Capítulo 33.

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La última carta permanece entre mis manos y una pequeña lágrima cae sobre ella, mientras observo cómo el sol comienza a salir, dando la bienvenida a un nuevo día.

Llevo toda la madrugada aquí sentada, leyendo una tras otra, cada una de sus cartas. Cada uno de los días que permaneció en ese centro.

Me siento tan parte de su vida ahora mismo. Tan presente en cada momento, en cada avance y recaída. Tuvo muchas. Tuvo muchos momentos a lo largo del año, en los que quiso rendirse, en los que la situación la superaba y quiso tirar la toalla, pero finalmente, siempre hallaba una forma de continuar.

Eso me hace sentir tremendamente orgullosa.

Es una guerrera. La más fuerte que haya conocido jamás.

Y yo soy una estúpida por tener tanto miedo. Me ha vuelto siempre tan vulnerable, tan frágil y fuerte al mismo tiempo, que me da pavor. Porque la realidad, es que cuando Amelia se fue, dejó un vacío dentro de mí, que a pesar de todo lo que me esforcé por tener esta vida, jamás pude llenar.

Me dio terror, descubrir con el paso de las semanas, de los meses, que nada me hacía sentir tan plena, como los momentos de simplicidad que viví junto a ella. Porque mientras trataba de demostrarle lo bonita que es la vida y lo mucho que merece la pena, yo me fui enamorando de la misma.

Mientras trataba de hacerla reír con cualquier tontería, descubrí partes de mí que no conocía. Y a final de cuentas, la realidad es que por muchos momentos de miedo o incertidumbre que haya pasado, las sonrisas y la felicidad, siempre han estado por encima de ellos. Y eso es amor.

No cuando hay más lágrimas que sonrisas. No, cuando sientes una inseguridad constante. No, cuando la ausencia de paz, es todo lo que experimentas. Esto es el amor; sentirse presente aunque no estemos físicamente. Recordar momentos que compartimos y sonreír interiormente, sentir mi corazón acelerarse. Es un amor bonito, cuando esa persona, consciente o inconscientemente, te lleva a ser una mejor versión de ti misma.

Durante un año, me esforcé por llenar ese hueco que ella había dejado en mi vida, frustrándome por no conseguirlo. Sin darme cuenta, de que es completamente normal, sentir vacío y tristeza, cuando algo o alguien que llena de felicidad tu vida, desaparece. Es normal y debemos aceptarlo.

Debemos pasar por todas y cada una de esas etapas, que en psicología llamamos fases del duelo. Porque la tristeza es necesaria en la vida. Nos lleva a tener que reencontrarnos y reconstruirnos. Y eso es emocionante si lo sabemos apreciar. Es emocionante, tener en nuestras manos el control para decidir lo que queremos cambiar cada día. Es tan necesario llorar, como reír. Comerse el mundo o no querer salir de la cama.

Hay que pasar las etapas de un duelo emocional, porque superar cada una de ellas, nos lleva a acercarnos poco a poco, a esa mejor versión que se construye de nosotros mismos, cuando aprendemos algo. Todas las emociones son necesarias y guardarlas dentro de nosotros, nos puede llevar a convertirnos en alguien que no reconocemos. Eso es lo que no hay que permitir.

Así que, si hay que llorar, se llora, si hay que sufrir, se sufre, si hay que extrañar, se extraña. Pero nunca hay que detenerse, ni permanecer estancado en esa tristeza. Se siente, se supera, se hace a un lado y se continúa.

Resulta que a lo largo de las cartas, descubrí cómo ella fue superando cada uno de sus días, aferrándose a nuestro recuerdo como algo positivo. Extrayendo de ellos, toda la fuerza que necesitaba. No evitando sentir dolor. Al final, ella lo supo hacer mejor que yo.

Ella, que por culpa de un dolor acumulado a lo largo de los años, llegó a sumergirse en ese vacío que me hizo conocerla. Ella, finalmente aprendió la lección que la vida decidió enseñarle.

La luz de tu miradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora