CAPÍTULO XIII

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    Consumida por la inquietud, con los ojos enrojecidos por el llanto, la madre de Neil esperaba en el despacho de su marido, encogida sobre una butaca, atenta a cualquier rui­do procedente del exterior. Tuvo un sobresalto cuando oyó el ruido de las dos puertas del automóvil.
    Poco después, el señor Perry entró en la estancia y fue directamente a su escritorio, seguido de Neil, que seguía con el traje de Puck y con la mirada fija. El chico se volvió ha­cia su madre y abrió la boca para hablarle, pero su padre le interrumpió inmediatamente:
    —Neil, tu madre y yo nos esforzamos por comprender por qué te obstinas en llevarnos la contraria, pero sea lo que sea no te dejaré desperdiciar estúpidamente tu vida. Maña­na mismo te retiro de Welton y te inscribo en la academia militar de Braden. Luego, irás a Harvard y estudiarás Me­dicina.
    Unas lágrimas brotaron de los ojos de Neil mientras una bola de fuego le apretaba la garganta.
    —Pero, padre —suplicó—, eso quiere decir que pasarán todavía diez años. ¡Casi una vida entera!
    —¡Cállate! —gritó el señor Perry—. Oyéndote, parece que eso ha de ser peor que la cárcel. Trata de tener en cuenta —siguió diciendo con un tono más suave— que tienes a tu disposición unas posibilidades que yo ni siquiera me atre­vía a soñar. No tengo la intención de quedarme con los bra­zos cruzados viéndote desperdiciarlas.
    —Pero ¡por qué nadie me pregunta lo que yo pienso! —estalló Neil—. ¿Por qué nadie me pregunta lo que yo ten­go ganas de hacer?
    —Muy bien; dime qué es lo que quieres.
    Pero el tono airado del señor Perry decía muy claro que no estaba dispuesto a escuchar.
    —¡Vamos, habla! Pero, te lo advierto, si es otra vez esa historia del teatro, ya puedes olvidarlo. Entonces, ¿qué es? ¡Vamos, te escucho!
    Neil sabía que sus esfuerzos serían vanos. El muro de incomprensión con el que siempre había chocado se levan­taba delante de él, sin fisuras, invencible.
    —Nada —murmuró bajando la cabeza.
    —Entonces, puesto que no es nada —concluyó el señor Perry con satisfacción—, vámonos todos a acostar.
    Y salió de la estancia sin volverse.
    La madre de Neil pareció querer decirle algo a su hijo, pero no encontró las palabras. Se limitó a ponerle una mano en el hombro.
    Neil tenía la mirada perdida en el vacío. Sin embargo, por un momento, un recuerdo hizo brillar sus ojos.
    —He estado bien, mamá. Si hubieses podido verlo. He estado realmente muy bien.
    Y luego sus ojos parecieron de nuevo mirar al vacío.
    Mejor que volver directamente a Welton, los Poetas Muer­tos habían decidido darse una vuelta por la cueva. Todd, Meeks, Pitts, Charlie y Ginny, Knox y Chris se instalaron muy juntos para calentarse. Charlie tenía un vaso de vino en la mano y una botella extinta había rodado al suelo. Como sím­bolo de Neil, que lo había llevado a la cueva, el «genio de la caverna» aparecía entronizado en una roca y los Poetas Muertos contemplaban con aire taciturno la llamita que sal­taba y danzaba.
    —Knox —cuchicheó Chris—, tengo que volver. Chet po­dría llamarme.
    —Espera aún un poco —repuso Knox tomándole la mano—. Lo habías prometido.
    —¡Eres verdaderamente imposible! —murmuró la mu­chacha sonriendo.
    —Bueno, y ¿dónde está Cameron? —preguntó Meeks.
    Charlie tomó un sorbo de vino.
    —¿Y a quién puede importarle?
    Todd se levantó de repente y martilleó contra la pared con los puños.
    —Así es como saludaré al padre de Neil la próxima vez.
    —No digas tonterías —dijo Pitts.
    Todd se volvió. De repente, una cara conocida apareció en la boca de la cueva, aureolada por la claridad de la luna.
    —¡Señor Keating! —exclamaron los chicos a coro.
    Charlie se apresuró a hacer desaparecer el vaso y la bo­tella de vino.
    —Ya sabía yo que les encontraría aquí —empezó dicien­do el profesor—. Vamos, señores, fuera esas caras de fune­ral. Neil sería el primero en decírselo.
    —¿Por qué no hacemos una sesión en su honor? —propu­so Charlie—. ¿De acuerdo, mi Capitán? ¿Quiere usted abrir la sesión?
    Los demás lo aprobaron.
    —No sé... —dudó el señor Keating.
    —Venga, señor Keating, por favor.
    El profesor les miró a la cara de uno en uno.
    —Está bien, pero entonces que sea por todo lo alto.
    Calló un momento.
    —Me fui a los bosques porque quería vivir sin prisas. Quería vivir intensamente y sorberle todo el jugo a la vida. Dejar a un lado todo lo que no era la vida. Para no descu­brir, a la hora de mi muerte, que no había vivido.
    Hizo una pausa.
    —De E. E. Cummings.
    Lanzaos en pos de vuestros sueños
    o un slogan podría hundiros
    (Los árboles son sus raíces
    y el viento es el viento)
    Seguid a vuestro corazón
    si las aguas se queman
    (y vivid de amor
    incluso aunque las estrellas se muevan a saltos)
    Honrad el pasado
    pero acoged al futuro con los brazos abiertos
    (Y danzad para arrojar a la muerte
    fuera de este connubio)
    Qué importa el mundo
    sus buenos y sus malos
    (porque Dios ama a las muchachas
    las mañanas y la tierra).
    Keating calló y le tendió el libro a la asamblea.
    —¿Quién quiere leer?
    No hubo respuesta.
    —Vamos, no se hagan los tímidos.
    —Yo tengo algo que leer —dijo Todd.
    Sorprendidos al ver que tomaba así la iniciativa, todos le prestaron una atención religiosa. El chico sacó del bolsi­llo unas hojas de papel que distribuyó a su alrededor.
    —Leed este verso entre las estrofas.
    Tomó entonces otro papel y empezó a leer:
    Soñamos días de mañana
    que nunca llegan
    Soñamos una gloria
    que no deseamos
    Soñamos un nuevo día
    cuando ese día ya ha llegado
    Huimos de una batalla
    en la que deberíamos pelear.
    Todd hizo un gesto con la cabeza. Todos leyeron a coro:
    Y sin embargo dormimos.
    Todd volvió a leer solo:
    Esperamos la llamada
    sin adelantarnos a ella
    Basamos nuestras esperanzas en el futuro
    cuando el futuro no es más que vanos proyectos
    Soñamos con una sabiduría
    que evitamos cada día
    Llamamos con nuestras plegarias a un salvador
    cuando la salvación está en nuestras manos
    Y sin embargo dormimos
    Y sin embargo dormimos
    y sin embargo rezamos
    y sin embargo tenemos miedo.
    Todd volvió a doblar cuidadosamente el papel con su poe­ma. Los demás aplaudieron.
    —¡Ha sido magnífico! —dijo Meeks.
    Radiante, Todd recibió las felicitaciones sonrojándose un poco. Keating sonrió con orgullo al pensar en los progresos sorprendentes de su alumno. Arrancó de la roca un bloque de hielo traslúcido y se lo llevó ante los ojos.
    —En mi bola de cristal —dijo adoptando una voz temblo­na— veo un glorioso futuro para Todd Anderson.
    Intercambiaron una larga mirada de complicidad, y luego Todd se arrojó a los brazos de su profesor. Tras este breve abrazo, el señor Keating se volvió a los demás:
    —Y ahora —anunció—,
El general Booth entra en el Pa­raíso, de Vachel Lindsay. Cuando yo pare, ustedes pregun­tan: «¿Os habéis lavado en la sangre del cordero?» ¿En­tendido?
    —Entendido, Capitán.
    Keating empezó a recitar:
    Booth dirigía con orgullo la marcha con su tambor...
    Los chicos respondieron en cantilena:
    ¿Os habéis lavado en la sangre del cordero?
    Keating salió de la cueva, seguido en fila india por el gru­po de adolescentes.
    Sentado a los pies de la cama, en la penumbra de su ha­bitación, Neil mantenía los ojos vueltos hacia la ventana. La pasión que le había inflamado en el escenario había aban­donado su cuerpo. El tumulto de la sangre en sus venas se había calmado. Cualquier vestigio de emoción había desa­parecido de su rostro y de su corazón. Tenía la sensación de ser tan sólo una concha vacía y frágil a la que el peso de la nieve hubiese bastado para triturar.
    Con gestos lentos y precisos, se quitó la chaqueta del pi­jama y fue a abrir la ventana de guillotina. Un viento hela­do penetró inmediatamente en la habitación y entró en su alma. Neil permaneció en pie sin mover un músculo, espe­rando a dejar de sentir la mordedura del frío en su piel.

La sociedad de los poetas muertos.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora