Consumida por la inquietud, con los ojos enrojecidos por el llanto, la madre de Neil esperaba en el despacho de su marido, encogida sobre una butaca, atenta a cualquier ruido procedente del exterior. Tuvo un sobresalto cuando oyó el ruido de las dos puertas del automóvil.
Poco después, el señor Perry entró en la estancia y fue directamente a su escritorio, seguido de Neil, que seguía con el traje de Puck y con la mirada fija. El chico se volvió hacia su madre y abrió la boca para hablarle, pero su padre le interrumpió inmediatamente:
—Neil, tu madre y yo nos esforzamos por comprender por qué te obstinas en llevarnos la contraria, pero sea lo que sea no te dejaré desperdiciar estúpidamente tu vida. Mañana mismo te retiro de Welton y te inscribo en la academia militar de Braden. Luego, irás a Harvard y estudiarás Medicina.
Unas lágrimas brotaron de los ojos de Neil mientras una bola de fuego le apretaba la garganta.
—Pero, padre —suplicó—, eso quiere decir que pasarán todavía diez años. ¡Casi una vida entera!
—¡Cállate! —gritó el señor Perry—. Oyéndote, parece que eso ha de ser peor que la cárcel. Trata de tener en cuenta —siguió diciendo con un tono más suave— que tienes a tu disposición unas posibilidades que yo ni siquiera me atrevía a soñar. No tengo la intención de quedarme con los brazos cruzados viéndote desperdiciarlas.
—Pero ¡por qué nadie me pregunta lo que yo pienso! —estalló Neil—. ¿Por qué nadie me pregunta lo que yo tengo ganas de hacer?
—Muy bien; dime qué es lo que quieres.
Pero el tono airado del señor Perry decía muy claro que no estaba dispuesto a escuchar.
—¡Vamos, habla! Pero, te lo advierto, si es otra vez esa historia del teatro, ya puedes olvidarlo. Entonces, ¿qué es? ¡Vamos, te escucho!
Neil sabía que sus esfuerzos serían vanos. El muro de incomprensión con el que siempre había chocado se levantaba delante de él, sin fisuras, invencible.
—Nada —murmuró bajando la cabeza.
—Entonces, puesto que no es nada —concluyó el señor Perry con satisfacción—, vámonos todos a acostar.
Y salió de la estancia sin volverse.
La madre de Neil pareció querer decirle algo a su hijo, pero no encontró las palabras. Se limitó a ponerle una mano en el hombro.
Neil tenía la mirada perdida en el vacío. Sin embargo, por un momento, un recuerdo hizo brillar sus ojos.
—He estado bien, mamá. Si hubieses podido verlo. He estado realmente muy bien.
Y luego sus ojos parecieron de nuevo mirar al vacío.
Mejor que volver directamente a Welton, los Poetas Muertos habían decidido darse una vuelta por la cueva. Todd, Meeks, Pitts, Charlie y Ginny, Knox y Chris se instalaron muy juntos para calentarse. Charlie tenía un vaso de vino en la mano y una botella extinta había rodado al suelo. Como símbolo de Neil, que lo había llevado a la cueva, el «genio de la caverna» aparecía entronizado en una roca y los Poetas Muertos contemplaban con aire taciturno la llamita que saltaba y danzaba.
—Knox —cuchicheó Chris—, tengo que volver. Chet podría llamarme.
—Espera aún un poco —repuso Knox tomándole la mano—. Lo habías prometido.
—¡Eres verdaderamente imposible! —murmuró la muchacha sonriendo.
—Bueno, y ¿dónde está Cameron? —preguntó Meeks.
Charlie tomó un sorbo de vino.
—¿Y a quién puede importarle?
Todd se levantó de repente y martilleó contra la pared con los puños.
—Así es como saludaré al padre de Neil la próxima vez.
—No digas tonterías —dijo Pitts.
Todd se volvió. De repente, una cara conocida apareció en la boca de la cueva, aureolada por la claridad de la luna.
—¡Señor Keating! —exclamaron los chicos a coro.
Charlie se apresuró a hacer desaparecer el vaso y la botella de vino.
—Ya sabía yo que les encontraría aquí —empezó diciendo el profesor—. Vamos, señores, fuera esas caras de funeral. Neil sería el primero en decírselo.
—¿Por qué no hacemos una sesión en su honor? —propuso Charlie—. ¿De acuerdo, mi Capitán? ¿Quiere usted abrir la sesión?
Los demás lo aprobaron.
—No sé... —dudó el señor Keating.
—Venga, señor Keating, por favor.
El profesor les miró a la cara de uno en uno.
—Está bien, pero entonces que sea por todo lo alto.
Calló un momento.
—Me fui a los bosques porque quería vivir sin prisas. Quería vivir intensamente y sorberle todo el jugo a la vida. Dejar a un lado todo lo que no era la vida. Para no descubrir, a la hora de mi muerte, que no había vivido.
Hizo una pausa.
—De E. E. Cummings.
Lanzaos en pos de vuestros sueños
o un slogan podría hundiros
(Los árboles son sus raíces
y el viento es el viento)
Seguid a vuestro corazón
si las aguas se queman
(y vivid de amor
incluso aunque las estrellas se muevan a saltos)
Honrad el pasado
pero acoged al futuro con los brazos abiertos
(Y danzad para arrojar a la muerte
fuera de este connubio)
Qué importa el mundo
sus buenos y sus malos
(porque Dios ama a las muchachas
las mañanas y la tierra).
Keating calló y le tendió el libro a la asamblea.
—¿Quién quiere leer?
No hubo respuesta.
—Vamos, no se hagan los tímidos.
—Yo tengo algo que leer —dijo Todd.
Sorprendidos al ver que tomaba así la iniciativa, todos le prestaron una atención religiosa. El chico sacó del bolsillo unas hojas de papel que distribuyó a su alrededor.
—Leed este verso entre las estrofas.
Tomó entonces otro papel y empezó a leer:
Soñamos días de mañana
que nunca llegan
Soñamos una gloria
que no deseamos
Soñamos un nuevo día
cuando ese día ya ha llegado
Huimos de una batalla
en la que deberíamos pelear.
Todd hizo un gesto con la cabeza. Todos leyeron a coro:
Y sin embargo dormimos.
Todd volvió a leer solo:
Esperamos la llamada
sin adelantarnos a ella
Basamos nuestras esperanzas en el futuro
cuando el futuro no es más que vanos proyectos
Soñamos con una sabiduría
que evitamos cada día
Llamamos con nuestras plegarias a un salvador
cuando la salvación está en nuestras manos
Y sin embargo dormimos
Y sin embargo dormimos
y sin embargo rezamos
y sin embargo tenemos miedo.
Todd volvió a doblar cuidadosamente el papel con su poema. Los demás aplaudieron.
—¡Ha sido magnífico! —dijo Meeks.
Radiante, Todd recibió las felicitaciones sonrojándose un poco. Keating sonrió con orgullo al pensar en los progresos sorprendentes de su alumno. Arrancó de la roca un bloque de hielo traslúcido y se lo llevó ante los ojos.
—En mi bola de cristal —dijo adoptando una voz temblona— veo un glorioso futuro para Todd Anderson.
Intercambiaron una larga mirada de complicidad, y luego Todd se arrojó a los brazos de su profesor. Tras este breve abrazo, el señor Keating se volvió a los demás:
—Y ahora —anunció—,
El general Booth entra en el Paraíso, de Vachel Lindsay. Cuando yo pare, ustedes preguntan: «¿Os habéis lavado en la sangre del cordero?» ¿Entendido?
—Entendido, Capitán.
Keating empezó a recitar:
Booth dirigía con orgullo la marcha con su tambor...
Los chicos respondieron en cantilena:
¿Os habéis lavado en la sangre del cordero?
Keating salió de la cueva, seguido en fila india por el grupo de adolescentes.
Sentado a los pies de la cama, en la penumbra de su habitación, Neil mantenía los ojos vueltos hacia la ventana. La pasión que le había inflamado en el escenario había abandonado su cuerpo. El tumulto de la sangre en sus venas se había calmado. Cualquier vestigio de emoción había desaparecido de su rostro y de su corazón. Tenía la sensación de ser tan sólo una concha vacía y frágil a la que el peso de la nieve hubiese bastado para triturar.
Con gestos lentos y precisos, se quitó la chaqueta del pijama y fue a abrir la ventana de guillotina. Un viento helado penetró inmediatamente en la habitación y entró en su alma. Neil permaneció en pie sin mover un músculo, esperando a dejar de sentir la mordedura del frío en su piel.
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La sociedad de los poetas muertos.
PoetryAutore(a)s: N. H. Kleinbaum Este libro no me pertenece. Solamente lo publico aquí para compartirlo con ustedes. John Keating, un profesor de inglés de apariencia informal y métodos de enseñanza poco convencionales. Su propósito principal es acercar...