CAPÍTULO XIV

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La noche clara y fría brillaba con un resplandor singu­lar. Miríadas de estrellas perforaban el cielo y la luna llena se reflejaba en la nieve, nimbando las suaves colinas de Ver­mont con una luz cristalina. El hielo que cubría la brizna más pequeña con un barniz destellante transformaba el bos­que en un palacio de cristal y diamante, a través del cual serpenteaban los Poetas Muertos siguiendo los pasos del se­ñor Keating, que recitaba en voz alta:
    «Los Santos le sonrieron con gravedad y dijeron: Ha venido...»
    —¿Os habéis lavado en la sangre del cordero? —respon­dieron los chicos a coro.
    Cristo se acercó lentamente
    vestido con una túnica, con una corona en la cabeza
    para Booth el soldado
    y la multitud puso una rodilla en tierra
    Vio a Jesucristo. Estaban cara a cara,
    y él se arrodilló llorando en ese santo lugar.
    —¿Os habéis lavado en la sangre del cordero?
    Mientras el Club se movía en la noche tranquila, un si­lencio absoluto reinaba en casa de los Perry. El señor y la señora Perry se habían acostado y habían apagado la lám­para de cabecera. No oyeron la puerta de Neil. El adoles­cente recorrió el pasillo y bajó la escalera de puntillas.
    Una claridad azul reinaba en el despacho del señor Perry. Neil fue hasta el secreter de su padre, abrió el cajón de arriba y deslizó la mano hasta el fondo. Sus dedos tantearon un momento antes de encontrar una pequeña llave, con la que abrió el cajón de abajo. Antes de hundirse en el sillón de cue­ro, tomó la corona trenzada que llevaba Puck, que había que­dado olvidada en el escritorio, y se la puso ciñendo su frente.
    —¿Os habéis lavado en la sangre del cordero?
    Los rayos de la luna jugaban en las cascadas inmoviliza­das por el hielo. El mágico paisaje se unía a la magia de las palabras para envolver a los Poetas Muertos en un univer­so de pureza irreal. El grupo empezó a bailar y a jugar en la nieve, movediza zarabanda en un decorado inmóvil. La espesa alfombra blanca apagaba sus pasos y el aire era tan frío que las palabras parecían helarse al salir de sus bocas.
    Knox se llevó a Chris aparte y se besaron largamente, saboreando el contraste entre la luna helada que lucía so­bre sus cabezas y el suave calor de sus labios.
    El señor y la señora Perry dormían profundamente cuan­do un ruido rotundo y breve rompió el silencio de la noche.
    —¿Qué pasa? —exclamó el señor Perry incorporándose súbitamente.
    —¿Qué? —preguntó su mujer, aún adormilada.
    —Ese ruido... ¿No has oído nada?
    —¿Qué ruido?
    El señor Perry se sentó en la cama. Sus pies encontra­ron instintivamente las zapatillas. Abrió la puerta que daba al pasillo y escuchó. Ni un ruido. Salió al pasillo y vio la puer­ta entreabierta de la habitación de Neil, que estaba desierta.
    —¡Neil! —llamó—. ¡Neil!
    La señora Perry salió a su vez, poniéndose la bata.
    La señora bajó siguiendo a su marido, que entraba ya en el despacho. Él encendió la lámpara del techo y recorrió la estancia con la mirada. Todo parecía normal. Iba a salir otra vez cuando advirtió un acre olor a pólvora. Sus ojos descubrieron de repente un objeto que brillaba con un res­plandor sombrío sobre la alfombra. Reconoció su revólver.
    El corazón le dejó de latir. Rodeó el escritorio y vio una mano pálida y exánime, con la palma vuelta hacia el cielo.
    —¡NEIL!
    Un grito de horror le salió del pecho. Neil yacía en el sue­lo, con la cabeza cubierta de sangre. Vencido por el dolor, el señor Perry cayó de rodillas y abrazó a su hijo. Acudien­do a toda prisa, su mujer lanzó un grito y se dejó caer en el suelo, con un ataque de histeria.
    —¡Mi hijo! ¡Neil! ¡No! ¡No tiene nada! ¡Dios mío, dime que no le pasa nada!
    Apretujados en el enorme automóvil, el señor Keating y los chicos acompañaron a las muchachas hasta sus casas y regresaron a Welton ya tarde.
    —Estoy muerto, agotado —dijo Todd arrastrándose hasta su habitación—. Creo que dormiré hasta el mediodía.
    Pero al día siguiente por la mañana, a primera hora, Charlie, Knox y Meeks entraron en su habitación. Sus ros­tros estaban lívidos. Se quedaron mirando un momento a Todd, que dormía a pierna suelta.
    —Todd... —llamó Charlie en voz muy baja—. Todd...
    Le sacudió por el hombro. El chico abrió los ojos y se incorporó, aún entumecido por el sueño. Guiñó los ojos por efecto de la pálida luz, luego los volvió a cerrar y apoyó la cabeza en la pared. Luego, tanteó buscando el despertador, lo cogió y frunció el ceño.
    —Sólo son las ocho. Aún tengo sueño.
    Volvió a acostarse y tiró de las mantas para arroparse. Pero de repente volvió a incorporarse, con los ojos abiertos de par en par. Sus amigos seguían a los pies de su cama sin decir nada, y comprendió que había sucedido algo dra­mático.
    —Todd, Neil ha muerto. Se pegó un tiro en la cabeza —le dijo Charlie.
    Un profundo agujero negro se abrió ante los ojos de Todd.
    —¡Oh, no! ¡Neil!
    El corazón se le subió a la boca. Con un ataque de vérti­go, saltó fuera de la cama y salió al pasillo gritando. En el cuarto de baño, se arrodilló delante del bidet y vomitó has­ta que sintió que las tripas iban a salírsele por la boca. Sus amigos habían ido tras él, incapaces de encontrar ni una pa­labra de consuelo.
    Todd salió, con las mejillas llenas de lágrimas. Sus pier­nas temblorosas apenas le sostenían.
    —¡Todo el mundo ha de saber que su padre tiene la cul­pa! —exclamó sublevado—. ¡Neil nunca se hubiese matado! ¡Amaba demasiado la vida!
    —No dices en serio que su padre...
    —¡Con el revólver, no! —exclamó Todd—. Pero si no fue él quien apretó el gatillo, sí ha sido el que...
    Los sollozos le enmudecieron.
    —¡Aunque no fuese él el que disparó —dijo, reponiéndo­se—, es el responsable de su muerte!
    Se lanzó contra la pared, estrellándose de cara contra la piedra, con los brazos en cruz.
    —¡Neil! ¡Neil!
    Cayó despacio de rodillas, apoyado en la pared, lloran­do, y sus compañeros, impotentes, le dejaron ahí, desplo­mado sobre el mosaico del cuarto de baño, abrumado por la pena.
    Al enterarse de la terrible noticia, el señor Keating fue a refugiarse en el silencio oscuro de su clase. Permaneció mucho rato contemplando por la ventana ese día sin brillo que no acababa aún de empezar, esa nieve tan gris como las nubes, ennegrecida aquí y allá por bosquecillos de árboles sin hojas.
    Se sentó en el pupitre de Neil y abrió en la primera pá­gina su viejo volumen de poesía. El murmullo de su voz re­sonó suavemente en el aula:
    —Para no descubrir, a la hora de mi muerte, que no ha­bía vivido...
    Sus ojos se llenaron de lágrimas y se echó a llorar en si­lencio en la penumbra.
    Un cielo descolorido pesaba sobre las colinas de Vermont y una borrasca helada azotaba la comitiva fúnebre acom­pañada por el lamento de una gaita.
    Llevado a hombros por los Poetas Muertos, Neil fue en­terrado en el cementerio del pueblo de Welton. Su madre, una frágil figura vestida de negro, siguió la procesión apo­yándose en el brazo del señor Perry, cuyo rostro se mante­nía impenetrable. El señor Nolan, el señor Keating y los de­más profesores formaban un cerco solemne alrededor de la tumba mientras bajaban el ataúd.
    Después del entierro, todo el colegio se reunió en la capilla de Welton. Los profesores, entre ellos el señor Keating, estaban de pie en el coro. Los reunidos cantaron un himno y luego el capellán subió al estrado.
    —Señor todopoderoso, te rogamos que en tu inmensa mi­sericordia acojas a Neil. Bendícele y siéntalo a tu diestra. Que la luz de tu bienaventuranza ilumine su camino y que él comparta la gloria de tus elegidos. Perdónale sus ofen­sas y concédele la paz eterna. Amén.
    —Amén —respondieron los asistentes a la vez.
    El capellán le cedió el lugar al decano.
    —Señores —empezó con voz sonora—, la muerte de Neil Perry es una verdadera tragedia. Era uno de los mejores ele­mentos de Welton y siempre le lloraremos. Hemos estable­cido contacto con los padres de cada uno de ustedes para explicarles la situación; su inquietud es muy comprensible. A petición de la familia Perry, tengo la firme intención de hacer una investigación rigurosa acerca de este hecho. Es­pero toda su colaboración.
    Con estas palabras grávidas de amenazas, el decano aban­donó el estrado y la reunión se disolvió en silencio. Charlie, Todd, Knox, Pitts, Meeks y Cameron salieron juntos, pero se separaron sin intercambiar una palabra.
    Con excepción de Meeks y de Cameron, se reunieron más tarde en el sótano del dormitorio. Sentados en viejos baú­les, parecían esperar. Llamaron a la puerta. Entró Meeks.
    —Es imposible encontrarle —dijo, separando los brazos con un gesto de impotencia.
    —¿Sabía lo de la reunión? —preguntó Charlie.
    —Se lo he dicho y repetido.
    —¡Pues ya está! ¡Estaba seguro!
    Charlie levantó los ojos al cielo. Fue hasta una lumbre­ra y paseó la mirada por el campus, cuyo césped caía en sua­ve pendiente a la altura de sus ojos. Luego se volvió a sus compañeros.
    —Estamos listos, chicos —dijo.
    —Y eso, ¿por qué? —preguntó Pitts.
    —¡Cameron es un soplón! En este mismo momento se lo está contando todo a Nolan.
    —Contándole ¿qué?
    —Lo del Club, Pitts. Piénsalo.
    Pitts y los demás intecambiaron miradas perplejas.
    —Alguien tiene que cargar con el muerto —explicó Charlie—. Cuestiones de suicidios como ésta han hundido a más de un colegio. Es malo para la reputación.
    Hubo un silencio. Los hombros acusaron el desánimo. De repente oyeron que se abría una puerta en el pasillo. Knox fue a la puerta y vio a Cameron que entraba en el vestíbulo. Le hizo gesto con la mano de que se acercase.
    —Cameron —llamó en voz baja.
    Cameron le vio. Pareció dudar un momento y luego cru­zó el vestíbulo en dirección al sótano. De pronto tuvo la sen­sación de que se encontraba ante un tribunal.
    —¿Qué hay de nuevo, chicos? —preguntó, aclarándose la voz.
    —Nos has delatado, ¿no es verdad, Cameron? —dijo Charlie, agarrándole por el cuello.
    Cameron se debatió para escapar y se quedó pegado a la pared. Sus ojos parpadeaban más de prisa que de cos­tumbre.
    —¡Que os zurzan, tarados! No sé de qué me estáis ha­blando.
    —Acabas de contarle a Nolan todo lo del Club —le acu­só Charlie.
    —Por si no lo sabes, Dalton, en esta escuela existe un có­digo del honor; si un profesor te hace una pregunta, has de contestar la verdad o te expulsan.
    Charlie dio un paso hacia Cameron.
    —¡Eres una basura!
    Meeks y Knox le retuvieron cada uno de un brazo.
    —Espera, Charlie...
    —¡Este individuo hiede! Está de mierda hasta el cuello, de manera que ha decidido salvar el cuello él solo.
    —Déjale en paz —dijo Knox—. Si le tocas un solo pelo te la cargas.
    —De todas maneras, ya estoy expulsado —replicó Char­lie, desembarazándose del agarrón con un gesto.
    —Por lo menos, tiene razón en eso —intervino Came­ron—. Y si no sois completamente idiotas, haréis lo mismo que yo y aceptaréis prudentemente colaborar. No van de­trás de nosotros. Nosotros sólo somos víctimas inocentes. Lo mismo que Neil.
    —¿Qué dices? —dijo Charlie—. ¿Detrás de quién van en­tonces?
    —Del señor Keating, claro. Del Capitán en persona. ¿Quieres mejor chivo expiatorio?
    —¿El señor Keating? ¿Él, responsable de la muerte de Neil? ¿Qué están tramando?
    —¿Pues quién si no, imbécil? —dijo Cameron, con una risa nerviosa—. ¿La administración? ¿El señor Perry? Ha sido Keating quien se nos ha comido el coco, ¿no? Si no fuese por él, Neil estaría tranquilamente tumbado en la cama es­tudiando Química y soñando con su futura carrera de mé­dico.
    —¡Eso es mentira! —se rebeló Todd—. El señor Keating nunca le ha dictado su conducta. Neil adoraba el teatro.
    Cameron se encogió de hombros.
    —Piensa lo que quieras —dijo con una cierta condescen­dencia—. Pero lo que yo digo es: dejemos que Keating se las cargue. ¿Por qué vamos a estropear nuestras vidas?
    —¡Cerdo!
    Un violento puñetazo acompañó el insulto. Cameron cayó de espaldas. Charlie ya estaba preparado para golpearle otra vez.
    —¡Charlie! —le contuvo Knox.
    Cameron se llevó la mano a la nariz, que chorreaba san­gre. Sonrió aún con malicia.
    —Acabas de firmar tu expulsión, Nuwanda —dijo sar­cásticamente.
    Charlie le dirigió una mirada llena de desprecio y salió. Los otros fueron tras él.
    Desde el suelo, Cameron les gritó:
    —Si no sois completamente imbéciles, haréis lo mismo que yo. De todas maneras, lo saben todo. No podéis hacer nada por Keating, pero aún podéis salvaros vosotros.

La sociedad de los poetas muertos.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora