CAPÍTULO X

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Knox se dejó caer pesadamente en un sofá, consiguien­do por puro milagro no rociarse con el whisky. Echando la cabeza atrás, se largó un buen trago del líquido dorado, sor­prendiéndose vagamente de no sentir ya su quemazón.
Paseó una mirada vidriosa a su alrededor, con los pár­pados pesados por el alcohol. A su izquierda había una pa­reja abrazada, criatura ondulante y gimiente, una amalga­ma de miembros que Knox renunció a desentrañar. A su de­recha, dos amantes estaban muellemente hundidos entre los cojines. Descorazonado, Knox quiso levantarse, pero la pa­reja con la que había tropezado un poco antes había roda­do hasta sus pies, dejándole encerrado. Knox rió para sus adentros con ironía. Pero, ya que sus vecinos estaban visi­blemente demasiado ocupados para que les preocupase su presencia, decidió tomar la cosa con paciencia.
La música se interrumpió. En la oscuridad de la estan­cia, ya no se oyeron más que murmullos y gemidos lán­guidos.
—Parece un centro de reanimación —ironizó Knox.
Pero la risa del adolescente sonaba a falso. Volvió la ca­beza hacia la pareja de la derecha.
—Anda, vamos, y ahora te muerdo la oreja...
Y hacia la de la izquierda.
—Oh, Chris, eres tan bonita... —oyó.
Su mandíbula inferior estuvo a punto de desencajarse. ¡Aquella criatura proteiforme eran Chris y Chet! El cora­zón de Knox le saltó en el pecho. ¡Chris Noel estaba senta­da junto a él, apoyada en él!
Volvió la música. Las voces de los Drifters se alzaron en la estancia. A Knox la cabeza le daba vueltas. Ante sus nari­ces, los dos adolescentes se besaban con juvenil entusias­mo. Knox contempló la nuca de la chica, el nacimiento de su cabello, su perfil delicado, la curva del seno. Vació de un trago el resto de su vaso y se forzó a desviar la mirada.
Pero Chris le pesaba cada vez más en el hombro. Con el rostro crispado en una mueca, Knox luchaba con todas sus fuerzas contra la tentación. Aunque se daba perfecta cuen­ta de que estaba perdiendo la batalla.
Se volvió otra vez hacia Chris. Sus senos le exaltaban.
—Carpe pechum—dijo en voz alta, cerrando los ojos—. ¡Aprovecha el momento presente!
—¿Qué? —le dijo Chris a Chet.
—No he dicho nada —respondió el muchacho.
Volvieron los dos a su beso donde lo habían dejado. La mano izquierda de Knox, como movida por una fuerza mag­nética irresistible, se tendió lentamente hacia la chica. Sus dedos temblorosos rozaron la nuca rubia antes de bajar ha­cia su seno. Knox echó la cabeza atrás contra el cojín y, con los ojos cerrados, saboreó el dulce calor de su amada.
Creyendo que era un refinamiento sensual de Chet, la chi­ca acogió esta nueva caricia encantada.
—¡Oh, Chet! —dijo, arqueando ligeramente el busto—. Qué agradable es.
—¿Sí? —dijo Chet, sorprendido—. ¿El qué?
—Ya lo sabes...
Knox retiró la mano. Chet se adueñó otra vez de los la­bios de Chris.
—Sigue, Chet...
—¿Que siga con qué?
—Chet...
Los dedos de Knox se posaron otra vez en el cuello de la muchacha y luego dibujaron lentos arabescos al dirigir­se a su seno. Chris exhaló un largo gemido de placer.
Chet se apartó un poco, sorprendido por la reacción de su pareja, y luego renunció a comprender.
Knox respiraba profundamente. La música parecía am­plificarse en su cabeza. Sus dedos se envalentonaron y se cerraron en el seno firme de Chris. Knox se hundía suave­mente en el éxtasis. El vaso de whisky se le escapó.
Pero de repente su mano quedó presa en una tenaza de hierro mientras una lámpara se encendía en la cómoda pró­xima. Guiñando los ojos, Knox se enfrentó cara a cara con Chet y Chris. Chris parecía desconcertada; en cuanto a Chet, la mueca de su cara no dejaba duda ninguna acerca de sus sentimientos.
—¿Qué demonios estás haciendo? —aulló.
—¿Knox? —dijo Chris, poniéndose la mano delante en forma de visera.
—¡Chet! ¡Chris! —exclamó Knox, fingiendo una total inocencia—. ¿Qué hacéis aquí?
—Eres un... un...
Chet exhaló un gruñido y estrelló el puño contra la cara de Knox. Agarrándole de la camisa, le despegó del asiento y le envió rodando por el suelo antes de arrojarse sobre él para inmovilizarle de espaldas en la alfombra. El futbolis­ta le martilleó entonces la cara con una andanada de gol­pes que Knox intentaba vanamente contener.
—¡Marrano de mierda!
Chris trató de intervenir.
—¡Para, vas a hacerle daño! ¡Está sangrando!
Los puñetazos de Chet se sucedían con la regularidad de un metrónomo, izquierda, derecha, izquierda, derecha.
—¡Chet, para! ¡No ha hecho ningún daño!
Ella le tiró hacia atrás desde la espalda. Él se levantó, sin dejar de mirar a su adversario con ojos asesinos. Knox rodó a un lado cubriéndose la cara con las dos manos.
—Ya basta —sollozó Chris, interponiéndose entre los dos.
Knox seguía tendido en la alfombra, con la mano en la nariz que chorreaba sangre.
—Lo siento mucho, Chris, lo siento mucho —gimió.
—¿Ya tienes bastante? —gritó Chet—. ¿O quieres más? ¡Venga, lárgate!
Chet hizo ademán de venírsele encima otra vez, pero Chris y un amigo le retuvieron por el brazo. Otros escolta­ron a Knox fuera de la estancia.
Andando de forma titubeante en dirección a la cocina, Knox dijo aún por encima del hombro.
—¡Lo siento, Chris!
—Si alguna vez vuelvo a verte, te mato —replicó Chet, enseñando los dientes.
Muy lejos de imaginar que uno de sus miembros se en­contraba en tan mala situación, el Club de los Poetas Muertos proseguía su sesión.
Mantenido con regularidad, el fuego se levantaba has­ta lo alto de la cueva, proyectando en las paredes sombras gigantescas. Rodeando a Charlie con un brazo, Gloria le miraba con atención. El whisky circulaba de mano en mano.
—¡Eh, chicos! ¿Y si les enseñásemos a Gloria y a Tina el jardín de los Poetas Muertos? —dijo de repente Charlie, señalando con la barbilla hacia la entrada de la cueva.
—¿El jardín? —preguntó Meeks sin comprender.
—¿Qué jardín? —inquirió Pitts.
Con una mirada furibunda, Charlie les impuso silencio. Neil, más sagaz que sus compañeros, le dio un codazo a Pitts, que por fin comprendió.
—Ah, sí. El jardín —dijo con aire de entendido—. La vi­sita es por aquí, señoras y señores.
—¡Qué raro! —exclamó Tina con perplejidad—. ¿Tam­bién tenéis un jardín?
Fueron hacia la salida. Quedándose atrás, con los ojos abiertos de par en par detrás de las gafas, Meeks retuvo a Charlie por el codo.
—¿De qué estáis hablando? —cuchicheó.
Charlie le fulminó con la mirada.
—Charlie... Bueno, Nuwanda, no tenemos ningún jardín. Neil acudió al rescate y, con un empujón, envió a Meeks hacia la salida.
—¡Camina, idiota!
Cuando se vio solo con Gloria, Charlie se volvió a la mu­chacha sonriendo.
—Para ser un pequeño genio, tarda una barbaridad en darse cuenta de las cosas.
—Pues yo le encuentro más bien agradable.
—Yo también te encuentro a ti agradable —murmuró Charlie.
Se inclinó despacio hacia delante para besarla, entrece­rrando los párpados. Cuando sus labios rozaban ya los de Gloria, la chica se levantó.
—¿Sabes lo que me gusta de veras de ti?
Un tanto contrariado por este contratiempo, Charlie le­vantó los ojos a la bóveda.
—No. ¿Qué?
—Todos los tipos que he conocido no suelen pensar más que en una cosa... Bueno, ya sabes lo que quiero decir... Pero tú eres diferente.
—¿De veras?
—¡Sí! Cualquier otro ya se me hubiese lanzado encima. Recítame otro poema.
—Pero...
—¡Por favor! Es que es tan estupendo ser amada por lo que una es de verdad.
Charlie se pasó una mano por la cara. Gloria se volvió hacia él.
—Nuwanda, por favor...
—¡Está bien! Déjame pensar.
Calló un momento, y luego recitó:
Para la santa unión de las almas
no admito obstáculo ninguno; el amor no es amor
si cambia al ver que cambia la otra llama
lo mismo que si, abandonado, abandona a su vez.
Gloria cloqueó de placer.
—¡No te pares, por encima de todo!
Charlie siguió, y los gemidos de Gloria resonaron en la cueva.
Oh, no. Es un signo establecido para siempre
testigo de la tempestad, eso no le conmueve
Es el astro al que se unen todas las barcas errantes
Se mide su altura, sin conocer sus efectos.
—¡Es todavía mejor que hacer el amor! —exclamó Gloria—. ¡Es el Amor con A mayúscula!
Charlie alzó los ojos al cielo, aunque se resignó a recitar poemas hasta una hora avanzada de la noche.
Al día siguiente, todo el colegio fue convocado a la capi­lla de Welton. Una confusión de cuchicheos y de bancos re­movidos sobre las losas del suelo llenaba el espacio a medi­da que los chicos ocupaban su lugar por grupos, intercam­biando comentarios sobre el boletín de la semana.
Knox Overstreet se sumió en su asiento, esforzándose por disimular su rostro tumefacto. Los demás miembros del Club de los Poetas traicionaban en sus semblantes consu­midos la falta de sueño. Ahogando un bostezo tras el puño cerrado, Pitts le tendió un pequeño bulto a Charlie.
—Ya está listo —cuchicheó.
Charlie se lo agradeció con una inclinación de cabeza.
El decano hizo su aparición en la capilla. Un silencio ten­so se abatió súbitamente sobre los asistentes y los ejempla­res del boletín desaparecieron como por ensalmo. El señor Nolan subió al estrado con paso decidido y, con un gesto rápido de la mano, ordenó que todos se sentasen. Se aclaró la voz con un ronco carraspeo.
—Señores —empezó con gravedad conminatoria—, en nuestro boletín semanal ha aparecido un artículo no auto­rizado y de carácter blasfemo en favor de la coeducación en Welton. Mejor que perder un tiempo precioso haciendo una investigación para desenmascarar a los culpables, y les pido que crean que no escaparán, les digo a todos los alum­nos que tengan conocimiento de ello que se pongan en pie aquí y ahora. Cualesquiera que sean los responsables de tal abyección, la única posibilidad que tienen de evitar su ex­pulsión es que confiesen inmediatamente.
Una vez dicho esto, Nolan recorrió la asistencia con la mirada, escrutando los rostros, esperando una respuesta. Los chicos se quedaron de piedra o bajaron la mirada.
De repente, rompiendo el aplastante silencio, el timbre de un teléfono vibró en la nave. Por un momento, las cabe­zas se volvieron a todos los rincones, tratando de averiguar la procedencia de un ruido tan incongruente en aquel lugar. Para la consternación general, Charlie se levantó y sacó un aparato telefónico, que descolgó ahí mismo.
—Dígame, aquí el colegio Welton —dijo en voz alta—. Sí, aquí está; un momento, que se lo paso. Señor Nolan, es para usted.
Con ostentosa obsequiosidad, Knox tendió el teléfono ha­cia el decano.
La cara del decano se puso púrpura.
—¿Perdón?
—Dios al aparato. Dice que las chicas deberían ser ad­mitidas en Welton.
Un estallido de risas agitó las viejas piedras de la capi­lla, que nunca habían conocido una afrenta semejante a la autoridad suprema del colegio.
Desconcertado por un momento, el decano no tardó en recuperarse.
—¡Señor Dalton, ahora mismo a mi despacho! —orde­nó secamente antes de abandonar el lugar, envuelto en ne­gra ira.
Charlie no dispuso de mucho tiempo para saborear su triunfo. Pronto se encontró en pie en el despacho del deca­no, que recorría la estancia con pasos furiosos.
—¡Borre ese gesto malicioso! —espetó el señor Nolan—. Quiero los nombres de sus cómplices.
—Lo he hecho yo solo, señor. Corrijo las pruebas del bo­letín. Sustituir el artículo de Bob Crane por el mío fue un juego de niños.
—Señor Dalton —dijo Nolan a continuación—, si cree us­ted que es el único que ha intentado que le expulsasen de Welton, desengáñese. Otros han alimentado esa esperanza y han fracasado de forma tan cierta como va a fracasar us­ted. En posición, señor Dalton.
Charlie obedeció. Separó los pies y se inclinó hacia de­lante, con las manos en el respaldo de un sillón. Fijó los ojos en el taraceado de la madera. El señor Nolan sacó de un ar­mario una pesada palmeta de madera en la que se habían perforado unos agujeros para incrementar su penetración en el aire. El decano se quitó la chaqueta, se remangó y se colocó detrás de Charlie, ligeramente ladeado. El parquet crujió mientras se afirmaba con solidez sobre sus piernas.
—Cuente en voz alta, señor Dalton.
Levantó la palmeta por encima del hombro y la dejó caer con un movimiento seco y firme en el trasero de Charlie, que se mordió el labio inferior para no gritar.
—Uno —consiguió articular.
Nolan asestó el segundo golpe cargando aún más la mano. Charlie cerró los ojos.
—Dos.
El decano ejecutó la sentencia; Charlie contó los golpes. A partir del cuarto su voz se hizo apenas audible, mientras su cara gesticulaba por el dolor.
En la antesala, sentada ante la máquina de escribir, la señora Nolan hizo muchas faltas de pulsación y trató de di­simular los sordos golpes mascullando una cancioncilla. En la sala próxima, tres estudiantes, entre ellos Cameron, se inclinaban ante sus caballetes, dedicados a la reproducción de la cabeza de un alce disecado, un antiguo trofeo de caza que colgaba en la pared. Los golpes de la palmeta les llega­ban ahogados y les llenaban de terror. El lápiz de Cameron temblaba tanto que no podía apoyar la punta en el papel.
Al séptimo golpe, las lágrimas rodaron por las mejillas de Charlie.
—¡Cuente, señor Dalton! —gritó Nolan.
Hacia el noveno o décimo golpe, Charlie se contentó con hipar los números. Nolan se detuvo después del duodécimo golpe y se colocó delante del muchacho.
—¿Sigue usted diciendo que no ha tenido cómplices?
Charlie se tragó sus lágrimas.
—Sí..., señor.
—¿Qué es el Club de los Poetas Muertos? Quiero nom­bres.
Charlie respondió con voz estrangulada:
—Soy sólo yo, señor. Yo lo he inventado todo. Lo juro.
—Si me entero de que ha habido cómplices, ellos serán expulsados, pero usted se quedará. ¿Está claro? Enderécese.
Charlie obedeció con esfuerzo. Su cara estaba roja de do­lor y humillación.
—Welton sabe perdonar, señor Dalton, cuando uno tie­ne el valor de reconocer sus errores. Presentará usted ex­cusas en público.
Charlie salió con pasos cortos del despacho del señor No­lan y se dirigió lentamente al dormitorio. Sus compañeros le estaban esperando, ocupándose sin convicción de sus asuntos, yendo y viniendo por los pasillos. Cuando Charlie apareció en el vestíbulo, volvieron a sus habitaciones y si­mularon estar sumidos en sus tareas.
Charlie andaba despacio, con los ojos bajos, tratando de ocultar su dolor. Cuando llegó a la altura de su habitación, Neil, Todd, Knox, Pitts y Meeks formaron corro a su alre­dedor, inquietos por su aspecto abatido.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Neil—. ¿Has hablado?
—No —dijo Charlie, sin levantar los ojos.
—Y él, ¿qué te ha dicho?
—Se supone que he de denunciar a todo el mundo, pre­sentar excusas en público, y él lo dejará correr.
Abrió la puerta de su habitacón y entró en ella.
—Bueno, y ¿qué vas a hacer? —preguntó Neil—. Charlie...
—Neil, ¿cuántas veces he de repetírtelo? Mi nombre es Nuwanda —dijo él con desenfado.
Levantando entonces la cabeza, Charlie le mostró su cara que expresaba desafío y en la que aparecía su habitual son­risa burlona. Luego, les cerró la puerta en las narices.
Los otros chicos intercambiaron miradas llenas de alivio y admiración. Charlie seguía siendo el mismo. El mal trato que acababa de experimentar no le había doblegado
Más tarde, después del mediodía, el señor Nolan entró en uno de los edificios de aulas de Welton y siguió un pasillo que llevaba a la clase del señor Keating. Llamó secamente a la puerta y entró sin esperar respuesta. El señor Keating y el señor McAllister estaban charlando ante unas tazas de café.
—Señor Keating, ¿puedo conversar con usted un momento? —preguntó el decano.
El profesor de Latín no esperó a oír más.
—Les ruego que me disculpen —murmuró, saliendo de la clase.
Nolan se quedó un momento en silencio, con la intención de dar así un mayor peso a lo que se disponía a decir. Paseó la mirada por la clase y anduvo por las filas de pupitres, rozando la madera con las puntas de los dedos.
—¿Sabía usted que ésta fue mi primera clase? —dijo por fin con tono amable.
—No sabía que usted había enseñado aquí.
—Literatura. Bastante antes que usted. Y puedo asegu­rarle que renunciar a dar clases fue algo muy penoso.
Hizo una pausa y luego miró al señor Keating rectamente a los ojos.
—Ha llegado hasta mí el rumor, John, de que aplica us­ted métodos poco ortodoxos en esta clase. No pretendo de­cir que ése sea el origen de la estúpida salida de tono de ese Dalton, ni siquiera que tenga relación alguna con ello. Pero creo que he de advertirle que los chicos de su edad son muy impresionables.
—El castigo que acaba usted de infligirle no habrá deja­do de causarle una fuerte impresión.
Nolan arqueó las cejas, considerando la insolencia de esa afirmación. Prefirió pasarla por alto.
—¿Qué hacía usted el otro día en el patio? —preguntó.
—¿En el patio?
—Sí —dijo Nolan con un gesto de impaciencia—. Ese des­file militar, esas palmadas...
—Ah, ¿eso? Era un ejercicio con el que trataba de demos­trar los peligros del conformismo. Yo...
—John, hemos organizado un sistema pedagógico para Welton. Se ha comprobado. Funciona. Si ustedes, los pro­fesores, lo someten a revisión, entonces ya no habrá sis­tema.
—Siempre he creído que una buena educación debía en­señar a los alumnos a pensar por sí mismos.
El señor Nolan mostró su desaprobación con una breve carcajada.
—¿A la edad de esos chicos? ¡Disparata usted! ¡La tradición, John! ¡La disciplina! Ésas son las bases de una edu­cación sana.
Gratificó al señor Keating con una palmada zalamera en el hombro.
—Prepáreles para la Universidad y el resto saldrá solo.
El señor Nolan sonrió, seguro de su verdad, y salió del aula. Keating se quedó mirando por la ventana, pensativo. McAllister no tardó en asomar la cabeza por la puerta. Era evidente que había estado escuchando toda la conversación.
—En su lugar, John, yo no me preocuparía tanto por los peligros del conformismo para mis alumnos.
—Y eso, ¿por qué?
—Bueno. Usted mismo es un producto de estas paredes, ¿no?
—Sí, y ¿qué?
—Pues que si usted quiere forjar un ateo convencido no tiene más que abrumarle con principios religiosos inflexibles; es algo que siempre funciona.
Keating miró fijamente a McAllister, y luego lanzó una gran carcajada. El profesor de Latín se le quedó mirando antes de desaparecer.
Más tarde, ya por la noche, Keating entró en el dormitorio donde los chicos se preparaban para realizar distintas actividades extraescolares... Salió al encuentro de Charlie, que iba en el centro de un grupo de amigos, contando por enésima vez su doloroso encuentro con el puño de hierro del señor Nolan.
—¡Señor Keating! —exclamó Charlie, sorprendido al verle allí.
—Ha sido una broma de colegial, señor Dalton.
Charlie entornó los ojos.
—¿Cómo? ¿Así que está usted en el bando de Nolan? ¿De manera que olvidamos
carpe diem
y lo de «sorberle el jugo a la vida» y todo lo demás?
—Sorberle el jugo a la vida no significa que haya que atragantarse con el hueso. Sepa usted que hay un momento para la audacia y un momento para la prudencia, y que un buen marino ha de saber dar bordadas.
—Pero yo creía que...
—Hacer que le expulsen de este colegio no denota cor­dura, ni tan siquiera audacia. Welton está lejos de ser el pa­raíso, pero ofrece a pesar de todo algunas buenas oportu­nidades.
—Ah, ¿sí? —replicó Charlie con aire irritado—. ¿Cuáles, por ejemplo?
—Bueno, aunque no sea más que la oportunidad de asis­tir a mi clase, ¿entiende?
Charlie sonrió.
—Sí, mi Capitán.
Keating se dirigió al grupo de amigos que rodeaban a Charlie.
—Pues entonces, mantengan la serenidad, todos ustedes.
—Sí, señor.
Keating hizo ademán de marcharse, pero se volvió ha­cia Charlie.
—Una llamada de Dios... —dijo meneando la cabeza—. Si por lo menos hubiese sido del puesto de mando, ¡enton­ces hubiese aplaudido con todas mis ganas!
Al día siguiente, el incidente parecía cerrado. El señor Keating decidió hacerle caso al decano al pie de la letra. Al empezar la clase siguiente, escribió con letras mayúsculas en la pizarra la palabra UNIVERSIDAD.
—Señores —empezó diciendo—, abordaremos hoy una especialidad que tendrán que dominar si quieren tener éxi­to en la Universidad. Les hablaré del análisis de los libros que ustedes no han leído.
La clase estalló en carcajadas.
—La Universidad —prosiguió Keating— someterá pro­bablemente a dura prueba su amor a la poesía. Horas de análisis fastidiosos y de disecciones estériles acabarán con él. La Universidad, por otra parte, les expondrá a ustedes a toda clase de literaturas; en su gran mayoría obras maes­tras inabordables que tendrán que tragarse y absorber; pero también en buena parte desperdicios nauseabundos de los que tendrán que huir como de la peste.
Keating puso un pie sobre la silla y un codo en su muslo.
—Imaginemos que ustedes han decidido seguir un cur­so de novela moderna. Durante todo el año han leído y es­tudiado obras maestras como
Papá Goriot
de Balzac o
Pa­dres e hijos
de Turgueniev; pero he aquí que el día del exa­men final descubren con estupor que el tema de la redac­ción es el amor paterno en
La joven ambiciosa, una novela, el término es generoso, cuyo autor no es otro que su distin­guido profesor.
Keating enarcó una ceja, asegurándose de que todos es­taban atentos a lo que decía, y luego siguió:
—Leen ustedes las tres primeras páginas y caen en la cuenta de que preferirían enrolarse en la marina antes que perder un tiempo precioso ensuciándose el cerebro con se­mejante inmundicia. ¿Qué pueden ustedes hacer? ¿Desani­marse? ¿Conseguir un cero pelado? En absoluto. Porque es­tán ustedes preparados.
El señor Keating empezó a deambular por la clase.
—Le dan ustedes vuelta a
La joven ambiciosa
y ven al leer la contraportada que se trata de la historia de un tal Frank, vendedor de material agrícola, que se desangra por los cuatro costados para poder proporcionarle a su hija Christine la entrada en el gran mundo que ella desea por encima de todo. Y ya saben ustedes bastante: empiecen por rechazar la necesidad de hacer un resumen de la acción, a la vez que dicen lo suficiente para hacer que su profesor crea que han leído todo el libro.
»Sigan con una frase pomposa y que sirva para todo como ésta: observamos con interés que es posible establecer un paralelismo esclarecedor entre la visión paterna del autor y la teoría freudiana; Christine es Electra, su padre es Edipo.
»Finalmente, añadan una pizca de hermetismo y erudi­ción. Por ejemplo: se advertirá con interés que es posible establecer un paralelismo entre esta novela y la obra del cé­lebre filósofo hindú Avesh Rahesh Non. Rahehs Non ha des­crito sin condescendencia a esos hijos que abandonan a sus padres en aras de lo que él llama «la hidra de tres cabezas», una trilogía compuesta por la ambición, el dinero y el éxito social. Desarrollen las teorías de Rahesh Non sobre la for­ma en que se alimenta el monstruo y sobre la forma de de­capitarlo. Concluyan alabando el talento literario de su pro­fesor y agradeciéndole que les introdujese en una obra tan esencial.
Meeks levantó la mano.
—Capitán... ¿Y si no conocemos a Rahesh Non?
—Rahesh Non no ha existido nunca, señor Meeks. Invén­tenlo, denle un estado civil, una biografía. Ningún profesor universitario admitirá que desconoce a un autor de tal en­vergadura, y así recibirán una calificación parecida a la mía.
Keating tomó un papel de encima de su mesa y leyó en voz alta.
—«Sus referencias a Rahesh Non son pertinentes y pe­netrantes. Me complace constatar que no soy el único que ha sabido apreciar a este gran pensador indio. Nota: 20/20».
Dejó el papel sobre la mesa.
—Señores, escribir acerca de libros insípidos que uste­des no habrán leído será con seguridad una parte de su exa­men, de manera que les recomiendo que se entrenen. Pase­mos ahora a las trampas que han de conocer para pasar un examen universitario. Tomen lápiz y papel, señores. Voy a plantearles un cuestionario.
La clase obedeció. Keating distribuyó las hojas. Luego, instaló una pantalla sobre la pizarra y un proyector de dia­positivas en el fondo de la clase.
—Las grandes universidades son Sodoma y Gomorra don­de bullen esas apetitosas criaturas de las que se carece de forma tan cruel aquí. El nivel de distracción alcanza proporciones peligrosamente altas, pero este cuestionario debe prepararles para hacer frente a tal situación. Se lo advier­to, la nota se incluirá en sus boletines. Pueden empezar.
Los chicos se pusieron manos a la obra. Keating puso en marcha el proyector. Cuando tuvo graduado el enfoque, se vio en la pantalla una espléndida chica que se agachaba para recoger una pluma estilográfica, mostrando en esa po­sición las bragas. Los chicos levantaron la nariz de sus pa­peles y los ojos se les salieron de las órbitas.
—Concéntrense en su examen, señores. Tienen veinte minutos.
Pasó a la segunda diapositiva: esta vez se trataba de una joven cubierta con lencería fina. Los chicos echaban ojea­das a la pantalla, esforzándose en concentrarse en lo que hacían. A Keating le divertía su turbación. Cruelmente, si­guió proyectando imágenes, una serie de hermosas muje­res en posiciones lascivas y con excitante ropa interior. Las cabezas de los chicos oscilaban de sus pupitres a la panta­lla... Knox escribía en su papel «Chris, Chris, Chris», con­templando soñador la proyección.

La sociedad de los poetas muertos.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora