nuestros ensalmos.
Los chicos se quedaron mudos.
—¿Por qué ese nombre? —preguntó Neil una vez más—. ¿Es porque leían ustedes a los poetas antiguos?
—Toda poesía se aceptaba y era bienvenida, señor Perry. El nombre era una alusión al hecho de que para formar parte del Club, había que morir.
—¿Cómo? —exclamaron los muchachos a coro.
—Los vivos no eran más que novicios. El estatuto de miembro de pleno derecho sólo se podía conseguir después de una vida de aprendizaje. Ya ven, yo no estoy aún más que en grado de iniciado.
Los chicos intercambiaron miradas sorprendidas.
—La última reunión tuvo lugar hace quince años —recor­dó Keating.
Después de una última mirada a su alrededor, el profe­sor se despidió y se alejó con su paso decidido.
—El Club de los Poetas Muertos —repitió Neil, viéndole desaparecer.
En ese momento sonó el timbre de la cena.
—¿Y si fuéramos esta noche a dar una vuelta por esa cue­va? —dijo Neil—. ¿Os apuntáis?
—Ni siquiera sabemos dónde está.
—Sí, hombre; está después del río. Creo que podría en­contrarla.
—Eso está a kilómetros de distancia —se quejó Pitts, a quien la idea de tal esfuerzo físico ya le tenía agotado.
—Además, está en el bosque —protestó Cameron, a quien le horrorizaba aún más la idea de cometer una infracción del reglamento.
—Pues no vengas —replicó Charlie.
—Corremos el riesgo de que nos pongan una falta —dijo Cameron, mostrando lo que pensaba para sí.
—Pues no vengas —repitió Charlie—. Así estaremos más a gusto.
El miedo a verse excluido del grupo le decidió.
—Lo que quiero decir es que hay que tener cuidado. No tenemos que dejar que nos descubran.
A lo lejos sonó la voz de Hager, llamando a los rezagados.
—¿Quién está de acuerdo? —preguntó Neil.
—¡Yo! —dijo inmediatamente Charlie.
—Yo también —dijo Cameron, con reticencia.
Los otros dudaban y bajaron los ojos ante la mirada in­sistente de Neil.
—Bueno, no sé...
—Además, está Hager, que nos vigila.
—Vamos, Pitts...
—Pitts tiene que empollar —intervino Meeks, saliendo en su defensa.
—Así que tendrás que ayudarle.
—¿Es que ahora se empolla de noche? —dijo Pitts.
—Último aviso —bramó Hager—. Ha sonado el timbre.
El grupo se dirigió al trote corto hacia el refectorio.
—Bueno, Pitts, tú vienes —decidió Neil—. Meeks, no me dirás que para ti es un problema tu nota media.
—Está bien —dijo el interesado—. Después de todo, creo que hay que haberlo probado todo al menos una vez.
—Menos las chicas —bromeó Charlie—. ¿No es verdad, Meeks, viejo amigo?
El rostro de Meeks se ruborizó con las risas de sus com­pañeros.
—¿Y tú, Knox?
—No lo sé. No le veo el interés.
—Vamos —le exhortó Charlie—; piensa que eso te ayu­dará a conquistar a Chris.
—Ah, ¿sí? Y ¿cómo?
—¿No has oído lo que ha dicho Keating? Que las muje­res se desmayaban...
—Y ¿por qué se desmayaban? Charlie, contéstame, por favor. ¿Por qué se desmayaban?
Como toda respuesta, Charlie se echó a reír y entró en el refectorio, dejando a Knox perplejo en la puerta.
Después de cenar, Neil fue a reunirse con Todd, que es­taba trabajando tranquilamente en la sala de estudios.
—Estás invitado esta noche a la reunión del Club —le susurró a su compañero de habitación.
Había recordado que a nadie se le había ocurrido adver­tirle de su expedición nocturna.
—No debes esperar siempre a que los demás den el pri­mer paso —le reconvino amablemente—. Recuerda que aquí nadie te conoce y que, además, tú no eres muy hablador.
—Gracias; eres muy amable, pero id sin mí.
—¿Por qué? ¿Cuál es el problema?
—Yo... No tengo ganas de ir, eso es todo.
—Pero ¿por qué? ¿Es que no comprendes lo que dice Kea­ting? ¿No tienes ganas de hacer la prueba?
Neil volvió la página de su libro al ver acercarse al jefe de estudios, que observaba a los dos chicos con mirada de sospecha.
—Sí —dijo Todd cuando el vigilante hubo pasado­— pero...
—Pero ¿qué, Todd? A mí puedes decírmelo.
Todd bajó los ojos.
—No quiero leer.
—¿Cómo?
—Keating dijo que todo el mundo tenía que leer. Y yo no quiero.
—Tienes un problema de veras, ¿no? ¿Cómo puede eso molestarte?
—No puedo explicártelo, Neil. No quiero leer, y eso es todo.
Neil recogió sus notas con impaciencia. Se le ocurrió una idea.
—¿Y si no tuvieses que leer? ¿Y si sólo tuvieses que es­tar allí y escuchar?
—No es así como funcionan las cosas. Si voy, querrán que lea.
—Pero ¿y si están de acuerdo en decir que no estás obligado?
—¿Habría que pedírselo...? —dijo Todd enrojeciendo—. Nunca podría.
—¿Por qué no? —dijo Neil levantándose bruscamente—. Vuelvo en seguida.
—¡Neil!
Todd trató de retenerle por la manga, pero el vigilante le dejó clavado en el asiento con una mirada feroz.
Neil se había ido ya. Todd hundió la nariz en su libro de Historia y se puso a garrapatear unas notas en su cuaderno.

La sociedad de los poetas muertos.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora