CAPÍTULO IV

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Llegó el primer día de clase. Los alumnos de primer curso se agitaban en el cuarto de baño, haciendo sus someras ablu­ciones matinales y poniéndose la ropa a toda prisa. Neil les observaba por el espejo con la superioridad del viejo alum­no. Con calma, se inclinó sobre el lavabo y se roció la cara con agua fría.
    —Estos novatos se lo van a hacer encima —bromeó.
    —Me parece que yo estoy tan nervioso como ellos —con­fesó Todd.
    —No te preocupes. El primer día es siempre así. Pero en seguida pasa. Nadie te va a comer.
    Acabaron de vestirse y fueron al trote corto al edificio de Química.
    —Hubiese tenido que levantarme más temprano esta ma­ñana —masculló Neil—. No me ha dado tiempo de tomar el desayuno y ya tengo un calambre en el estómago.
    —Lo mismo me pasa a mí.
    En el laboratorio de Química se encontraron con Knox, Charlie, Meeks y el resto de la clase, ya instalados en sus pupitres. Al frente, un profesor de amplia frente despobla­da y con unas gafas redondas cabalgando su nariz distribuía unos impresionantes libros para su clase.
    —Además de los ejercicios que encontrarán en este ma­nual, cada uno de ustedes elegirá tres experimentos de esta lista y me entregará un informe cada cinco semanas. Los veinte primeros ejercicios correspondientes al capítulo pri­mero hay que entregarlos... mañana.
    Con la nariz en su libro de Química, Charlie Dalton abrió los ojos desmesuradamente. Intercambió una mirada de in­credulidad con Knox Overstreet y los dos menearon la ca­beza en signo de abatimiento.
    Quizá por indiferencia, Todd fue el único que no manifes­tó una particular emoción ante la envergadura impresionan­te del manual y las instrucciones que lo acompañaban. La voz del profesor empezó a zumbar incansablemente en la cla­se, más soporífera que un gas químico, pero después de que mencionase los «veinte primeros ejercicios» los chicos sólo le prestaban una atención distraída. Cuando sonó el timbre, los alumnos cerraron rápidamente libros y cuadernos y en su mayoría se dirigieron a la clase del señor McAllister.
    McAllister, un quincuagenario corpulento con cara de bulldog que hablaba latín con voz aguardentosa, no perdió el tiempo en preámbulos e inició las hostilidades sin previo aviso.
    —Empezaremos por la declinación de los nombres. Agri­cola, agricolae, agricolam, agricolae, agricolae...
    Empezó a recorrer la clase con pasos lentos a la vez que pronunciaba distintamente las palabras latinas que los chi­cos se esforzaban por repetir después de él.
    Tras cuarenta minutos de este ejercicio, McAllister se de­tuvo por fin y miró a la clase desde lo alto de su tarima.
    —Señores, mañana les preguntaré estas declinaciones. Ya saben lo que tienen que hacer.
    Se volvió hacia la pizarra, ignorando con soberbia un vago rumor de protesta. Pero no le dio tiempo de encade­nar lo anterior con la tarea siguiente: el timbre salvó a los alumnos.
    —Este tío está enfermo —masculló Charlie—. Nunca po­dré aprender todo eso de memoria para mañana.
    —No te preocupes —le tranquilizó Meeks—. Esta noche os enseñaré un truco infalible. Vamos, moveos, vamos a lle­gar tarde a mates.
    A imagen de su principal ocupante, la clase del profesor Hager era aún más vetusta que las otras. Las láminas del parquet estaban sueltas y las figuras geométricas que de­coraban las paredes amarilleaban. Los manuales esperaban tranquilamente a los alumnos en el ángulo superior dere­cho de sus pupitres.
    —El estudio de la Trigonometría exige una absoluta pre­cisión —empezó Hager—. El que me entregue una tarea con retraso tendrá un punto menos en su calificación final. Les ruego encarecidamente que no me pongan a prueba en cuan­to a este punto. Bien, ¿quién puede darme una definición de coseno?
    Richard Cameron pidió la palabra y se levantó.
    —El coseno es el seno complementario de un ángulo o de un círculo —recitó—. Si tomamos un ángulo A, y...
    Durante más de una hora, el profesor Hager les abrumó con preguntas y definiciones matemáticas. Unas manos se alzaban, los alumnos se levantaban y balbuceaban las res­puestas como máquinas, recibiendo severas amonestacio­nes en caso de error.
    El timbre tardaba en sonar. Fue acogido con un suspiro de alivio.
    —Justo a tiempo —suspiró Todd recogiendo sus cosas—. Un minuto más y me quedaba dormido.
    —Pronto te acostumbrarás al viejo Hager —le consoló Meeks—. Cuando le tomes el tranquillo, la cosa funcionará sola.
    —Pues ya estoy quedándome atrás.
    Doblegados por la acumulación de trabajo que se amon­tonaba sobre sus débiles hombros, los chicos entraron en la clase de literatura arrastrando los pies. Se desprendie­ron pesadamente del lastre de sus libros y se derrumbaron en sus pupitres.
    El señor Keating, el nuevo profesor de Letras, llevaba corbata pero se había quitado la chaqueta. Estaba sentado ante su mesa y miraba por la ventana, y no parecía haberse dado cuenta siquiera de la llegada de sus alumnos.
    Los chicos se instalaron y esperaron, felices de tener la oportunidad de respirar un momento y de desprenderse de la tensión de las horas precedentes. Pero como el señor Kea­ting no se movía, siempre con la mirada fija en el horizon­te, empezaron a rebullir en sus asientos, incómodos.
    El señor Keating se levantó por fin, con lentitud, luego tomó una larga regla plana y empezó a recorrer los pasillos que separaban las filas de mesas. Se detuvo ante un alum­no y le miró fijamente.
    —¿Por qué enrojece?
    Volvió a deambular al azar, mirando a los chicos a la cara con intensidad.
    —¡Oh, oh! —exclamó ante Todd Anderson—. ¡Oh, oh! —exclamó en un tono distinto precipitándose hacia Neil.
    Hizo sonar muchas veces la regla contra la palma de la mano antes de volver a la tarima con unas pocas zancadas.
    —Tiernos cerebros juveniles —dijo entonces, con los bra­zos abiertos englobando a toda la clase.
    Con una agilidad inesperada, saltó sobre su mesa.
    —¡Oh, Capitán! ¡Mi Capitán! —declamó con voz poten­te—. ¿Quién sabe de dónde es este verso? Vamos, ¿nadie lo sabe?
    Su mirada penetrante iba de un chico a otro. No se le­vantó ninguna mano.
    —Pues bien, sabed, rebaño ignorante, que este verso lo escribió un tal Walt Whitman en honor de Abraham Lincoln. En esta clase podréis llamarme señor Keating o, si sois un poquitín más atrevidos, «Oh, Capitán, mi Capitán».
    Saltó de la mesa y volvió a su ir y venir dando largos pasos.
    —Para acabar de antemano con los rumores que no de­jarán de circular a mi costa, sepan que yo también he gas­tado mis calzoncillos en estos bancos hace algunos lustros y que entonces no gozaba aún de esta personalidad caris­mática que ustedes tienen la alegría y la suerte de descu­brir hoy.
    »Si por ventura se les ocurriese la idea de seguir mis huellas, sepan que eso sólo puede mejorar su nota final. To­men su manual, señores, y síganme al salón de honor de Welton.
    Mostrando la dirección con su regla apuntada hacia la puerta, Keating abrió la marcha. Los chicos se lanzaron uno a otro miradas desconcertadas; luego recogieron sus libros y echaron a andar hacia el salón de honor de Welton.
    Keating ya estaba recorriendo el embaldosado, esperan­do a que todos sus alumnos estuviesen reunidos. Su mira­da recorría las paredes donde colgaban fotografías de cur­sos que se remontaban a finales del siglo XIX . Trofeos y co­pas de todos los tamaños se exhibían en estanterías y de­trás de cristaleras.
    Cuando todos estuvieron sentados, Keating se volvió ha­cia la clase. Le echó una ojeada a la lista de asistencia.
    —Señor... Pitts. ¡Qué nombre tan divertido! Levántese, señor Pitts.
    El gran Pitts obedeció con su acostumbrada pereza.
    —Abra su libro en la página 542, Pitts, y lea la primera estrofa del poema.
    Pitts volvió las hojas de su libro.
    —¿«A las vírgenes, para que aprovechen el tiempo pre­sente»? —preguntó.
    —Ese mismo —respondió Keating, mientras se oían unos cloqueos.
    Pitts se aclaró la voz:
    Recoged ahora las rosas de la vida
    porque el tiempo jamás suspende su vuelo
    y esta flor que hoy se abre
    mañana estará marchita
.
    Se detuvo.
    —«Recoged ahora las flores de la vida» —repitió Kea­ting—. La expresión latina que ilustra este tema es
carpe diem
. ¿Alguien sabe lo que significa?
    —¿Carpe diem? —dijo Meeks, inigualable en latín—. Aprovecha el tiempo presente.
    —Excelente, ¿señor...?
    —Meeks.
    —Aprovecha el tiempo presente —repitió Keating—. ¿Por qué escribe eso el poeta?
    —¿Porque tiene prisa? —dijo al azar un alumno, provo­cando nuevas risitas.
    —¡No, señores! ¿Alguna otra sugerencia? Pues bien, por­que todos nosotros en tanto que existimos estamos condena­dos a que se nos coman los gusanos —dijo Keating mirando a sus alumnos—. Porque estamos condenados a no conocer más que un número reducido de primaveras, veranos y otoños.
    »Un día, por increíble que eso pueda parecer a sus ro­bustas constituciones, este corazón que se agita en nuestro pecho dejará de latir y exhalaremos el último suspiro.
    Hizo una larga pausa. El silencio reinaba entre los chicos.
    —Levántense, señores, y vengan a estudiar las caras de estos adolescentes que les han precedido en estos bancos hace sesenta o setenta años. Vamos, no sean tímidos; ven­gan a verles.
    Los chicos se levantaron y se acercaron a los cuadros que colgaban en las paredes. Examinaron con interés las caras alegres y confiadas que parecían enviarles sus miradas desde el fondo de su lejano pasado.
    —No son muy diferentes de ustedes, ¿verdad? Esos ojos llenos de esperanza y ambición, como los de ustedes. Se creen llamados a un brillante destino, como muchos de us­tedes. Pues bien, muchachos, ¿qué ha sido de esas sonrisas? ¿Qué queda de esa esperanza?
    Los chicos observaban con atención esas instantáneas surgidas del pasado. Keating iba y venía, apuntando con el extremo de su regla los rostros amarillentos.
    —¿No habrán esperado demasiado antes de llevar a cabo una fracción de aquello de lo que eran capaces? Al adular en exceso a la diosa todopoderosa del éxito social, ¿no ha­brán vendido baratos sus sueños de infancia? ¿En qué caminos trillados, en qué mezquindades quedaron empanta­nados sus ideales? La mayoría de ellos están hoy criando malvas. Pero si escuchan ustedes con atención, señores, podrán oír que les susurran algo. Vamos, no tengan miedo, acérquense. ¡Escuchen! ¿Oyen ustedes su mensaje?
    Los chicos no hicieron un solo ruido, llegando hasta a contener la respiración. Algunos se inclinaron con timidez hacia las fotografías.
—Carpe diem—murmuró Keating con voz de ultratum­ba—. Aprovechad el día presente. Que vuestras vidas sean «extraordinarias».
    Todd, Neil, Knox, Charlie, Cameron, Meeks, Pitts y los demás se sumergieron en la contemplación de las fotografías de sus predecesores. Pero el hilo de sus reflexiones se vio brutalmente interrumpido por el timbre.
    Poco después salían al patio del colegio, con los libros bajo el brazo.
    —Más bien raro —murmuró Pitts.
    —En todo caso, es un cambio —dijo Neil.
    —Aún tengo la piel de gallina —dijo Knox.
    —¿Creéis que nos harán preguntas sobre esto? —pregun­tó Cameron con aire perplejo.
    —¡Cameron! —rió irónicamente Charlie—. ¿Es que nun­ca comprendes nada?
    Cameron se detuvo y alzó las manos.
    —¿Cómo? ¿Qué es lo que había que comprender?
    Por toda respuesta, los demás le dejaron plantado.

La sociedad de los poetas muertos.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora