CAPÍTULO XI

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El invierno se había abatido brutalmente sobre las coli­nas de Vermont. Violentas ráfagas de viento soplaban so­bre el campus de Welton, levantando en torbellinos las ho­jas muertas que cubrían el suelo endurecido.
Ceñidos en sus capotes con capucha y con una bufanda rodeándoles el cuello, Todd y Neil subían a lo largo de un sendero que serpenteaba entre los edificios del colegio. Los aullidos del viento sofocaban casi la voz de Neil, que iba re­pitiendo sus entradas del
Sueño de una noche de verano.
—Aquí, villano, con la espada en la mano y en guardia. ¿Dónde estás?
Neil tuvo un bache en su memoria.
—«Soy contigo al momento» —le sopló Todd, que tenía el texto entre los dedos azules por el frío.
—«Sígueme, pues, a un terreno más igual» —clamó Neil con ardor—. ¡Oh, cuánto me gusta!
—¿El qué? ¿La obra?
—La obra, por supuesto, pero, sobre todo, ¡interpretar! Es el trabajo más hermoso del mundo. Y decir que la mayo­ría de la gente no vive más que una vida, y eso si tienen suer­te. Sin embargo, un actor puede vivir docenas de vidas, cada una más apasionante que las demás.
Con un salto teatral, se encaramó a un murete de piedra.
—«Ser o no ser, ésa es la cuestión». Por primera vez en mi vida me siento vivo. Deberías probarlo, Todd.
Saltó al suelo.
—¿Por qué no has venido nunca a los ensayos? Sé que están buscando gente que se encargue de la iluminación y los accesorios.
—No, gracias.
—Y hay un montón de chicas —añadió Neil con un gui­ño—. La que interpreta a Hermia es fantástica.
—Ya iré a la representación.
—¡Cobardón! —le insultó Neil—. Bueno, ¿dónde es­tábamos?
—«¿Estás ahí?» —leyó Todd.
—¡Dale un poco de entonación!
—¿Estás ahí? —vociferó Todd.
—¡Eso es! «Sigue mi voz; ya veremos si eres hombre».
Neil saludó a su amigo con una reverencia histriónica.
—Gracias, noble señor. Hasta esta noche, en la cena.
Corrió hacia el dormitorio. Todd le vio cruzar el patio como una flecha y desaparecer en el edificio de ladrillo; me­neó la cabeza divertido y fue tranquilamente hacia la bi­blioteca.
Haciendo filigranas y molinetes con una espada imagi­naria, Neil pasó por los pasillos ante las miradas de curio­sidad de los alumnos con los que se cruzaba. Empujó la puer­ta de su habitación con el pie y entró haciendo el ademán de una estocada final.
El adolescente se quedó inmóvil de repente. Su padre le esperaba sentado ante la mesa. La cara de Neil se quedó sin sangre.
—¡Padre!
—Neil, vas a dejar esa farsa ridícula —dijo el señor Perry.
—Pero...
El señor Perry se alzó en toda su estatura y dio un golpe en la mesa con el puño.
—¡No me repliques! No sólo pierdes el tiempo con esa... esa idiotez de saltimbanqui, sino que además me has enga­ñado deliberadamente.
Empezó a recorrer la habitación a zancadas, haciendo sonar los talones en cada media vuelta. A Neil le temblaba todo el cuerpo.
—¿Cómo esperabas salir adelante con esto? ¿Quién te ha metido esta idea en la cabeza? ¿Ha sido ese Keating?
—Nadie... —balbució Neil—. Quería darle una sorpresa. He tenido la mejor nota en casi todas las asignaturas y...
—¿De verdad llegaste a creer que yo no descubriría el pastel? «Mi nieta interviene en una obra de teatro con su hijo», me dijo el otro día la señora Marks. «Seguro que se equivoca, señora, mi hijo no hace teatro». Me has hecho pa­sar por mentiroso, Neil. Mañana verás a los de la compañía y les dirás que lo dejas.
—Padre, tengo uno de los papeles más importantes... La representación es mañana por la noche. Padre, por favor...
El señor Perry estaba lívido de ira. Se acercó a Neil, ame­nazándole con el índice.
—El mundo puede venirse abajo mañana por la noche, ¡pero tú no intervendrás en esa obra! ¿Lo entiendes? ¿Lo has entendido?
El adolescente no encontró energía suficiente para en­frentarse con su padre.
—Sí, padre...
Con los ojos fijos en los de su hijo, el señor Perry se que­dó un momento inmóvil, a excepción de un estremecimien­to en las mandíbulas.
—He hecho muchos sacrificios para que vinieses a este colegio, Neil. Y no vas a decepcionarme.
El señor Perry salió cerrando de un portazo. Neil se de­rrumbó en su silla y golpeó sobre su mesa con los puños cerrados, hasta que el dolor hizo que rodasen lágrimas por sus mejillas.
A la hora de la cena, todos los miembros del Club de los Poetas Muertos estaban reunidos en el comedor, a excep­ción de Neil, que había pretextado un dolor de cabeza. Se llevaban la comida a la boca de forma tan laboriosa que el viejo Hager se acercó a su mesa y se les quedó mirando con expresión de sospecha, con un párpado entrecerrado.
—Señor Dalton, ¿hay algo que no va bien? —preguntó—. ¿No le satisface el menú?
—Sí, señor.
Hager se volvió a los demás. Había algo raro allí.
—Señores Overstreet y Anderson, ¿son ustedes zurdos?
—No, señor.
—Entonces, ¿por qué tienen el tenedor en la mano iz­quierda?
Los chicos intercambiaron miradas inocentes. Knox tomó la palabra.
—Hemos pensado que estaría bien romper con las vie­jas costumbres.
—¿Qué les reprocha usted a las viejas costumbres, se­ñor Overstreet?
—Perpetúan una vida mecánica, señor —afirmó Knox—. Imponen límites al pensamiento.
—Señor Overstreet, le sugiero que se preocupe menos de romper con las viejas costumbres y más de adquirir otras buenas para sus estudios. ¿Entendido?
—Sí, señor.
—Lo mismo sirve para ustedes, señores. Ahora, coman con su mano habitual.
Los chicos obedecieron. Pero en cuanto el anciano pro­fesor se hubo alejado, Charlie cambió otra vez de mano, y pronto fue imitado por sus compañeros.
Neil acabó apareciendo en el comedor. Parecía tras­tornado.
—¡Qué aspecto tienes! —dijo Charlie—. ¿Qué es lo que no funciona?
—Mi padre ha venido a verme.
—¿Vas a dejar la obra? —preguntó inmediatamente Todd.
—Aún no lo sé.
—¿Por qué no vas a hablar con el señor Keating? —su­girió Charlie.
—¿Para qué?
Charlie se encogió de hombros.
—Quizá pueda aconsejarte. Puede que incluso vaya a ha­blar con tu padre.
—¿Bromeas? —dijo Neil con ironía.
A pesar de las objeciones de Neil, sus compañeros insis­tieron tanto y lo hicieron tan bien, diciendo que el señor Kea­ting podría ayudarle a solventar su problema, que después de cenar fueron juntos al sector de los profesores, en el se­gundo piso del edificio. Todd, Pitts y Neil se quedaron en el primer escalón del rellano, y Charlie fue a llamar a la puerta.
—Esto es grotesco —protestó Neil.
—Es mejor que nada —respondió Charlie.
Llamó otra vez, pero la puerta siguió cerrada.
—No está. Vámonos.
Charlie accionó el pomo y abrió la puerta.
—Esperémosle dentro —dijo, entrando en la habitación.
—¡Charlie! ¡Nuwanda! —le llamaron los otros—. ¡Sal de ahí! ¡Vuelve!
Pero como Charlie no reaparecía y la curiosidad les agui­joneaba, sus compañeros le siguieron poco a poco.
La habitación era pequeña y austera. Los chicos se sin­tieron de repente como intrusos.
—Nuwanda —susurró Pitts—, no nos quedemos. Llega­rá de un momento a otro.
Charlie ignoró la advertencia y siguió investigando. En el suelo, cerca de la puerta, había una pequeña maleta azul. Varios libros, algunos de ellos en un estado lamentable, es­taban colocados encima de la cama. Charlie se acercó al es­critorio y tomó entre las manos un marco que contenía la fotografía de una mujer muy bella que debía de tener unos veinte años.
—¡Vaya! ¡Mirad esto! —dijo Charlie con un silbido de admiración.
Junto al marco, había una carta inacabada. Charlie la cogió y empezó a leer:
—Mi querida Jessica: me siento tan solo lejos de ti... Bla, bla, bla. No puedo hacer otra cosa que contemplar tu foto­grafía o cerrar los ojos y revivir el recuerdo de tu sonrisa radiante, pero mi pobre imaginación no es más que un páli­do sustituto de tu presencia. Oh, cuánta falta me haces y cuánto me gustaría...
La puerta rechinó. Charlie dejó abruptamente de leer al ver al señor Keating en pie en la puerta de la habitación.
—Buenas noches, señor Keating —saludó Charlie—. Pre­cisamente estábamos buscándole.
Sin decir palabra, Keating llegó hasta él y, con calma, le retiró la carta de las manos, la dobló y la deslizó en el bolsillo de su chaqueta.
—Una mujer es una catedral, señores —dijo él entonces—. Y hay que venerarla como a tal.
Pasó junto a Charlie, abrió el cajón de arriba de su es­critorio y dejó en él la carta.
—Tal vez quiera usted proseguir con su registro, señor Dalton.
—Lo siento —repuso Charlie—. Yo... nosotros...
Charlie se volvió a sus compañeros como para llamar­les al rescate. Neil dio un paso adelante.
—¡Oh, Capitán! ¡Mi Capitán! Hemos venido porque te­nía que hablar con usted.
—¿Es algo que les concierne a todos? —preguntó el profesor.
—En realidad, me gustaría que hablásemos a solas —dijo Neil.
Los demás sintieron el alivio de ver que se les abría una puerta de escape.
—Tengo que ir a empollar Química —dijo Pitts.
Los demás asintieron.
—Vamos contigo; buenas noches, señor Keating.
Se eclipsaron con rapidez y cerraron la puerta al salir.
—¡Vuelvan cuando quieran! —les dijo alzando la voz Keating.
—Gracias —les oyó contestar a través del tabique.
Pitts le dio un empujón a Charlie.
—¡Mierda, Nuwanda! Buena la has hecho...
—No he podido evitarlo —repuso Charlie, encogiéndose de hombros.
A Keating le divertía el nerviosismo de Neil, que iba y venía por la habitación, mirando aquí y allá.
—Está usted muy estrecho aquí.
—Nada debe distraerme de mi trabajo. La enseñanza tie­ne un cierto parecido con entrar en un monasterio.
—¿Por qué es usted profesor? —pregúntó Neil—. Quie­ro decir... Con todas esas historias sobre el
carpe diem
, se le imaginaría más bien explorando el mundo.
—Pues eso es precisamente lo que hago, Neil. Exploro el mundo. Este mundo nuevo de los tiempos modernos. Ade­más, un colegio como Welton necesita a un profesor como yo, ¿no?
»Pero usted no ha venido aquí para hacerme preguntas sobre mi vocación, ¿no es cierto?
Neil suspiró profundamente.
—Mi padre me exige que deje la representación de Hen­ley Hall. Cuando pienso en lo de
carpe diem
, tengo la sensa­ción de que estoy en la cárcel. ¡Interpretar lo es todo para mí, señor Keating! Me gustaría convertirlo en mi trabajo. Comprendo la posición de mi padre, claro. Nosotros no so­mos ricos como la familia de Charlie. Pero es que él ha pla­nificado toda mi vida sin preguntarme nunca cuál era mi opinión.
—¿Le ha dicho a su padre lo que acaba usted de con­fiarme?
—¿Bromea? ¡Me mataría!
—Entonces está usted interpretando un papel también para él. El papel de hijo sumiso. Neil, bien sé hasta qué punto puede resultar difícil, pero debe usted hablar con su padre y desvelarle su auténtica personalidad.
—Ya sé lo que me contestará: que el teatro sólo es un capricho, que es frívolo y que, «por mi bien», es mejor que no siga pensando en él. Luego me recordará todas las espe­ranzas que fundan en mí.
Keating se sentó en el borde de la cama.
—Si no es sólo un capricho, entonces tiene usted que de­mostrárselo. Muéstrele, a fuerza de pasión y compromiso, que ésta es su verdadera vocación. Y si eso no da resultado, dígale que pronto tendrá dieciocho años y que entonces po­drá usted vivir como mejor le apetezca.
—¡Dieciocho años! ¡Pero si la representación es maña­na por la noche!
—Vaya y hable con él, Neil.
—¿No hay otra solución?
—No, si quiere usted seguir siendo honesto consigo mismo.
Neil y Keating se quedaron un momento sin decir nada.
—Gracias, señor Keating —dijo finalmente Neil—. Lo pensaré y tomaré una decisión.
Mientras Neil conversaba con el profesor, el resto del gru­po corría hacia la cueva. La nieve que caía en grandes co­pos empezaba a cubrir la tierra de manchas blancas.
Los chicos se dispersaron en la cueva, cada uno dedica­do a sus cosas. Nadie propuso abrir la sesión. Charlie le sa­caba largas notas melancólicas a su saxofón. En una esqui­na, Knox repetía a media voz el poema que se esforzaba en componer. Todd estaba sentado aparte y también escribía. Cameron estaba estudiando Geografía. En pie, al fondo de la cueva, Pitts grababa signos cabalísticos en la roca.
Cameron le echó una ojeada al reloj.
—Solamente faltan diez minutos para el toque de silen­cio —anunció.
Nadie le hizo caso.
—¿Qué escribes? —le preguntó Knox a Todd.
—No lo sé. Un poema.
—¿Es para la clase?
—Aún no lo sé.
Cameron volvió a la carga.
—Nos las vamos a cargar, chicos, si no nos largamos aho­ra mismo. Está nevando a modo.
Charlie siguió exhalando su lamento y Todd garrapatean­do en su cuaderno. Cameron se encogió de hombros.
—Bueno, pues en todo caso yo me largo —dijo antes de salir de la cueva.
Knox releyó el poema al que acababa de dar el toque fi­nal. Muy excitado, se dio una palmada en el muslo.
—¡Ay, Dios! ¡Si por lo menos pudiese hacérselo llegar a Chris!
—¿Por qué no se lo lees? —sugirió Pitts—. Eso le ha ido de maravilla a Nuwanda.
—No quiere dirigirme la palabra. La he llamado, pero ni siquiera ha querido ponerse al teléfono.
—Nuwanda le recitó unos poemas a Gloria y ella se le echó al cuello... ¿No es verdad, Nuwanda?
El saxofón calló. Charlie pensó un momento.
—En la misma medida en que hay cosas ciertas —dijo, antes de ponerse otra vez a tocar.
A lo lejos se oyó el timbre de silencio. Charlie guardó el instrumento en su estuche y salió de la cueva. Todd y Pitts recogieron sus cosas y fueron tras él en la noche. Una vez solo en la cueva, Knox releyó su poema. Lo metió entre las páginas de un libro, sopló la vela y corrió tras sus com­pañeros.
—Si funcionó con él, funcionará conmigo —dijo, pensan­do en el medio de llegar hasta Chris.
Al día siguiente por la mañana, el paisaje estaba sumido en una espesa capa de nieve. Knox salió del dormitorio tem­prano, equipado para soportar el frío glacial y las borras­cas de viento. Con el revés de la manga retiró la nieve que cubría el sillín de la bicicleta y se metió por un sendero ex­pedito. Tomó velocidad al bajar el cerro de Welton hacia Rid­geway High. Lejos de desanimarle, el aire espoleaba su ardor.
Dejó la bicicleta ante el colegio y entró en el vestíbulo en el que reinaba un bullicioso desorden. Poniéndose de pun­tillas, miró a derecha e izquierda, no sabiendo hacia dónde dirigir sus pasos. Su elegante chaqueta y su corbata de uni­forme desentonaban entre las ropas multicolores y heteró­clitas que llevaban los chicos de Ridgeway. Pero nadie le prestaba atención, aparte de algunos curiosos a los que di­virtió su aire desconcertado, con el ramo de flores marchi­tas que llevaba en la mano.
Knox entró por un pasillo y detuvo a una estudiante que le indicó el camino. Dio media vuelta, subió por una escale­ra de cuatro en cuatro hasta el primer piso.
—¡Chris!
Knox acababa de ver la rubia y amada cabeza junto a unas taquillas. Ella estaba hablando con una amiga. La chi­ca se volvió con un sobresalto e hizo ademán de marcharse, con unas carpetas apretadas contra el pecho. Knox la tomó del brazo.
—¡Knox! ¿Qué haces tú aquí?
Y le llevó aparte.
—He venido a excusarme por lo de la otra noche. Te he traído estas flores y un poema que he escrito para ti.
Él le tendió el modesto ramo de flores y una hoja de pa­pel doblada en dos. Chris los miró un momento, pero no los aceptó.
—Si te ve Chet, te matará.
—No me importa —respondió Knox—. Te amo, Chris. Me­reces algo mejor que ese animal de Chet. Alguien como yo, por ejemplo. Por favor, acepta estas flores.
—Knox, estás completamente loco.
Sonó el timbre y una gran efervescencia se extendió por los pasillos.
—Te lo ruego. Me he comportado como un imbécil y lo sé. Anda, por favor.
Chris pareció dudar.
—No —dijo ella finalmente—. Y no vuelvas a molestarme.
Dio media vuelta, entró en su aula y cerró la puerta. El pasillo se vaciaba con rapidez. Knox dudó un momen­to, con el ramo en la mano. Luego, con paso decidido, siguió a la chica.
Los estudiantes estaban instalándose en sus pupitres. Knox pasó impertérrito ante el profesor, que estaba incli­nado sobre el cuaderno de un alumno.
—¡Knox! —se sobresaltó la muchacha—. Debo de estar soñando.
—Sólo te pido que me escuches —dijo él, desplegando el poema.
Cuando empezó a leer, el profesor y los alumnos levan­taron la cabeza.
Los cielos han creado a una chica llamada Chris
una sonrisa de ángel, una piel de satén,
acariciarla sería el paraíso
y abrazarla una gloria sin fin.
Chris se puso escarlata y hundió la cara entre las dos ma­nos. Sus amigos escuchaban desternillándose de risa o intercambiaban miradas divertidas.
Han creado a una diosa y la han llamado Chris
¿Cómo? Nunca lo sabré
Pero si mi alma no puede rivalizar
sin embargo, mi amor no hace más que crecer.
Knox leía como si a su alrededor el mundo se hubiese desvanecido.
Dulzura de sus ojos de zafiro
reflejos de su cabello de oro
mi corazón sucumbe a su imperio
feliz de saber que ella respira.
Knox bajó el papel y se quedó mirando a Chris que, con la cara ardiendo, le observaba entre sus dedos. Knox dejó las flores y el poema encima del pupitre.
—Te amo, Chris.

La sociedad de los poetas muertos.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora