CAPÍTULO VII

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Neil conspiraba en voz baja junto con Charlie y Knox en el pasillo del dormitorio. A su alrededor, los tradicionales preparativos de la noche estaban en su punto culminante. Los chicos, con pijamas claros y batas a cuadros, se entrecruzaban camino del cuarto de baño interpelándose alegremente, con el estuche de arreglarse o una almohada en la mano. Neil se echó la toalla sobre el hombro como para su­brayar una decisión, le dio una palmada en la espalda a Knox y volvió a su habitación. Al extender la toalla húmeda en el respaldo de la silla, vio sobre la mesa un libro que estaba seguro de no haber dejado allí.
Tras un momento de duda, Neil tomó el libro con curio­sidad y consideró un momento sus cantos gastados y la vencida encuadernación.
Antología poética
, decían en la cubierta unas letras grabadas con el dorado borrado casi por completo. Levantó el libro con precaución y, en la primera pá­gina, escrito con pluma y tinta negra, vio el nombre de «J. Keating». Bajo la firma, Neil descifró en voz alta: «Club de los Poetas Muertos; para leer al principio de cada sesión». Se tendió en la cama y empezó a hojear el viejo volumen mientras que en el corredor el zafarrancho iba cediendo pro­gresivamente. Pronto se oyó cerrarse la última puerta y lue­go se apagaron las luces.
Poco después, las zapatillas del viejo Hager, el vigilante del dormitorio, se deslizaban por el parquet. Hacía su ron­da, como cada noche, asegurándose de que reinaba la cal­ma antes de regresar a sus lares. Neil contuvo la respira­ción cuando los pasos se detuvieron un momento a la altu­ra de su puerta. Pero Hager volvió a su paseo en seguida.
En plena noche, cuando estuvieron seguros de que el campus estaba sumergido en el más profundo sueño, los chi­cos bajaron a paso de lobo la gran escalera, abrigados con abrigos y guantes de lana. Algunos llevaban linternas y sus haces describían círculos luminosos a sus pies.
Brotando de repente de un rincón, el perro guardián del colegio les sobresaltó.
Pero, felizmente para ellos, Pitts había pensado en todo.
—Perro bonito —susurró, dándole al animal un puñado de galletas.
—Has tenido una gran idea —le felicitó Neil.
Sin embargo, el ruido había alertado al viejo Hager, que asomó a la puerta de su habitación, con gorro y camisa de dormir. Aguzó el oído, miró a derecha e izquierda, pero, al no detectar el menor signo de vida, decidió volver al calor de sus mantas.
Los chicos habían dejado al perro disfrutando de su ines­perada comida y corrían ya con toda su alma hacia el río, saltando entre las altas hierbas. Llevaban puestas las capu­chas de sus capotes, de forma que quienquiera les viese ga­lopar de esa manera les hubiese tomado sin duda por una cofradía de monjes en estampida o por un puñado de duen­des recorriendo la campiña. A su espalda se perfilaba la masa sombría del colegio: pero eso a ellos no les preocupa­ba gran cosa. Las estrellas brillaban sobre sus cabezas mos­trándoles el camino. La excitación henchía sus corazones y el aire frío estimulaba su valor.
Pronto dejaron atrás los límites del campus y se hundie­ron decididamente en la oscuridad de un bosque de gran­des pinos cuyos gigantescos troncos se alzaban como las co­lumnas de una catedral. Un fuerte olor a resina y humus les inundó la nariz. El viento que soplaba entre las ramas tenía los acentos lúgubres de un órgano, a los que respon­día de vez en cuando el ulular de una lechuza.
Cuando ya habían franqueado el río saltando de piedra en piedra, se desplegaron en abanico para buscar la cueva entre la maleza, las rocas y las raíces de los grandes árboles.
—Casi hemos llegado —dijo Knox.
—Ooooh. Soy el fantasma de los Poetas Muertos —gritó de repente una sombra surgida de la nada.
Meeks lanzó un grito de terror.
—Eso es una mala pasada —dijo al ver que era Charlie.
—He encontrado la cueva —dijo éste—. Ya estamos en casa, amigos.
Todos los chicos entraron por la abertura después de re­coger matas y ramas para encender un fuego. A costa de grandes esfuerzos, el fuego acabó prendiendo, proyectando en las paredes sombras movedizas y desmesuradas. Una grieta que había en la bóveda dejaba escapar el humo. Los chicos hablaban en voz baja, como si acabasen de entrar en un santuario.
—Declaro nuevamente instituido el Club de los Poetas Muertos de Welton —declamó finalmente Neil.
El anuncio fue acogido con gritos de alegría.
—Las sesiones serán presididas por mí mismo o por uno de los iniciados presentes aquí —siguió Neil—. Todd Anderson­, que está dispensado de la lectura, levantará acta de cada reunión. Como determina la tradición, leeré ahora el mani­fiesto redactado por uno de nuestros miembros distinguidos­, Henry David Thoreau.
Neil abrió el libro que le había hecho llegar Keating y empezó a leer.
—«Me fui a los bosques porque quería vivir sin prisa. Quería vivir intensamente y sorberle todo su jugo a la vida».
—¡Bien dicho! —interrumpió Charlie.
—«Abandonar todo lo que no era la vida, para no descubrir, en el momento de mi muerte, que no había vivido».
Había pronunciado las últimas palabras más despacio como si de repente hubiese penetrado su significado. Los demás se habían callado. La invocación acababa de abrir el círculo mágico.
—Novicio Overstreet, a usted le corresponde ahora el honor —dijo Neil.
Le tendió la antología, y Knox la hojeó un momento antes de leer.
—«El que avance con confianza en la dirección de sus sueños, conocerá un éxito inesperado en la vida ordinaria». ¡Hurra! —exclamó Knox—. ¡Quiero conocer el éxito con Chris!
Charlie le quitó el libro.
—Knox, me parece que confundes esto con una broma vulgar —le reprochó antes de aclararse ruidosamente la voz.
Existe el sublime amor de una muchacha
y el amor de un hombre maduro y justo
y el amor de un niño sin miedo
todos ellos han existido en todos los tiempos
pero el amor más maravilloso
el amor de todos los amores,
más grande aún que el amor a una madre
es el amor infinito, tierno y apasionado,
de un borracho por otro borracho.
—Autor anónimo —concluyó Charlie riendo.
Pitts recibió el libro en sus manos.
«Aquí yace mi mujer; no la molestéis. Ella descansa en paz... y yo también».
Los chicos rieron a mandíbula batiente.
—John Dryden, 1631-1700. No sabía que esta gente tu­viese sentido del humor.
Pitts le tendió la antología a Todd, que le miró sobresal­tado. Neil vio su confusión y se hizo con rapidez con el vo­lumen. Charlie se lo quitó.
¿Enseñarme el arte del amor?
Tendrás que mostrar mejor ánimo;
porque soy erudito en la materia
y el Dios del Amor, el improbable Cupido,
sin duda sacaría provecho de mis lecciones.
Esta presunción fue acogida con risitas.
—Vamos, muchachos, seamos serios —dijo Neil.
Entonces le tocó el turno a Cameron.
Somos los hacedores de música
y los soñadores de sueños
errantes por los rompientes solitarios
sentados al borde de los arroyos desolados
pobres cervatillos retirados del mundo
y sobre los que brilla la luna pálida;
y sin embargo agitamos y estremecemos
el mundo, hasta el infinito, al parecer
con cantos sublimes e inmortales
elevamos las grandes ciudades del mundo
y con una fabulosa narración
forjamos la gloria de un imperio:
un solo hombre, seguro de su sueño,
irá sin pesar a conquistar una corona;
y tres, armados con un ritmo nuevo,
pueden provocar la caída de un imperio.
Porque somos nosotros, al hilo de los siglos,
en el pasado que ha huido de la tierra
quienes construimos Nínive con nuestros suspiros
y Babel sólo con nuestra alegría.
—Amén —murmuró una voz.
—¡Calla! —dijeron los demás.
—Poema de Arthur O'Shaughnessy, 1844-1881.
Tras un corto silencio, Meeks tomó el libro y volvió unas páginas al azar.
—¡Eh! Oíd esto.
En la noche que envuelve
negra como el infierno de un polo al otro
agradezco a los dioses, quienes quiera que sean,
mi alma indomable.
—Es de W. E. Henley, 1849-1903.
—Vamos —cacareó Pitts—. ¿A quién le toca?
Le tocó a Knox buscar un poema para leerlo. Hojeó el libro un rato y al cabo exhaló un gemido de felicidad, como si Chris acabase de materializarse en la cueva.
«¿Que cuánto te quiero? Te amo desde lo más profundo de...». Charlie le quitó el libro de las manos.
—¡Tranquilo, Knox!
Los demás estallaron en carcajadas. La antología cayó en manos de Neil.
Los chicos se acercaron unos a otros alrededor del fue­go, que iba perdiendo fuerza.
Venid amigos míos
no es demasiado tarde para partir en busca
de un mundo nuevo
porque sigo teniendo el propósito
de bogar más allá del sol poniente
y si hemos perdido esa fuerza
que otrora movía el cielo y la tierra,
lo que somos lo somos;
corazones heroicos y del mismo temple
debilitados por el tiempo y el destino,
pero fuertes por la voluntad
de buscar; luchar, encontrar, y no ceder.
—Extracto del poema «Ulises», de Tennyson —concluyó.
Los chicos callaron, conmovidos por la lectura vibrante de Neil y por la ambiciosa empresa a la que les exhortaba el poeta.
Pitts abrió el libro al azar.
Con dos trozos de madera, empezó a marcar el ritmo.
Yo tenía una religión
yo tenía una visión
y vi el Congo
serpentina de muaré
que atravesaba la selva
en un relámpago negro.
Mientras Pitts leía, la imaginación de su auditorio se dejó llevar por el ritmo obsesivo del poema. Repitiendo los últi­mos versos escandidos, empezaron a bailar alrededor del fuego y a lanzar alaridos como guerreros africanos. Su danza crecía en intensidad y exuberancia. Meeks se había hecho con una vieja lata de conserva y marcaba el ritmo. Con el libro en la mano, Pitts llevó a la partida fuera de la cueva, y la loca zarabanda se hundió en la noche canturreando:
Y vi el Congo
serpentina de muaré
que atravesaba la selva
en un relámpago negro.
En trance, dieron vueltas alrededor de los grandes ár­boles, como en el rito iniciático de una fiesta pagana.
En la cueva, los últimos restos del fuego acabaron muriendo y la oscuridad rodeó a los Poetas Muertos. Jadeando, pusieron fin a su frenesí y en seguida se vieron agitados ­por estremecimientos de frío, aunque también de gozo.
—Será mejor volver —dijo por fin Charlie—. No olvidéis que dentro de unas horas empiezan otra vez las clases.
Anduvieron serpenteando por el bosque hasta un claro que se abría al campus de Welton.
—Triste regreso a la realidad —dijo Pitts mientras hacían un alto para contemplar los edificios de aspecto grave.
—Bien puedes decirlo —suspiró Neil.
Se dirigieron en silencio hacia el dormitorio, siluetas encapuchadas que iban al asalto del sombrío edificio. Abrieron el pestillo que cerraba la puerta de atrás y se deslizaron de puntillas hasta sus habitaciones.
Al día siguiente por la mañana, durante la clase de Literatura, los miembros de la loca partida nocturna pasaron todas las penas del infierno para reprimir sus bostezos y mantener los ojos abiertos. En cuanto al señor Keating, éste recorría la clase con sus pasos vigorosos.
—Un hombre no está muy cansado, está agotado o extenuado. Y no digan ustedes «muy triste», sino...
Hizo chasquear los dedos y apuntó a un alumno.
—¿Taciturno? —aventuró el muchacho.
—¡Bravo! —aprobó Keating—. El lenguaje se ha inventado por una sola y única razón, señores. ¿Cuál es?
Se inclinó hacia Todd, que estaba sentado en la primera fila. Pero como el chico parecía implorarle con la mirada se volvió hacia Neil.
—¿Para comunicar, señor?
—Error. Para seducir a las mujeres. Y en esta empresa la pereza no tiene cabida. Ni tampoco lo tiene en sus redacciones.
Una explosión de risa agitó a la clase.
Keating cerró su libro, subió a la tarima y apartó un mapamundi que cubría en parte la pizarra. Apareció así una cita escrita con tiza, que Keating leyó en voz alta:
Creencias y escuelas que han caído en la caducidad
cualesquiera que sean los riesgos
permito a la Naturaleza que se exprese sin freno
con su energía original.
—Una vez más el tío Walt. Ah, pero qué difícil es esca­par a esas creencias, a esas escuelas, condicionados como estamos por nuestros padres, por nuestras tradiciones, por la apisonadora del progreso. ¿Cómo expresar entonces nuestras auténticas naturalezas, como nos invita a hacerlo el pa­dre Whitman? ¿Cómo deshacernos de los prejuicios, las cos­tumbres, las influencias de toda especie? La respuesta, jó­venes y tiernos brotes, es que hay que esforzarse sin descanso por cambiar de punto de vista.
Para sorpresa de los chicos, que estaban escuchando con interés, el señor Keating saltó de repente sobre su mesa.
—¿Por qué me he subido aquí arriba?
—¿Para sentirse más alto? —dijo Charlie.
—No, mi joven amigo, no ha acertado usted. Me he subi­do sobre la mesa para recordarme a mí mismo que tenemos que modificar constantemente la perspectiva desde la que miramos el mundo. Porque el mundo es diferente visto desde ­aquí. ¿No me creen? Pues levántense y vengan a compro­barlo. Vamos, todos ustedes... Por turno.
Keating bajó de su atalaya. Todos los alumnos, a excep­ción de Todd, se apelotonaron en la tarima y fueron subiendo cada uno a su vez, a veces dos o tres juntos, sobre la mesa profesor.
—Si tienen ustedes alguna certeza —prosiguió Keating mientras algunos volvían ya a su lugar—, entonces oblíguense a considerar la cuestión desde una perspectiva diferen­te, incluso aunque eso les parezca idiota o absurdo. Cuando lean, no se limiten a lo que dice el autor, traten de analizar lo que ustedes experimentan.
»Tienen que hacer el esfuerzo de encontrar otro camino, señores, y cuanto más tarden en hacerlo menos posibilidades tendrán de alcanzar sus objetivos. Citando a Thoreau: «La mayoría de los hombres lleva una vida de tranquila desesperanza». ¿Por qué resignarse a ello? Partan en busca de nuevas tierras. Y ahora, señores...
Keating se dirigió a la puerta. Los chicos volvían la cabeza para seguirle con la mirada. El profesor accionó una y otra vez el interruptor. Las lámparas del techo se pusieron a parpadear mientras Keating imitaba el sonido de un redoble de tambor.
—Señores, además de sus redacciones sobre la idea de romanticismo en Wordsworth, escribirán ustedes un poema, algo de su cosecha, y lo leerán en voz alta delante de la clase. Señores, ¡hasta el lunes!
Con estas palabras, Keating desapareció... para reapa­recer casi inmediatamente, con una sonrisa sardónica en los labios.
—Señor Anderson, sé muy bien que esta tarea le da un miedo cerval, topo del demonio.
Alargando los brazos, Keating hizo como que fulminaba a su alumno. La clase rió nerviosamente, un tanto turbados todos por el pobre Todd, que consiguió esbozar una sonrisa.
Las clases acababan temprano los viernes, y los chicos salieron del aula con el ánimo ligero, felices con la perspectiva de la tarde libre que se ofrecía ante ellos.
—¿Y si subiésemos a la torre del reloj para montar esa radio? —le propuso Pitts a Meeks mientras paseaban por el campus—. ¡Radio América!
Pasaron sin detenerse ante un grupo de alumnos que esperaban con impaciencia la distribución semanal del correo. En el campo de césped estaban jugando al hockey. Más allá, el señor Nolan recorría la orilla animando a voces al equipo de remo de Welton.
—¡Más fuerza esos remos, demonios!
Con los libros en la cesta sujeta sobre la rueda de atrás, Knox cabalgó su bicicleta. Bajó silbando hacia la verja del colegio, y luego, asegurándose con un vistazo por encima del hombro de que nadie le prestaba atención, pedaleó fu­riosamente y franqueó el portón, dirigiéndose al puebleci­to de Welton.
Como un desatinado, Knox volaba a toda marcha hacia Ridgeway High. Cuando llegó ante el colegio vio que había una gran animación en la zona de aparcamiento; el equipo de fútbol americano se preparaba para un desplazamiento. Knox se apoyó en la cerca y observó el incesante ir y venir de los estudiantes en torno a unos autocares de cromados deslumbrantes. Tras un ensayo tan precipitado como caco­fónico, los miembros de la banda, con uniforme rojo y oro y chacó con plumas, subían a bordo del primer vehículo. El segundo estaba reservado para los jugadores. Una multitud estrepitosa de seguidores y
cheerleaders
se agolpaba en las puertas del tercer autocar. Entre ellos, Knox reconoció la cabeza rubia de Chris Noel.
La vio salir al encuentro de Chet, que llevaba bajo el bra­zo su casco, y besarle en los labios. Con su silueta deformada por las defensas de los hombros, Chet la estrechó contra sí pasando un brazo en torno a su cintura y ella rió de for­ma cristalina. Luego, escapando de su abrazo, corrió a mon­tar uno de los autobuses de los seguidores.
Con expresión cariacontecida, Knox volvió lentamente a Welton. Desde aquel día en casa de los Danburry, había soñado volver a ver a Chris Noel. Pero no así, no en los bra­zos del innoble Chet Danburry. Knox se preguntó si algún día podría encontrar las palabras que hicieran que la her­mosa Chris se desmayase de gusto.
Estaba acabando la tarde. Todd estaba sentado a estilo sastre en su cama, con un bloc en las rodillas. Garrapateó unas palabras, que tachó a continuación, antes de arrancar la hoja y tirarla a la papelera. Con rabia e impotencia, se cubrió un momento la cara con las dos manos.
En ese mismo momento, Neil hizo irrupción en la habitación. Su cara resplandeciente contrastaba con el aire de fastidio de Todd.
—¡Lo he encontrado!
—¿El qué?
—¡Lo que quiero hacer! Lo que siempre he querido hacer. Lo que arde en mí.
Le tendió un folleto a Todd.

El sueño de una noche de verano
, de William Shakespeare —leyó este último—. ¿Qué es?
—Una obra de teatro, imbécil.
—Eso ya lo sé. Pero ¿qué relación tiene contigo?
—La montarán en Henley Hall. Mira: «Pruebas abiertas para todos».
—Bueno, y ¿qué?
—¡Pues que voy a ser actor! —exclamó Neil, saltando sobre la cama—. Siempre he tenido ganas de probarlo. El verano pasado quise inscribirme en un curso de arte dramático, pero por supuesto mi padre se opuso en redondo.
—¿Y ahora estará de acuerdo? —preguntó Todd frunciendo el ceño.
—No, pero eso no tiene ninguna importancia.
—Entonces, ¿qué es lo que importa?
—¿Es que no lo comprendes? Por primera vez en mi vida sé lo que quiero hacer, y por primera vez voy a lanzarme con el consentimiento de mi padre o sin él.
Carpe diem
, Todd.
Carpe diem.
Neil declamó unos versos, con la mano extendida en el aire y la cara vuelta hacia los últimos rayos del sol que entraban por la ventana.
—Pero, Neil, ¿cómo vas a actuar en esa obra si tu padre se opone? —insistió Todd con ingenuidad.
—Primero tengo que conseguir ese papel, y luego ya ve­remos lo que pasa.
—Pero te matará si no le dices que vas a hacer una prueba.
—No lo sabrá.
—Neil, tú sabes que eso es imposible.
—¡Nada es imposible!
—¿Por qué no le pides permiso?
—Y tú, ¿de parte de quién estás? —se indignó Neil de repente ante esa insistente llamada a la realidad—. Bueno, en todo caso aún no tengo el papel. Y también tengo dere­cho a soñar un poco, ¿no?
—Lo siento —dijo Todd, bajando los ojos a su cuaderno.
Neil se sentó en la cama y empezó a leer la obra de Sha­keapeare que acababa de pedir prestada en la biblioteca.
—Bueno, hay una reunión del Club esta noche —anunció Neil—. ¿Vendrás?
—Ssssí —respondió Todd, torciendo el gesto.
Neil dejó el libreto a un lado y miró a su compañero.
—Todo lo que dice Keating te da exactamente lo mismo, ¿verdad? —dijo entre incrédulo y agresivo.
—¿Qué quieres decir?
—Formar parte del Club es participar, actuar, sentirse agitado por la vida. Pero tú parece que estés tan agitado como una piedra.
—¿Quieres que deje el Club? ¿Es eso lo que quieres?
—No —dijo inmediatamente Neil, ya calmado—. Quiero que te quedes. Pero has de hacer algo. No basta decir: «Ahí estoy».
La cólera enrojeció el rostro de Todd.
—Escúchame, Neil, tu solicitud me conmueve muchísi­mo, pero yo no soy como tú, y eso es todo. Cuando tú habla­s, te escuchan y hacen lo que dices. Yo no tengo ese don.
—¿Por qué no? Podrías adquirirlo.
—No —dijo Todd con intensidad—. No sé cómo hacerlo. Y estoy seguro de que no sabré nunca. En todo caso, tú no puedes hacer nada, así que déjalo correr, ¿quieres? Me las arreglo muy bien solo.
—No.
—¿Cómo que no? —repitió Todd sin comprender—. ¿Que quieres decir con ese «no»?
—Que no, que no lo dejaré correr.
Todd le miró prolongadamente.
—Está bien —dijo—. Iré.
—De acuerdo —dijo Neil antes de volver a Shakespeare.

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