CAPÍTULO XV

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La cama de Neil ya estaba deshecha, con las mantas cui­dadosamente dobladas a los pies, encima del colchón de an­chas rayas grises. Sentado en la ventana, Todd miraba a tra­vés de los cristales hacia el edificio de la administración de Welton. Meeks salió de allí junto al profesor Hager y entró cabizbajo en el dormitorio.
    Un momento después, por la puerta entreabierta, vio que Hager acompañaba al chico hasta la entrada del pasillo.
    Con las gafas en la mano, Meeks pasó a la altura de su compañero sin verle. En sus mejillas se adivinaban las hue­llas de las lágrimas. Entró en su habitación y cerró la puer­ta tras sí.
    —Knox Overstreet —llamó Hager sin impaciencia al­guna.
    Knox salió de su habitación y se reunió con Hager. Los dos desaparecieron escaleras abajo.
    Cuando vio vía libre, Todd salió sin ruido de su habita­ción y fue a llamar a la puerta de Meeks.
    —Soy yo, Todd.
    —Déjame —le contestó Meeks con voz entorpecida por los sollozos—. Tengo trabajo.
    Todd dudó, comprendiendo lo que había ocurrido.
    —¿Y Nuwanda? —preguntó a través de la puerta.
    —Expulsado.
    —¿Qué les has dicho tú?
    —Nada que ellos no supiesen ya.
    Todd se alejó; no iba a conseguir nada más de su des­venturado camarada. Volvió a su puesto de observación. Poco después, Hager escoltaba a Knox al dormitorio. Todd entreabrió su puerta otra vez. Hager y Knox aparecieron al final del pasillo. La expresión de Knox reflejaba la tempes­tad que le agitaba. Sus ojos brillaban, sus mejillas tembla­ban. Todd se pegó de espaldas a la pared, horrorizado ante la idea de que hubiesen conseguido doblegar a Knox.
    Su nombre resonó en el pasillo.
    —Todd Anderson.
    Hager le estaba esperando. El chico inspiró profunda­mente, alzó un momento los ojos al cielo y luego abrió la puerta y se dirigió arrastrando los pies hacia el anciano profesor.
    Por el camino podía oír la respiración agobiada de Ha­ger, a quien ese ir y venir le tenía agotado. El anciano pro­fesor dijo que parase a la entrada del edificio, para darse un momento de respiro.
    El chico y el anciano subieron lentamente los escalones que llevaban a la oficina de Nolan. Todd imaginaba que es­taba subiendo a la horca.
    Hager le hizo entrar y cerró tras él la pesada puerta fo­rrada de cuero. El decano estaba ante su escritorio, senta­do en su sillón. A su derecha, ligeramente atrás, Todd vio con sorpresa a sus padres.
    —Papá..., mamá...
    —Tenga la bondad de sentarse, señor Anderson.
    Todd tomó asiento en la silla vacía que le esperaba ante el escritorio de Nolan. Echó una ojeada hacia sus padres, que estaban inmóviles y con el rostro sin expresión. Todd frotó ligeramente sus manos húmedas la una contra la otra.
    —Señor Anderson —empezó Nolan con autoridad—, ya sabemos,
grosso modo
, lo que ha pasado aquí. Admite us­ted haber formado parte de ese Club de los Poetas Muer­tos, ¿no es verdad?
    Los ojos de Todd fueron de Nolan a sus padres. Cerró los ojos y afirmó con la cabeza.
    —¡Contesta! —ordenó su padre.
    —Sí —murmuró Todd.
    —No le he oído —dijo Nolan.
    —Sí, señor —dijo Todd, apenas más alto.
    Nolan le mostró un fajo de papeles.
    —Aquí hay una descripción detallada de lo que eran esas reuniones. Es la prueba irrefutable de que su profesor de Letras, el señor Keating, ha sido su instigador, y de que con ello ha provocado la eclosión de comportamientos indisci­plinados. Además, estos testimonios prueban que el señor Keating, tanto en clase como fuera de ella, animó a Neil a satisfacer su inclinación por el teatro aun sabiendo que ello iba en contra de la voluntad explícita de sus padres. Exce­diéndose escandalosamente en sus atribuciones, el señor Keating se hizo así responsable de la muerte de Neil Perry.
    Nolan le tendió el documento a Todd.
    —Léalo con atención. Si no tiene nada que añadir o nin­guna corrección que hacer, entonces le ruego que firme.
    Todd tomó los papeles y los leyó atentamente. Cuando hubo acabado su lectura, el papel le temblaba entre los de­dos. Levantó los ojos.
    —¿Qué... qué va a pasarle al señor Keating? —le preguntó a Nolan.
    Su padre se levantó y le tomó por el brazo.
    —Eso a ti no te importa.
    —Déjele, señor Anderson —le tranquilizó el decano, se­guro de su victoria—. Siéntese, por favor. Quiero que lo sepa.
    Miró al adolescente a los ojos.
    —Aún no sabemos si el señor Keating ha infringido la ley. Si ése es el caso, la justicia se hará cargo de él. Pero lo que nosotros podemos hacer ahora mismo, y su firma como la de sus compañeros nos ayudará a hacerlo, es ocu­parnos de que el señor Keating no enseñe nunca más.
    —¿Que... que no enseñará nunca más? —balbució Todd.
    Su padre se levantó otra vez.
    —Ya basta, Todd. Firma ese papel.
    —Cálmate, querido —dijo su mujer.
    —Pero... ¡enseñar es toda su vida!
    —Eso a ti no te concierne —dijo su padre.
    —¿Y en qué os concierno a vosotros
yo
? —replicó el chi­co volviéndose a sus padres—. El señor Keating se interesa más por mí de lo que vosotros lo habéis hecho nunca.
    El padre de Todd se irguió sobre su hijo, lívido de rabia, y le alargó una estilográfica.
    —¡Firma!
    Todd dijo que no con la cabeza.
    —No firmaré.
    —¡Todd! —sollozó su madre.
    —¡Es un tejido de mentiras! ¡Me niego a firmar!
    Su padre intentó ponerle en la mano la estilográfica por la fuerza. Nolan se levantó de su asiento.
    —Tanto peor —dijo—; que sufra las consecuencias.
    Rodeó su escritorio y fue a colocarse ante Todd.
    —¿Crees que podrás salvar al señor Keating? Tú mismo acabas de verlo, tenemos las firmas de tus cómplices. Pero si no firmas, quedarás bajo todo el rigor del reglamento has­ta el final del curso y arrestado todas las noches y fines de semana. Y si pones tan sólo los pies fuera del recinto del colegio, eso supondrá tu expulsión pura y simple.
    El decano y los padres de Todd observaron al adolescen­te, esperando un signo de capitulación.
    —No firmaré —repitió el chico por fin, con voz suave pero firme.
    —Entonces volveremos a hablar esta tarde después de las clases —dijo Nolan con una nota de irritación en la voz. Puedes retirarte.
    Todd se levantó y salió de la oficina sin mirar a sus padres.
    —Lo siento —dijo la señora Anderson dirigiéndose al de­cano cuando su hijo hubo cerrado la puerta forrada de cuero—. Me siento culpable...
    —Nunca hubiésemos debido enviarle aquí —dijo el se­ñor Anderson, mirándose las puntas de los zapatos.
    —Vamos, vamos —dijo Nolan—. A su edad, los chicos son muy influenciables. Nosotros le devolveremos al camino recto.
    Al día siguiente, el señor McAllister paseaba por el cam­pus a la cabeza de un grupo de alumnos. En lugar de abru­marles con declinaciones, el profesor de Latín había opta­do por una lección in situ y de visu.
    —Nieve es
nix, nicis; edificio es
aedificium, aedificii; es­cuela,
schola, scholae...
    Esta modesta innovación
pedagógica era también para él un guiño que le hacía a su colega a punto de partir.
    El señor McAllister se detuvo y alzó los ojos hacia las ventanas de la zona reservada a los profesores. Pudo ver la silueta del señor Keating, con el rostro vuelto hacia el hori­zonte. Las miradas de los dos hombres se cruzaron y el se­ñor McAllister hizo un leve gesto de adiós. Luego, suspiró y echó a andar otra vez
—Magister, magistri
, maestro;
arbor, arboris
, árbol...
    Keating se apartó de la ventana. Recogió los libros que había en una estantería encima del escritorio: Byron, Whit­man, Wordsworth. Luego, pensándolo mejor, los abandonó a su suerte y cerró la maleta. Echó una última ojeada a la pequeña habitación y desapareció en el pasillo, con la ma­leta en la mano.
    Los que habían sido sus alumnos estaban en clase de Li­teratura. Todd estaba encogido en su silla como el primer día de clase, con los ojos fijos en el suelo. Knox, Meeks y Pitts no parecían estar mucho mejor. Todos los antiguos miembros del Club de los Poetas Muertos se sentían dema­siado culpables como para atreverse siquiera a intercam­biar una mirada. Sólo Cameron parecía casi normal, con los ojos fijos en su cuaderno como si nada.
    Recordando el drama que acababa de vivir Welton, los pupitres vacíos de Neil y de Charlie dejaban dos enormes huecos en las filas de la clase.
    La puerta se abrió de repente y el señor Nolan entró en el aula. Los chicos se levantaron y no volvieron a sentarse hasta que el decano se hubo sentado ante su mesa.
    —Voy a hacerme cargo de esta clase hasta los exámenes —dijo mirando a su alrededor—. Encontraremos un profe­sor titular durante las vacaciones. Bien. ¿Quién puede de­cirme en qué punto del Pritchard se encuentran ustedes?
    Nolan levantó la nariz, esperando una respuesta que no llegó.
    —¿Señor Anderson?
    —¿En el... Pritchard? —repitió Todd, con voz apenas audible.
    Hojeó nerviosamente su libro.
    —No le oigo, señor Anderson.
    —Yo... Creo que... Nosotros...
    —Señor Cameron —le interrumpió Nolan, exasperado con esos balbuceos—. Responda usted, por favor.
    —Hemos ido saltando bastante, señor. Hemos estudia­do a los románticos y algunos capítulos de la literatura de después de la guerra de Secesión.
    —¿Y los realistas? —preguntó el decano.
    —Creo que los hemos saltado —respondió Cameron.
    Nolan se quedó un momento mirando a Cameron con fijeza.
    —Muy bien —dijo finalmente—. Empezaremos desde el principio. ¿Qué es la poesía?
    No se levantó ninguna mano. De repente, la puerta del aula se abrió y el señor Keating apareció en el umbral.
    —He venido a recoger mis cosas —le dijo al señor Nolan—. ¿Prefiere usted que espere hasta el final de la clase?
    —No, recoja sus cosas, señor Keating —repuso el deca­no con un gesto de impaciencia—. Señores, abran sus libros en la página veintiuno de la introducción. Señor Cameron, ¿quiere usted leer, por favor, el excelente prefacio del pro­fesor Pritchad sobre la apreciación de la poesía?
    —Señor Nolan, esa página se ha arrancado del libro.
    —Entonces coja el libro de uno de sus compañeros —re­plicó el decano.
    —Todas están arrancadas, señor.
    Nolan miró a Keating con malevolencia.
    —¿Qué quiere usted decir con eso de que todas están arrancadas? —preguntó.
    —Señor, nosotros...
    —Está bien —dijo Nolan.
    Se levantó y le tendió su propio ejemplar a Cameron.
    —¡Lea!
    —«Comprender la poesía», por el doctor en letras J. Evans Pritchard. «Para comprender la poesía, en primer lu­gar hay que familiarizarse con la métrica, el ritmo y las fi­guras estilísticas. A continuación hay que plantearse dos pre­guntas. En primer lugar, ¿el tema está tratado con arte...?»
    Keating estaba delante de su armario, en un rincón de la clase. La ironía del azar, que había querido que el señor Nolan eligiese leer precisamente el texto de Pritchard, le hizo esbozar la sombra de una sonrisa. Dirigió una mirada a sus alumnos. Vio a Todd, con las facciones crispadas y lágrimas en los ojos. Vio a Knox, Pitts, Meeks... todos ellos con la ca­beza gacha, demasiado avergonzados para mirarle. Suspi­ró y, luego, acabó de sacar sus cosas y recorrió el aula para ir hacia la puerta.
    Tenía ya la mano en el pomo cuando, a su espalda, Todd se levantó de un salto y estalló:
    —¡Señor Keating, nos obligaron a firmar! —gritó, cu­briendo la voz monocorde de Cameron.
    Nolan se quedó rígido de cólera.
    —¡Cállese, señor Anderson!
    —¡Es la verdad, señor Keating! —insistió Todd—. ¡Tie­ne que creerme!
    —Le creo —respondió Keating con calma, sin el menor signo de amargura.
    Nolan estaba encendido por la indignación al ver su auto­ridad tan abiertamente escarnecida.
    —¡Deje que se vaya el señor Keating!
    —¡Pero es que él no hizo nada, señor Nolan!
    Todd se negaba a callar. Hirviendo de indignación, el de­cano se precipitó a su pupitre y trató de obligarle a sentarse.
    —¡Siéntese, señor Anderson! ¡Una palabra más y le ex­pulso del colegio!
    Barrió la clase con la mirada.
    —¡Y esto se aplica a todos! ¡Una sola palabra y les ex­pulso del colegio!
    Se dirigió entonces a Keating.
    —¡Váyase ahora mismo! ¡Desaparezca!
    El silencio cayó sobre la clase. Los chicos observaban a su antiguo profesor con el rabillo del ojo, como si espera­sen lo imposible. Keating dudó, les hizo un último saludo silencioso, luego giró sobre sus talones. Se disponía a salir de la clase cuando una voz le detuvo en seco.
    —¡Oh, Capitán! ¡Mi Capitán!
    La voz de repente clara y firme de Todd acababa de so­nar en el aula. Todas las miradas convergieron sobre él. Len­tamente, con firmeza, Todd puso un pie en el asiento y se subió al pupitre. Tragándose las lágrimas, se mantuvo in­móvil, saludando así a su profesor.
    Desconcertado por un momento ante la incongruencia de ese gesto y por la extraña dignidad que revestía, el deca­no se encontraba ya al borde de la apoplejía.
    —¡Baje! ¡Es una orden! —aulló, dando una patada en el suelo.
    Pero, mientras se desgañitaba a los pies de Todd, se vio de repente a Knox, en el otro extremo de la clase, que repe­tía el gesto de su compañero, alzándose sobre el pupitre. Un ramalazo de pánico pasó por los ojos del decano. Reunien­do todo su valor, Meeks se subió también a su mesa. Pitts le imitó. Uno tras otro, galvanizados por su ejemplo, los alumnos se levantaron para ofrecerle un último saludo a su profesor. Sólo unos cuantos, entre ellos Cameron, abruma­dos por el miedo o por los remordimientos, se quedaron sen­tados, con la cabeza entre los hombros.
    Nolan había renunciado a hacerse con el control de la clase y miraba con furia mezclada con estupor el homenaje que se le rendía al señor Keating.
    Embargado por la emoción, éste no se había movido, y allí estaba, con los ojos brillantes.
    —Gracias, señores —dijo sencillamente, con un temblor en la voz—. Gracias a todos.
    Miró a Todd a los ojos, y luego a todos los Poetas Muer­tos. Después de hacer un último gesto con la cabeza, aban­donó el aula, y el colegio Welton, dejando a los chicos en pie sobre sus pupitres, dueños de sí mismos y de sus des­tinos.

                           FIN.

La sociedad de los poetas muertos.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora