La primera vez que Harry vio a Anna fue en su cumpleaños número ocho. Lo recuerda por varias razones: primero, era la única niña (aparte de su hermana) que estaba invitada a saltar en su cama elástica con el resto de su equipo de soccer. Cuando su madre se lo dijo se negó completamente, pero aun así lo hizo. Su familia acababa de mudarse al vecindario y no tenía amigos, así que los padres de ambos creyeron que sería buena idea juntarlos (y tuvieron razón, a medias).
La segunda razón: a Harry le gustó casi desde el primer instante. Estaba usando una camiseta de Johnny Bravo y sostenía un gran regalo en sus brazos. Para un niño de ocho años aquello resultaba atractivo.
Y Anna era bonita. Tenía el cabello recogido en dos trenzas y usaba tenis como los suyos, en vez de zapatillas como Gemma. Cuando empezaron a pasar tiempo juntos Harry descubrió que era tan divertida y tonta como cualquier otro de sus amigos varones, pero mejor, porque cuando Anna reía o lo tocaba por error, sentía vértigo entre su pecho y su estómago, cosa que no sentía con nadie más.
Y la tercera razón de por qué recuerda ese día con tanto detenimiento (la canción que sonaba, la risa de sus amigos, el fastidio que sentía porque una niña estuviera en su fiesta y cómo se evaporó radicalmente cuando sus miradas se encontraron) es obvia: cuando alguien llega a significar tanto en tu vida te ves obligado a reconstruir el momento donde justo empezó todo. En los atolladeros de la memoria hay algunas cosas que requieren un contexto.
Pero ahora que Anna entraba por la puerta de su casa acompañada de sus padres, todo sus recuerdos de la niñez se vieron chocando contra sí, causando corto circuito. Si no estuviera seguro de que fuera imposible, juraría que humo saldría de sus orejas.
Quizás el fino suéter rojo de cuello alto que llevaba puesto cumpliera la misma misión que la camiseta de Johnny Bravo de hace dieciocho años, porque Harry volvió a experimentar una sensación vertiginosa en todo su ser.
Aquello no pintaba nada bueno.
—Anna, querida, ¡mira qué bonita estás! —exclamó su madre mientras la atraía a apretujoso abrazo.
Harry se distrajo con los abrazos que Holly y Richard, los padres de Anna, le daban a él y a Gemma. Se veían exactamente igual que antes, salvo por un par de nuevas arrugas. Los Rothwell se mudaron hace algunos años a Irlanda por asunto de negocios, pero lo saludaban y pellizcaban de las mejillas con la misma familiaridad de alguien a quien se ve todos los días.
Después Gemma corrió y abrazó a Anna como a él le habría gustado hacerlo. Sabía que seguían en contacto y a veces se veían. Lo que a Harry no le gusta de Instagram es que con frecuencia se entera de cosas de las que prefería no enterarse.
—Vamos a la cocina—expresó Anne con una sonrisa, feliz de tener a sus amigos y a su familia en casa—. Tomemos un poco de ponche.
Y los tres adultos desaparecieron detrás de él. Gemma se removió incómoda, dándose cuenta de que era ella la intermediaria en esa situación. El punto medio entre los dos. El puente que pretendía conectar Isla Harry con Isla Anna.
A Gemma no le gustaba ser ninguna de esas cosas, así que optó por decir:
—Bueno, iré a por un poco de ese ponche—y largarse.
Harry y Anna quedaron juntos en la misma habitación después de diez años.