CAPÍTULO II

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—Calma, granujillas —tronó un profesor—. No corráis.
Unos cuarenta alumnos de primer año se precipitaban por la escalera del dormitorio con un formidable estruen­do mientras una quincena de los mayores trataba de abrir­se camino en sentido contrario.
—Sí, señor —respondieron los chicos—. Sí, señor McAllis­ter. Perdón, señor.
El señor McAllister meneó la cabeza viendo a esa jauría juvenil franquear las puertas a paso de carga y lanzarse al campus.
Una vez en la antecámara, los alumnos esperaban su tur­no en un silencio recogido, en pie o sentados en viejas sillas tapizadas de cuero. Muchos pares de ojos inquietos se mo­vían con regularidad hacia la doble puerta del primer piso, al final de la gran escalera de amplio pasamanos.
Uno de los batientes se abrió y dejó paso a cinco alum­nos, que bajaron sin ruido a la sala. Un hombre de cabello grisáceo se adelantó en el rellano.
—Overstreet, Perry, Dalton, Anderson, Cameron —pro­nunció claramente el profesor Hager—. Ahora ustedes.
Aquellos cuyos nombres se habían pronunciado subie­ron juntos los escalones bajo la atenta mirada de dos de sus compañeros. Pitts era un chico macizo y poco hablador, con el cabello cortado a cepillo, ceñudo y con los hombros lige­ramente caídos. Meeks, junto a él, era más bajo, y su mira­da vivaz estaba enmarcada por los aros de unas gafas.
—¿Quién es el nuevo? —le cuchicheó Meeks a su com­pañero de clase.
—Anderson —respondió Pitts en un murmullo.
—Pues no parece estar a gusto.
Pero su conversación no escapó a la vigilancia del viejo Hager.
—Señores Pitts y Meeks. Una falta.
Los dos chicos bajaron la mirada a las puntas de sus za­patos. Pitts levantó la comisura de los labios con un gesto de irritación. El profesor Hager era casi tan viejo como los muros del colegio, pero mantenía su vista de águila.
—Señor Pitts, eso le vale una segunda falta.
Los alumnos a los que Hager acababa de llamar le siguie­ron al despacho del señor Nolan, saludando al pasar a su esposa y secretaria, la señora Nolan, que escribía a máqui­na en el antedespacho.
Se inmovilizaron ante el decano del colegio, instalado ante su escritorio, con un setter irlandés tendido a sus pies.
—Encantado de volver a verles, muchachos. Señor Dal­ton, ¿qué tal está su padre?
—Bien, señor.
—Señor Overstreet, ¿su familia se ha establecido ya en sus nuevos cuarteles?
—Sí, señor; hace casi un mes.
—Estupendo, estupendo —dijo Nolan, sonriendo breve­mente—. He oído decir que su nueva casa es espléndida.
Acarició un momento a su perro entre las orejas, y le ofreció un par de golosinas en la palma de la mano mientras los cinco muchachos esperaban balanceándose de uno a otro pie.
—Señor Anderson —volvió a hablar el decano sin alzar la cabeza—, ya que es usted nuevo, permítame que le expli­que que aquí en Welton, soy yo quien distribuye las activi­dades extraescolares basándome en el mérito y en los de­seos expresados por cada uno. No hay ni que decir que es­tas actividades se han de abordar con la misma seriedad que la que dedican ustedes a su trabajo puramente escolar. ¿No es así, muchachos?
El decano levantó la cabeza.
—¡Sí, señor! —le respondieron al unísono.
—Cualquier ausencia injustificada a las reuniones se san­cionará con una falta. Y ahora, veamos; usted, señor Dal­ton: club de biblioteca, fútbol, remo. Señor Overstreet: club de alumnos de grados superiores, fútbol, boletín del cole­gio, club de hijos de antiguos alumnos. Señor Perry: club de alumnos de grados superiores, club de química, club de matemáticas, anuario del colegio, fútbol. Señor Cameron: club de alumnos de grado superior, club de elocuencia, remo, club de biblioteca, consejo de honor.
—Gracias, señor —dijo Cameron.
—Señor Anderson, a la vista de los resultados que con­siguió en Balincrest: fútbol, estudio de la Biblia, anuario del colegio. ¿Hay algún deseo en particular que quiera usted expresar?
Todd se quedó un momento en silencio. Trató de balbu­cear una respuesta, pero las palabras se le quedaban atra­vesadas en la garganta.
—Hable con más claridad, señor Anderson.
—Yo... Me gustaría... Preferiría... el remo..., señor —dijo Todd con voz apenas audible.
Nolan miró un buen rato al muchacho, que se puso a tem­blar como una hoja. En la estancia no se oía más que el ace­zar del setter.
—¿Remo? ¿Ha dicho remo? Pero si aquí veo que usted jugaba al fútbol en Balincrest.
—Es... Es verdad..., pero...
A su espalda, se apretaba las manos con tanta fuerza que la sangre no le circulaba por las articulaciones. Aún más nervioso por la mirada sorprendida que le dirigían sus nue­vos condiscípulos, Todd contenía a duras penas un torren­te de lágrimas.
—Le encantará nuestro equipo de fútbol, Anderson —de­cretó el señor Nolan—. Bien, muchachos, pueden retirarse.
El grupito salió de la oficina del decano con la cola en­tre las piernas. El semblante de Todd estaba más blanco que el cuello de su camisa. En la puerta, Hager llamaba ya a los cinco siguientes.
Camino del dormitorio, Neil Perry se acercó a Todd, que iba solo, y le tendió la mano.
—Creo que vamos a compartir la misma habitación —di­jo—. Me llamo Neil Perry.
—Todd Anderson.
Los dos muchachos anduvieron unos pasos en silencio.
—¿Por qué dejaste Balincrest? —preguntó finalmente Neil.
—Mi hermano estudió aquí —dijo Todd, a modo de ex­plicación.
—¡Ah! Tú eres ese Anderson que...
El adolescente se encogió de hombros.
—Mis padres siempre han querido que viniese aquí, pero mis notas no eran lo bastante «convincentes». Así que me enviaron a Balincrest para que me pusiese a tono.
—Pues te ha tocado el premio gordo al venir aquí —dijo Neil echándose a reír—. No esperes divertirte mucho.
—Ya no me divierto.
Al entrar en el gran vestíbulo del dormitorio, fueron ab­sorbidos por una batahola de alumnos que iban en todas direcciones, con los brazos cargados de maletas y sacos, al­mohadas y sábanas, libros y discos.
A la izquierda de la entrada, un empleado del colegio vi­gila con expresión cansada el montón que formaba el equi­paje que aún no habían reclamado sus propietarios. Neil y Todd se detuvieron para buscar el suyo. Neil fue el prime­ro que retiró su maleta del montón y, llevado por la corrien­te, se dirigió hacia la habitación que compartirían desde ese momento.
Richard Cameron no tardó en ir a su encuentro. Era un pequeño pelirrojo con la cara moteada de pecas, que par­padeaba con la regularidad de un metrónomo.
—Parece que te toca otra vez ser la víctima. Por lo que dicen, no es precisamente un regalo... Oh, perdón...
Todd acababa de aparecer en el vano de la puerta.
Cameron se apresuró a desaparecer. Todd se cruzó con él sin mirarle, puso sus maletas en la cama vacía y empezó a ordenar sus cosas en el armario.
—No le hagas caso a Cameron —dijo Neil—. Las finezas no son precisamente su fuerte.
Aparentemente dedicado por entero a lo que hacía, Todd se contentó con encogerse de hombros.
Knox Overstreet, Charlie Dalton y Steven Meeks entra­ron a su vez en la habitación.
—¡La puerta, Meeks! —dijo Charlie.
—Sí, mi sargento —bromeó Meeks, cerrando.
Una vez cerrada la puerta, Charlie se volvió hacia sus compañeros.
—Señores, ¿cuáles son los cuatro pilares?
—Travestismo, horror, decadencia, excremento —respon­dieron a coro antes de estallar en carcajadas.
—Vaya, Perry —dijo Charlie—, así que has tenido que cascarte un buen tarugo estas vacaciones.
—Sí. La Química —respondió Neil haciendo una mue­ca—. Mi padre quería que me adelantase al curso.
—Meeks es un genio en Latín —siguió Charlie—. Yo no lo hago mal en Letras. De manera que, si estás de acuerdo, mantendremos nuestro grupo de estudios.
—De acuerdo, pero Cameron ya me ha pedido que tra­baje con él. ¿Hay alguna objeción a que se una a nosotros?
—¿Cuál es su especialidad? —ironizó Charlie—. ¿Sem­brar alubias?
—¡Es tu compañero de habitación, Charlie! —protestó Neil.
—¿Y qué? Yo no le he elegido.
Todd no había dejado de ordenar cosas, volviéndoles a medias la espalda. Steven Meeks se acercó a él.
—Buenos días; aún no nos han presentado. Me llamo Ste­ven Meeks.
Todd le tendió una mano un poco blanda.
—Todd Anderson.
Knox y Charlie le estrecharon asimismo la mano.
—Charlie Dalton.
—Knox Overstreet.
—Todd es el hermano de Jeffrey Anderson.
Charlie lanzó un silbido de admiración.
—¡Caramba! Laureado con las felicitaciones del jurado.
—Bien venido a Welton —dijo Meeks.
—Ya lo verás, esto es el infierno —siguió Charlie—. A no ser que seas un pequeño genio como Meeks.
—Me halaga porque le echo una mano en Latín.
—Y en Química, y en mates... —añadió Charlie.
Llamaron a la puerta.
—Está abierto —dijo Neil, con desenvoltura.
La puerta giró sobre sus goznes. Pero esta vez no se tra­taba de un compañero de estudios.
—Papá —balbuceó Neil palideciendo—Creí que ya te habías marchado...

La sociedad de los poetas muertos.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora