CAPÍTULO IX

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Montado en su bicicleta, Neil cruzó la plaza del pueblo pedaleando enérgicamente, tomó por Vermont Road a toda marcha después de rodear al Ayuntamiento y pasó ante al­gunas tiendas con los cierres bajados antes de llegar por fin a los edificios blancos de Henley Hall. Dejó la bicicleta en la entrada. Apenas había puesto los pies en la sala de actos cuando el director ya le estaba diciendo:
—Date prisa, Neil. Necesitamos a Puck para ensayar esta escena.
Neil bajó por el pasillo central en dirección al escena­rio, tomó al pasar un bastón coronado con una cabeza de búfalo que le tendía un tramoyista y empezó sin prepara­ción ninguna:
—¿Solo tres? Vamos, más aún uno
Cuatro serán dos parejas
He aquí que viene, ingrato
Cupido es un mal bicho
Al volver así locas a unas pobres mujeres.
Puck hincó una rodilla en el suelo para observar mejor a Hermia, interpretada por Ginny Danburry, que se arras­traba por el escenario, presa de la locura, con los ojos enro­jecidos.
El director, un hombre de unos cuarenta años con las sienes grises, interrumpió a Ginny para elogiar a Neil.
—Muy bien, Neil. Das verdaderamente la sensación de que Puck es consciente de que lanza las redes de la intriga Recuerda que se divierte mucho con sus manejos.
Neil inclinó la cabeza y repitió sus últimos versos con más insolencia.
—Cupido es un mal bicho
al volver así locas a unas pobres mujeres.
—Excelente. Te toca, Ginny.
Ginny subió al escenario.
—Nunca tan fatigada, nunca tan desdichada
Transida por el rocío y desgarrada por las zarzas,
No puedo ni arrastrarme ni ir más lejos...
En pie en la primera fila, el director hizo grandes gestos hacia los bastidores para indicar a los figurantes que era el momento de su aparición.
El ensayo se prolongó hasta el final de la tarde. Los jó­venes actores se maravillaban al ver que la obra iba nacien­do poco a poco entre sus manos y se quedaban hasta tarde para compartir su entusiasmo o sus miedos con el resto de la compañía. Pero la noche ya estaba encima y Neil tuvo que desaparecer.
—Hasta mañana —se despidió de todos.
Corrió a recoger su bicicleta, con los ojos aún brillantes por el intenso placer que le procuraba el hecho de subir al escenario y dar vida a su personaje.
El pueblo dormía. Neil tomó el camino de Welton, repi­tiendo sus entradas a gritos.
Al acercarse a Welton, bajó la velocidad, asegurándose de que el paso estaba expedito antes de cruzar la verja. Unos golpes de pedal le bastaron para subir la suave pendiente que llevaba al domitorio. Una vez hubo dejado la bicicleta en el cobertizo, se disponía a entrar en el edificio de ladri­llo rojo cuando vio en la sombra una silueta apoyada en la pared.
—¿Todd?
Se acercó a su compañero de habitación, que estaba sen­tado en el suelo, sin abrigo a pesar del frío.
—¿Qué haces aquí?
El adolescente no le respondió.
—Todd, ¿qué es lo que no va bien?
Neil se acuclilló junto a su amigo.
—Hace un frío del demonio.
—Hoy es mi cumpleaños —anunció Todd con voz sin in­flexiones.
—¿Bromeas? Hubieses podido advertirme. ¡Felicidades! ¿Te han hecho algún regalo?
A Todd le castañeteaban los dientes. Sin decir palabra, señaló con el dedo una gran caja de cartón que tenía a sus pies. Neil levantó la tapa y mostró el mismo conjunto de ob­jetos de escritorio que ya ocupaba, en la habitación, la mesa de trabajo de Todd.
—Es el mismo que el tuyo —dijo Neil—. No entiendo.
—Pues es muy sencillo. Me han regalado lo mismo que el año pasado —dijo el chico estallando en sollozos—. Ni si­quiera se han acordado de eso.
Neil se quedó un momento en silencio, compartiendo la aflicción de su amigo.
—Quizá pensaron que el primero ya estaba muy usado —dijo a modo de consuelo—. Quizá pensaron que...
—También es posible que no piensen en nada, menos cuando se trata de mi hermano —replicó Todd con indig­nación—. El cumpleaños de mi hermano siempre es fiesta grande.
Bajó los ojos al paquete.
—Lo más divertido es que ya encontraba el primero muy feo.
—Todd, creo que subestimas el valor de este regalo.
—¿Cómo?
—Bromas aparte —siguió Neil, impertérrito—. Si nece­sitase dos veces una cosa como ésa, probablemente elegi­ría una así las dos veces.
Todd esbozó una sonrisa.
—Además, ¿quién iba a querer un balón de fútbol, ni un bate de béisbol, ni un descapotable en lugar de unos utensilios de escritorio tan bonitos?
Los dos chicos rieron al unísono mirando la gran caja de cartón que tenían a sus pies. Era ya noche cerrada. Neil temblaba de frío.
—¿Sabes cómo me llamaba mi padre cuando era pequeño? —dijo de repente Todd—. Medio dólar. Decía que eso era todo lo que podían valer los elementos químicos de mi cuerpo si se les podía meter en botellas y venderlos. Y que nunca valdría ni un centavo más si no dedicaba cada día de mi vida a mejorar. Medio dólar...
Neil meneó la cabeza y suspiró, comprendiendo mejor esa falta de confianza en sí mismo que su compañero arras­traba como una cadena de presidiario.
—Cuando era niño —siguió Todd—, creía que los padres querían a sus hijos instintivamente. Era lo que me enseña­ban en el colegio; y yo acabé creyéndomelo. Pero mis padres parecen reservar todo su amor para mi hermano mayor.
Todd se levantó, hizo una inspiración honda como para contener las lágrimas y, sin añadir nada más, fue a refugiarse en el interior del edificio. Conmovido por esas confidencias, Neil se quedó un momento sin reaccionar, con un hombro apoyado en el muro de ladrillo frío, buscando desesperada­mente alguna palabra de consuelo.
—Todd... —llamó en voz baja, yendo tras de su amigo.
Al día siguiente por la tarde, al entrar en la clase del se­ñor Keating, los alumnos encontraron un mensaje escrito con tiza en la pizarra que les invitaba a reunirse con su pro­fesor en el patio interior del colegio.
—Me pregunto qué se le habrá ocurrido hoy —dijo Pitts.
Los chicos recorrieron el pasillo y bajaron por la escale­ra para reunirse luego en el pequeño patio interior. Moles­to por el tumulto, el señor McAllister asomó la cabeza por la puerta de su clase y les lanzó una mirada asesina.
—Señores —empezó Keating cuando todos estuvieron reunidos a su alrededor—, una peligrosa cantidad de con­formismo se ha infiltrado en su trabajo. Pitts, Cameron, Overstreet, acérquense, por favor.
Los tres alumnos salieron de la fila.
—Contaré hasta tres, e irán ustedes a darle la vuelta al patio. No se inquieten; este ejercicio no se calificará. Vamos; uno, dos, tres, vayan.
Los chicos echaron a andar, preguntándose vagamente a qué se debía ese ejercicio. Le dieron la vuelta al patio en sentido contrario al de las agujas del reloj, volviendo pron­to a su punto de partida.
—Eso es, señores; sigan, no se detengan.
Siguieron, pues, con su deambular bajo la mirada aten­ta del profesor y la de sus compañeros, más intrigada. Poco a poco, casi insensiblemente, empezaron a andar acomodan­do uno sus pasos a los de los otros, y sus zapatos acabaron por ir a compás sobre el pavimento del patio. Entre los com­pañeros que se habían quedado a un lado, muchos empeza­ron a batir palmas con una cadencia de marcha militar.
—Ahí está, eso es... —dijo entonces Keating, exultante—. ¿Lo oyen? Una, dos, una, dos, una, dos... Nos divertimos como locos en la clase del señor Keating —canturreó.
Ocupado en la corrección de unos ejercicios en su clase, el señor McAllister se sintió pronto irritado con ese alboro­to. Echando atrás su asiento, fue hasta la ventana para ave­riguar la causa. Los tres andarines recorrían el patio con paso marcial, levantando las piernas y golpeando con el ta­lón, animados por el batir de palmas de la clase.
El decano Nolan, que estaba ocupado con su correo en la atmósfera afelpada de su despacho, tendió también el oído a ese desorden extraordinario. Dejando su trabajo, se diri­gió a la ventana y contempló con sorpresa la mascarada mi­litar. Frunció el ceño.
—¿Qué significa este circo? —refunfuñó entre dientes.
Estaba demasiado lejos, para su mayor desagrado, como para poder oír con claridad las palabras del señor Keating.
—Está bien, paren —dijo el señor Keating—. Sin duda se han dado cuenta ustedes que al principio los señores Overstreet, Pitts y Cameron salieron cada uno a su ritmo. Largas y lentas zancadas en el caso del señor Pitts, que sabe que sus largas piernas le llevarán con facilidad a su desti­no; un trotecillo ligero e inquieto en el caso de Cameron, que teme con cada paso que da que su nota media baje; en cuanto al señor Overstreet, avanzaba como si le impulsase una fuerza viril. Pero también habrán ustedes observado que no han tardado en adoptar el mismo paso. Y nuestras pal­madas no han hecho otra cosa que animarles.
»Este experimento notablemente instructivo ha venido a ilustrar la fuerza del conformismo y la dificultad de de­fender sus convicciones ante los demás. Y en el caso en que algunos de ustedes, lo estoy leyendo en sus ojos, imaginen que hubiesen seguido a su propio paso sin pestañear, que se pregunten por qué se han puesto a batir palmas como lo han hecho. Señores, todos llevamos en nosotros mismos este deseo de ser aceptados; pero traten de estimular lo que tie­nen ustedes de único o diferente, incluso aunque por ello se vean tachados de excéntricos. Voy a citar a Frost: «Dos caminos se me ofrecen; he elegido el menos frecuentado, y ésa es toda la diferencia».
»Pues bien, ahora quiero que encuentren ustedes su pro­pia cadencia, su propia manera de andar. No les pido que hagan el payaso, sino que cobren conciencia de su indivi­dualidad. Vayan, el patio es suyo.
Adoptando andares más o menos estrambóticos, los chi­cos invadieron el patio moviéndose en todos los sentidos, con excepción de Charlie, que se quedó apoyado en una columna.
—Señor Dalton, ¿no juega usted con nosotros?
—Estoy haciendo valer mi derecho a la inmovilidad.
—Gracias, señor Dalton. Claro y sucinto; nada usted a contracorriente.
El señor Nolan se apartó de la ventana con gesto preo­cupado.
—¿A dónde nos va a llevar esto? —gruñó acariciándose la barbilla.
Unas ventanas más allá, el señor McAllister abandonó con un encogimiento de hombros las payasadas de su cole­ga y volvió a sus correcciones.
—Quedamos esta noche en la cueva —le susurró Came­ron a Neil mientras se dirigían a la clase siguiente.
—¿A qué hora?
—A las siete y media.
—Pasaré el mensaje.
Pronto llegó la noche. Todd, Neil, Cameron, Pitts y Meeks pronto estuvieron reunidos alrededor de una hoguera de campamento en la cueva, tendiendo las manos heladas ha­cia las llamas. Fuera, una espesa niebla saturaba el bosque y los árboles se movían con el soplo de una suave brisa.
—Es lúgubre esta noche —dijo Meeks, encajando la ca­beza entre los hombros—. ¿Dónde está Knox?
—Poniéndose guapo para la fiesta en la casa de los Danburry.
—¿Y Charlie? —preguntó Cameron—. Fue él el que insistió para que nos reuniésemos esta noche.
Los demás contestaron con un encogimiento de hombros. Neil decidió abrir la sesión sin esperar más.
—«Me fui a los bosques porque quería vivir sin prisa... Vivir intensamente y sorberle todo el jugo a la vida...»
Los ojos de Neil abandonaron de repente las páginas para volverse hacia la boca de la cueva. Todos habían oído unos ruidos en el bosque, y no eran del viento. Curiosamente, ha­bían creído oír unas risas ahogadas.
Una voz femenina sonó de repente en el umbral de su refugio.
—Oh, caramba, qué oscuro está ahí dentro.
—Es por aquí —respondió la voz de Charlie—. Casi he­mos llegado.
Las caras de los chicos estaban enrojecidas con el res­plandor de las llamas mientras se volvían para ver a las dos chicas que se adelantaban hacia ellos en compañía de Char­lie. Pitts se levantó de un salto y estuvo a punto de darse de cabeza contra la bóveda de la cueva.
—Hola, chicos —dijo Charlie, que tenía el brazo sobre los hombros de una bonita rubia—. Os presento a Gloria y...
Dudó y se volvió a una chica un tanto metida en carnes, de cabello negro y ojos verdes.
—Tina —dijo ella antes de llevarse a los labios una bote­lla de cerveza.
—Tina y Gloria —repitió alegremente Charlie—. Os pre­sento a los miembros del Club de los Poetas Muertos.
—¡Qué nombre tan divertido! —exclamó Gloria—. ¿Qué quiere decir?
—Es un secreto —respondió Charlie.
—Eres un encanto —arrulló Gloria abrazándole.
Los chicos se sentían intimidados por la presencia de aquellas criaturas exóticas que acababan de violar el san­tuario. Eran visiblemente mayores que ellos; tendrían veinte años o quizá más. Todos se hacían la misma pregunta: ¿de dónde las había sacado Charlie?
—Señores —dijo Charlie, con una mano en la cintura de Gloria, ante los ojos atónitos de sus compañeros—, tengo que daros una noticia. Fiel al espíritu innovador que anima a los Poetas Muertos, ya no responderé al nombre de Char­lie Dalton. Desde ahora, llamadme Nuwanda.
Las chicas encontraron que eso era muy divertido.
—Entonces, ¿ya no existe Charlie? —preguntó Gloria—. ¿Qué quiere decir eso de Numama?
—Nuwanda —corrigió el chico—. Y no quiere decir nada; acabo de inventarlo.
—Tengo frío —dijo Gloria.
—Salgamos a buscar leña —dijo Neil, haciéndoles un ges­to a sus compinches...
Meeks, Pitts y los demás salieron de la cueva. Charlie se agachó, tomó un poco de barro con el extremo de sus dedos y, como un guerrero apache, dibujó dos trazos oscuros en sus mejillas. Alzando la barbilla provocativamente, dirigió a Gloria una mirada ardorosa antes de desaparecer a su vez por la boca de la cueva. Al quedarse solas, las dos chicas se echaron a reír.
Mientras los miembros del Club de los Poetas se adentra­ban en el bosque buscando ramas muertas, Knox Overstreet pedaleaba en dirección a la mansión de los Danburry. Dejó la bicicleta cerca de la suntuosa vivienda, se quitó el abri­go y lo dejó en el trasportín de la rueda trasera. Una vez se hubo ajustado el nudo de la corbata, subió de un salto los es­calones de la entrada y llamó a la puerta. La música llegaba hasta él apenas ahogada, pero nadie acudió a abrir. Llamó otra vez, más fuerte, luego llamó al timbre y entró.
La fiesta estaba en su apogeo. Un corpulento pelirrojo y una chica con calcetines blancos se estaban besuqueando en el sofá del vestíbulo. Había otras parejas instaladas en los sillones, en los sofás e incluso en las alfombras, aparen­temente desligadas del mundo exterior. Knox se quedó en el umbral, sin saber qué partido tomar. Chris salió de re­pente de la cocina con su cabello dorado en desorden.
—Chris —la llamó.
—Ah, hola —respondió la chica con desenvoltura—. En­cantada de verte. ¿Has venido solo?
—Sí.
—Ginny debe de andar por ahí. No tienes más que buscarla.
Y la chica se alejó.
—Pero, Chris... —trató de retenerla.
—Chet me espera. Estás en tu casa.
Los hombros de Knox se hundieron. Pasó por encima de las parejas tiradas por el suelo y buscó con la vista a Ginny.
—Así que una fiesta, ¿no?
En ese momento, los Poetas Muertos andaban a tientas en la oscuridad haciendo como que buscaban ramas muertas.
—Charlie... —susurró Neil.
—Llámame Nuwanda.
—Nuwanda —dijo con paciencia Neil—. ¿Qué es todo esto?
—¿Qué pasa? ¿Os molesta que uno traiga chicas?
—No. Por supuesto que no —intervino Pitts—. Pero hu­bieses podido avisarnos.
—No hay nada como la espontaneidad —murmuró Char­lie—. Después de todo ésa es nuestra norma de vida, ¿no?
—¿De dónde las has sacado?
—Estaban paseando junto al campo de fútbol. Me dije­ron que Welton las intrigaba, así que las invité a nuestra reunión.
—¿Son de Henley Hall?
—Ya no van al colegio.
—¿De veras? —exclamó Cameron, entornando los ojos.
—¿Qué te pasa, Cameron? —le reconvino Charlie—. Te comportas como si fuesen tu madre. ¿Es que te dan miedo o qué?
—No, no me dan miedo. Pero si nos atrapan con ellas, estamos listos.
—Eh, ¿qué estáis haciendo ahí? —llamó Gloria desde la boca de la cueva.
—Ya vamos —dijo Charlie—. Un momento.
Charlie se volvió a Cameron y susurró, amenazador:
—Si tú no dices nada, canijo, no hay ningún peligro.
—¿Cómo me has llamado, Dalton?
—¡Vamos, tranquilos los dos!
—¡Dalton, no! ¡Nuwanda! —dijo aún Charlie antes de en­caminarse otra vez a la cueva.
Los otros hicieron lo mismo, dejando a Cameron hirvien­do de rabia; les siguió un momento con los ojos y luego fue tras ellos.
las llamas las ramas y hojas que habían re­cogido y se sentaron alrededor del fuego, que crepitó con renovada energía.
—Me pregunto cómo le estará yendo a Knox —dijo Pitts, divertido.
—Pobre chico —suspiró Neil—. Tengo la sensación de que iba derecho a una cruel decepción.
Con la cara larga, Knox deambulaba por la enorme vi­vienda de los Danburry. Acabó aterrizando en la cocina. Mu­chos adolescentes estaban enzarzados en una animada con­versación, una pareja se besaba apasionadamente. Knox tra­tó de no mirar la mano del chico, que, rechazada una y otra vez, se obstinaba en subir bajo la falda de la chica. En un rincón vio a Ginny Danburry con quien intercambió una son­risa incómoda.
—¿Eres el hermano de Mutt Sanders? —le aulló de re­pente en el oído un tipo con la estatura de un jugador de fútbol americano.
—¿Cómo? No.
—¡Eh, Bubba!
El tipo grande como un armario sacó de su estupor a un individuo con la misma pinta que dormitaba de pie, con la frente apoyada en la nevera.
—Este tío se parece como una gota de agua a otra a Mutt Sanders, ¿verdad?
—¿Eres su hermano? —gargarizó el tal Bubba.
—No tenemos ningún lazo familiar. Nunca he oído ha­blar de él, lo siento.
—Eh, Steve —dijo Bubba—, ¿dónde están tus modales? Tienes delante al hermano de Mutt Sanders y no le invitas a una copa. Vamos, chico, ¿te apetece un whisky?
—En realidad, yo no...
Steve no le escuchaba. Puso un vaso en la mano de Knox y metió en él el gollete de una botella.
Knox tuvo que brindar con Bubba.
—Por Mutt.
—Por Mutt —repitió Steve.
—Bueno... Por Mutt —dijo Knox tras encogerse de hombros.
Bubba y Steve vaciaron sus vasos de un trago. Knox se creyó obligado a imitarles y le dio inmediatamente un ata­que de tos. Sin parpadear, Steve sirvió otra ronda. El estó­mago de Knox estaba en erupción.
—Bueno, y ¿cómo anda el viejo Mutt? —preguntó Bubba.
Knox contestó entre dos ahogos.
—En realidad... No conozco... en realidad a Mutt.
Los ojos entrecerrados de Bubba no parecieron sorpren­derse ante esta declaración.
—¡Por el gran Mutt! —dijo, levantando el vaso.
—¡Por el gran Mutt! —le secundó Steve.
—Por el gran... Mutt —tosió Knox.
Apuraron sus vasos y Knox volvió a toser con fuerza. El armario le dio una palmada en la espalda.
—Bueno, he de ir a buscar a Patsy —anunció Bubba con un hipo etílico—. Saluda a Mutt de mi parte.
—No dejaré de hacerlo —dijo Knox, encajando una se­gunda palmada en la espalda.
Vio que Ginny le miraba riendo.
—Llévate el vaso —dijo Steve, que le sirvió otra copa.
Knox sintió que la cabeza empezaba a darle vueltas.
Las llamas subían hacia la bóveda de la cueva. Encogi­dos uno junto a otro, los Poetas Muertos y sus invitadas mi­raban el fuego con fascinación. Sobre una roca, una vela se consumía lentamente en la cabeza tocada con el turbante del «dios de la cueva».
—Ya sabía que erais más bien raros en esta escuela, pero no tanto —dijo Tina, examinando la estatuilla.
Sacó de su zamarra una petaca de whisky y se la tendió a Neil. Éste dudó un momento, y luego la tomó y bebió un sorbo dándose aires de viejo lobo de mar. Se la devolvió a Tina.
—Vamos, hazla pasar —dijo la chica.
Sus ojos se habían animado, el fuego y el whisky daban color a sus mejillas.
La petaca pasó de mano en mano. Las chicos trataban de no hacer visajes con el efecto del amargo líquido. Todd fue el único que no tosió después de tomar un sorbo de whisky.
—¡Caramba! —aplaudió Gloria, al ver cómo había baja­do el nivel de la petaca—. Y, decidme, ¿os hacen falta chicas?
—¿Que si nos hacen falta? —repitió Charlie—. Nos tie­ne completamente idiotas, vaya. Por cierto, me gustaría anunciaros que he metido en el boletín del colegio, en nom­bre de los Poetas Muertos, un artículo exigiendo que se ad­mitan chicas en Welton.
—¿Que has hecho qué? —exclamó Neil, saltando en pie—. Y ¿cómo lo has hecho, en primer lugar?
—Olvidas que soy corrector de pruebas en el boletín. Simplemente, he añadido el artículo.
—Entonces estamos listos —masculló Pitts.
—¿Por qué? —replicó Charlie—. Nadie sabe quiénes somos.
—¡Pero lo adivinarán en seguida! —dijo Cameron indig­nado, horrorizado por las consecuencias de esa bravata—. Se te vendrán encima y se te cargarán por lo del Club de los Poetas Muertos... ¡No tenías derecho a hacer una cosa así!
—Llámame Nuwanda, Cameron.
—Tiene razón —cloqueó Gloria—. Nuwanda es más bonito.
Charlie se levantó a su vez.
—Bueno, y ¿qué? ¿Estamos aquí por las apariencias o defendemos de verdad los ideales del Club? Porque si sólo nos reunimos para leer poemas por turno, entonces no le veo interés.
—Quizá —dijo Neil, empezando a pasear por la cueva—. Pero aun así no tenías derecho a hablar por todos nosotros.
—Bueno, dejad de preocuparos, banda de miedosos. Si me atrapan, diré que he sido yo el único culpable. No tenéis por qué inquietaros. Bueno, Gloria y Tina no han venido aquí para oír vuestros lloriqueos. ¿Y si abriésemos la sesión?
—Eso —aprobó Gloria—. Tenemos que ver cómo es la cosa para saber si queremos entrar en el Club.
Neil enarcó las cejas.
—¿Vosotras?
Charlie le ignoró y se volvió hacia Tina.
—¿Me atreveré a compararte con un día de verano? No, tú eres más dulce y más tibia.
Tina se derritió.
—Oh, qué bonito.
—Acabo de componerlo para ti.
—¿De veras?
Y le echó los brazos al cuello a Charlie. Los demás se hi­cieron los indiferentes, cuando en realidad ardían de celos.
—Voy a improvisar una para ti también, Gloria.
Cerró los ojos.
—Oh, belleza que camina en la noche...
Abrió los ojos y se levantó, como por impulso de la ins­piración.
Oh, belleza que camina en la noche
Tu resplandor apaga el de los cielos
Porque la pasión, divina armonía,
Brilla en la brasa de tus ojos.
Gloria se estremeció de placer.
—Es maravilloso, ¿verdad?
Los otros seguían sentados, con los rostros enrojecidos por el despecho.
En ese mismo momento, con el corazón presa también de unos celos devoradores, Knox Overstreet andaba vaci­lante y sin rumbo por la enorme vivienda.
—Ya me lo advirtieron —rezongó, recordando lo que sus compañeros del Club le habían dicho.
La casa se había sumido en una penumbra que sólo los rayos de la luna hacían retroceder. La música le martillea­ba los tímpanos. Por todas partes había bultos indistintos que se abrazaban y se apelotonaban.
Con un vaso en la mano, aturdido por los innumerables whiskies que había bebido con los compadres Bubba y Ste­ve, Knox tropezó con una pareja estirada en la alfombra.
—¡Eh! —exclamó una voz—. ¡Podrías tener más cuida­do en dónde pones los pies! ¿Es que llevas encima una copa de más, o qué?

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